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Propaganda y Postverdad

Hace años que venimos debatiendo sobre la extraña evolución de los medios de ‎difusión, que parecen cada vez menos interesados en la realidad de los hechos. Ese ‎fenómeno se atribuye a menudo a la democratización de la información a través de ‎las redes sociales. Nos dicen que ahora cualquiera puede atribuirse el ‎papel de “periodista” y que eso conspira contra la calidad de la información. ¿Habría ‎entonces que restringir el derecho a expresarse dejándolo sólo en manos de las élites? ‎‎¿Y si fuera exactamente lo contrario? ¿No será que, en vez de ser la respuesta a ese ‎fenómeno, la censura que se pretende imponer es más bien la mejor manera de garantizar la continuidad del problema? ‎


Por Thierry Meyssan


La Propaganda


En los sistemas políticos donde el Poder necesita la participación del Pueblo, la propaganda tiene como objetivo lograr que la mayor cantidad posible de personas abrace una ideología ‎en particular y movilizar a esas personas para aplicar esa ideología. Sin importar la buena o mala ‎fe de quienes tratan de movilizar al Pueblo, los métodos utilizados son los mismos. ‎

Sin embargo, durante el siglo XX, el diputado británico Charles Masterman, el periodista ‎estadounidense George Creel y sobre todo el ministro de Propaganda del III Reich Joseph ‎Goebbels teorizaron sobre el uso de la mentira y de la repetición de la mentira, sobre la ‎eliminación de los puntos de vista divergentes y sobre el proselitismo en el seno de organizaciones ‎de masas, con las devastadoras consecuencias que hoy conocemos [1]. Es por eso que, después de la dos Guerras Mundiales, la Asamblea General de ‎la ONU adoptó 3 resoluciones en las que condena el uso de la mentira deliberada con intenciones ‎de desatar guerras y advierte que los Estados deben velar por la libre circulación de las ideas, ‎única solución para evitar el engaño premeditado [2].‎

Aunque las técnicas de propaganda se han perfeccionado durante los 75 últimos años y se utilizan ‎sistemáticamente en todos los conflictos internacionales, hoy están cediendo lugar a nuevas ‎formas de influencia sobre los países que ni siquiera están en guerra. Ya no se trata de lograr ‎que el público se sume a una ideología y de que actúe al servicio del Poder sino, por el ‎contrario, de evitar que actúe, de paralizarlo. ‎

Esta estrategia corresponde a una organización supuestamente «democrática» de la sociedad, ‎donde el público dispone de la posibilidad de actuar sobre el Poder, lo cual era muy poco frecuente ‎en otras épocas. ‎

La nueva estrategia que acabamos de describir ha ido extendiéndose desde hace 18 años, con la ‎llamada «guerra contra el terrorismo». Son numerosos los intelectuales que han señalado que esa ‎expresión es simplemente absurda ya que el terrorismo no es un enemigo sino una técnica de ‎lucha, un recurso militar. Es simplemente absurdo pretender “guerrear contra la guerra”. Aunque ‎nadie lo entendió cuando se planteó la «guerra contra el terrorismo», la invención de esa ‎paradójica expresión allanaba el camino a la «era de la postverdad». ‎



La Postverdad


Tomemos el ejemplo de la “eliminación” de Abu Bakr al-Baghdadi, el “califa” del Emirato ‎Islámico. Todos sabemos que es materialmente imposible que un grupo de ‎‎8 helicópteros atraviese en vuelo rasante todo el norte de Siria sin ser visto por la población ‎ni detectado por los sistemas rusos de protección antiaérea. La historia que están contándonos ‎es evidentemente imposible. Sin embargo, en vez de cuestionar la credibilidad de algo que cae en ‎el campo de la propaganda, la prensa –y con ella el público– debate sobre si al-Baghdadi, ‎viéndose arrinconado por las fuerzas especiales estadounidenses, mató a 3 o a 2 de sus hijos al hacer ‎estallar su “chaleco explosivo”. ‎

En otros tiempos, todos hubiésemos estado de acuerdo en que, al ser imposible un elemento ‎esencial de esta historia, no podemos tomar en serio los demás elementos del cuento, ‎empezando por la muerte misma de al-Baghdadi. ‎

Pero hoy en día la reacción es diferente. Se admite que el elemento fundamental ‎materialmente imposible (que nadie haya visto los 8 helicópteros mientras cruzaban todo ‎el norte de Siria en vuelo rasante) fue probablemente falsificado –dando por sentado que ‎se mintió seguramente por razones de “seguridad nacional”– pero se considera auténtico ‎el resto de la historia. Y con el paso del tiempo se olvidarán las actuales reservas sobre ese ‎elemento fundamental y se publicarán enciclopedias que contarán la parte linda del cuento, ‎repitiendo incluso sus partes más increíbles.‎

Digámoslo de otra manera, hoy se entiende instintivamente que esta narración no está ‎concebida para que conozcamos la realidad de los hechos sino sólo para transmitir un mensaje. ‎A partir de ahí, la prensa –y con ella el público– no toma posición sobre los hechos sino ante ‎el mensaje según ha sido entendido: al igual que Osama ben Laden, Abu Bakr al-Baghdadi ‎ha sido ejecutado. God Bless America porque Estados Unidos es el mejor y el más fuerte. ‎

Para desplazar nuestra conciencia de los hechos hacia el mensaje, los speech writers están ‎obligados a presentar una narración incoherente. No es sólo un error que se repite sino una ‎exigencia técnica de su trabajo. ‎

En la propaganda clásica se buscaba contar historias coherentes, de ser necesario ocultando ‎ciertos hechos o falsificándolos. Ya no es así. Ahora no se trata de convencer con historias ‎bonitas, aunque tengan que tomarse ciertas libertades con la realidad. La propaganda de hoy ‎se dirige a un estado de conciencia intermedio a través del cual se trata de hacer llegar un ‎mensaje. Estamos perfectamente conscientes de que el asunto de los helicópteros es imposible, ‎pero nos dejamos llevar por un razonamiento que lo elimina de nuestro campo consciente. Una ‎parte de nuestro intelecto se ha visto previamente condicionada y nos mentimos a nosotros ‎mismos. ‎

Hay gran cantidad de ejemplos del uso de esta técnica de condicionamiento entre ‎los acontecimientos de los últimos años. Cada uno de los ejemplos que podemos citar aquí haría ‎saltar en sus asientos a la gran mayoría de nuestros lectores ya que en todos los casos su comprensión exige ‎que seamos capaces de reconocer no sólo que nos dejamos engañar sino que nos dejamos ‎engañar con nuestra propia complicidad… y el ser humano detesta reconocer sus errores. ‎

Veamos al menos un pequeño ejemplo, antiguo pero fundacional y que aún sigue teniendo una ‎importancia capital hoy en día. En el momento de los atentados del 11 de septiembre de 2001, las ‎compañías de aviación publicaron de inmediato las listas de embarque completas con los nombres de los pasajeros ‎y de los empleados que habían muerto. Dos días después, el director del FBI expuso su narración ‎sobre los 19 secuestradores aéreos que, según él, habían perpetrado los atentados. ‎Sin embargo, según las listas de embarque publicadas por las compañías aéreas inmediatamente ‎después de los atentados, ninguno de los 19 secuestradores había abordado alguno de los 4 aviones ‎implicados. Por consiguiente, la narración del director del FBI contradecía los hechos… era ‎imposible. Pese a ello, 18 años después todavía hay “expertos” que disertan sobre la ‎personalidad de secuestradores… que no estaban a borde de los aviones secuestrados. ‎



Antídoto frente a la postverdad


Hace años que nos explican que, al poner al alcance de todos la posibilidad de expresarse ‎a través de un blog o de las redes sociales, los progresos de la técnica han devaluado la expresión ‎pública, ya que cualquiera puede escribir o decir cualquier cosa. Nos dicen que antes, sólo los ‎políticos y los periodistas tenían la posibilidad de difundir sus opiniones y que velaban por ‎la calidad de lo que decían o escribían, mientras que hoy el hombre o la mujer común, el vulgum ‎pecus, la masa ignorante e incapaz de distinguir lo cierto de lo que no lo es cree cualquier cosa ‎y se hace eco de las fake news.‎

En realidad es exactamente lo contrario. Los políticos de primera línea –empezando por ‎el presidente George Bush hijo y por el primer ministro británico Tony Blair– asumieron discursos ‎incoherentes para condicionar las reacciones del público en general y de sus electores ‎en particular. Esa técnica impone lo absurdo frente a la verdad, como cuando se sustituía ‎la verdad con la mentira. Es una técnica que destruye el funcionamiento de los sistemas ‎democráticos, funcionamiento que la gente común está tratando de restaurar con los medios a su ‎disposición. ‎

Las pantallas de televisión catódicas componen las imágenes en 625 líneas. Basta que una sola ‎de ellas deje de funcionar correctamente para que sólo veamos la línea defectuosa que afecta ‎el conjunto de la imagen. Según el mismo principio, basta que oigamos un solo punto de vista ‎diferente para que salten a la vista las mentiras de la propaganda que nos remachan ‎constantemente. Es por eso que la propaganda, cuando recurre a la mentira, exige una censura ‎implacable. Pero si la mentira introduce una incoherencia en el discurso de manera que esa ‎incoherencia se haga voluntariamente evidente, ya no hay necesidad de censurar los puntos de ‎vista alternativos. Al contrario, más vale dejarlos expresarse e incluso mencionarlos denunciando ‎públicamente algunos como fake news.‎

El antídoto contra la postverdad no es el llamado fact checking –término de moda para ‎designar la “verificación de los hechos”. La verificación de los hechos ha sido desde siempre la ‎base misma del trabajo de periodistas e historiadores. El verdadero antídoto contra la postverdad ‎es el simple restablecimiento de la lógica. ‎

Por eso hoy se está imponiendo una nueva forma de censura. Gran parte de los usuarios de ‎Facebook han sido desconectados en algún momento. Muchos nunca pudieron entender ‎por qué fueron censurados y buscan inútilmente cuál fue la palabra prohibida que no gustó a los ‎algoritmos o la posición “inadecuada” que alarmó a algún moderador. En realidad, lo que ‎a menudo se nos reprocha –e implica incluso la adopción de sanciones arbitrarias– es haber ‎cometido el grave delito de restaurar la lógica ante un razonamiento falso. ‎

Thierry Meyssan


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