Hasta no hace tanto, un lapso de 50 años no cambiaba gran cosa. Cierta gente envejecía y moría y otra renovaba el elenco. Algunas casas se agrietaban mientras, extramuros, se apilaban las chozas de los advenedizos. Un gobernante o tirano sucedía al anterior y la cosa seguía apestando más o menos igual. Pero el siglo XX pisó el acelerador y la humanidad, catapultada por la tecnología, empezó a quemar etapas a lo bobo.
Hace 50 años era 1972. La era de Nixon, de las misiones Apolo al espacio, del Domingo Sangriento de Irlanda, del ataque a martillazos contra La piedad, de la masacre de los atletas de Israel a manos de Septiembre Negro, del ajedrecista Bobby Fischer imponiéndose al ruso Spassky. Cuando deslumbraban películas como Cabaret, El Padrino y Último tango en París. El año en que sonaron por todas partes Humo sobre el agua y Un gato en la oscuridad. El momento de la caída del avión de los rugbiers en los Andes, del ERP secuestrando y matando al empresario Sallustro, de Florida convertida en peatonal de los fusilados en Trelew, del suicidio de Pizarnik, del fugaz retorno de Perón «sin odios ni rencores».
A ese mundo que suena tan distante (¡tan beige!), llegó la más desconcertante de las criaturas. Se llamaba Ziggy Stardust, y era la creación ficcional de un cantante del que poco y nada se sabía aquí. Su alias artístico era David Bowie. Había dedicado la década del ’60 a convertirse en alguien en el mundo de la música, sin gran suerte. Los minions de la industria admitían que tenía condiciones (era guapo, componía, cantaba muy bien), pero hasta ese momento sus esfuerzos habían naufragado, con la sola excepción de un hit —Space Oddity—, que pareció debut y despedida.
«El problema con Bowie en los ’60 —escribió el periodista Nick Kent— fue que no podía enfocarse en una única cosa… Quiso ser Little Richard y quiso ser James Brown. Quiso ser Jacques Brel, también. Después quiso ser Bob Dylan, como todo el mundo en aquella época, y cuando descubrió a Simon & Garfunkel formó un dúo. El tipo rebotaba por toda la cultura musical, como una pelotita de pinball. Entonces se obsesionó con Scott Walker… A Bowie le chupaba un huevo la autenticidad. Era como una urraca. Si algo le parecía bueno, lo tomaba».
Bowie, Iggy, Lou Reed. |
Bowie lo recuerda de este modo: «No podía creer que ese país (los Estados Unidos) fuese tan libre, tan intoxicante y tan peligroso. De repente Beckenham (el suburbio de Londres donde vivía por entonces) pareció muy pequeño, muy tímido, muy inglés. Necesitaba zafar de esa sensibilidad tan británica. Y eso es lo que hice mediante Ziggy Stardust».
Conservó la banda que le había rendido durante la grabación del álbum Hunky Dory —minus Rick Wakeman— y junto al guitarrista Mick Ronson se lanzó a componer canciones que intentaban filtrar la experiencia neoyorquina. A su productor de confianza, Ken Scott, le dijo: «Me parece que este disco no te va a gustar. Va a ser mucho más rock and roll». En el principio, se trataba de una sucesión de canciones sin relación argumental. Pero entonces surgió el concepto.
Al tipo que de niño había sido deslumbrado por la novela de Robert Heinlein que se llamaba Starman Jones —el verdadero apellido de Bowie es Jones, no lo olviden—; que le debía a la carrera espacial su único hit, esa Space Oddity que hablaba de un astronauta, el Mayor Tom, que queda varado en el espacio; y que se había fascinado leyendo La naranja mecánica, se le ocurrió atribuirle ese ciclo de canciones a un personaje que no era él, del mismo modo en que Los Beatles habían pretendido no ser La Banda de Corazones Solitarios del Sargento Pepper. E imaginó a alguien como el drugo Alex de la novela de Anthony Burgess, sólo que extraterrestre y bisexual. (La fascinación de Bowie por La naranja mecánica nunca se extinguió. La canción Girl Loves Me, de su disco póstumo Blackstar, está escrita en Nadsat, el idioma ficticio de la novela.)
El clic final lo produjeron las fotos de una sesión con modelos que vestían creaciones del japonés Kansai Yamamoto. A Bowie no sólo le fascinaron los vestidos —femeninos, aclaro por si aún no se entendió—, sino además el corte de cabello de una modelo: rígido, erizado, de color zanahoria.
Así nació el personaje, que fue Ziggy porque de ese modo contenía / fagocitaba a su admirado Iggy, y Stardust, que significa polvo estelar. Envió las letras al taller mecánico, para articularlas vagamente en torno de una historia —Ziggy Stardust es enviado a la Tierra para salvarnos de un cataclismo apocalíptico, pero se distrae dedicándose al rock y sucumbe a la trampa de su ego—, y la obra arrancó.
Este 16 de junio se cumplen 50 años —medio siglo— del debut del disco bautizado Ascenso y caída de Ziggy Stardust y las Arañas de Marte. (Que es el nombre de la banda ficticia del personaje, The Spiders From Mars, pero terminó siendo el nombre de la banda real de Bowie.) Un álbum que comienza con una canción, Cinco años (Five Years), que establece ese tiempo como todo lo que nos separa de la destrucción final.
Cincuenta años siguen sin ser gran cosa. Pero cinco años pueden marcar la diferencia.
«Cinco años, vaya sorpresa», canta Ziggy. «Cinco años. Eso es todo lo que nos queda».
Ziggy Stardust no era tan sólo una respuesta a los ’60. Era un intento de poner distancia cósmica entre Bowie y la Inglaterra de sus orígenes.
Fue un niño consentido, muy bien educado, adepto a la buena pilcha y siempre atento a las nuevas modas. (Pocos años después, cuando ya era alguien, las autoridades de su ex colegio enseñaban su foto a los alumnos rebeldes —como el futuro escritor y guionista Hanif Kureishi—, y les decían: «Si no se comportan, van a terminar así». «Él fue quien liberó a todos los adolescentes de los suburbios», dice hoy Kureishi.) Competitivo desde la primera hora, a los 15 discutió con su amigo George por una chica y ligó la piña que le dejó el ojo decolorado, una de sus marcas de fábrica.
Pero ni el micromundo acomodado donde creció —posh, diríamos hoy— disimulaba la chatura general. «La Inglaterra donde crecimos era mugrienta», recuerda otro amigo de la infancia, Geoff McCormack. «Dependimos de raciones de guerra hasta los ’50, caminábamos a la escuela pasando junto a refugios antiaéreos. La música era mala, no había comida decente y todo era gris». Bowie agrega: «Los que vivíamos en los suburbios teníamos la sensación de que no formábamos parte de ninguna cultura, de que habitábamos una suerte de tierra baldía (wasteland)… Teníamos la necesidad de escapar de esa desesperación, de lo exhaustos que nos dejaba la blandura, lo soso que era nuestro lugar de origen».El portal hacia otro mundo no tardó en aparecer. «La música de los Estados Unidos lo cambió todo», dice McCormack. Primero vino Elvis y luego Little Richard, que impusieron el rock and roll e introdujeron un modelo de masculinidad entre lo andrógino y lo decididamente femenino. Así como fue fan de La naranja mecánica hasta el fin, Bowie seguía admirando a Elvis en los ’70, cuando ya era una parodia de sí mismo y profesaba su admiración por el impresentable Nixon, con quien se fotografió en la Casa Blanca. (Bowie llegó a ofrecerle su canción Golden Years para que la grabase, pero Elvis no quiso. Siempre fue medio pelotudo.)
Los conciertos de Ziggy Stardust terminaban con la interpretación de Rock and Roll Suicide, que Bowie interpretaba enfundado en un enterito a lo Elvis era Las Vegas. Y cuando abandonaba el escenario, se anunciaba por los altoparlantes lo mismo que se decía al final de los conciertos de Presley: «David Bowie acaba de dejar el edificio».
«Todo lo que tengo es mi amor al amor —canta Ziggy en Soul Love—, pero el amor no me ama».
En el tercer track del disco, Moonage Daydream, Ziggy se presenta:
Soy un cocodrilo
Soy una mamita-papito que viene en tu busca
Soy un invasor espacial
Y para vos seré una puta rockanrolera
Cerrá la boca, que estás graznando como un pavito.
(Parece una letra del Indio, ¿o no? El término que Bowie usa no es «pavito» sino pink monkey bird, que literalmente significa pájaro mono de color rosa pero, en el slang gay de la época, era el término con el que se definía al homosexual que aceptaba el rol pasivo.)
No me saques tu ojo eléctrico de encima, babe
Poné tu pistola de rayos en mi cabeza
Acercá tu cara espacial a la mía, amor
Y dejate llevar por un ensueño diurno de la era lunar.
(Eso es lo que significa Moonage Daydream, que además es el título del documental sobre Bowie que se estrena en pocos meses y muero por ver.)
Todo esto sería shockeante todavía hoy, si te lo cantase un flaco travestido desde la TV o un escenario. Imagínenlo hace 50 años.
Quienes lo conocieron desde los ’60 dicen que era bisexual en la práctica, de un modo selectivo. Según su biógrafa Wendy Leigh, no tenía empacho en acostarse con un tipo —por ejemplo el compositor Lionel Bart, padre del género musical inglés (es el autor de Oliver!)—, si le parecía que eso le convenía profesionalmente: «La suya —dice Leigh— era una bisexualidad de la ambición». Su manager de los comienzos, Ken Pitt, estaba enamorado del Bowie que jugaba a ser arcilla en sus manos mientras cultivaba un look a lo Veronica Lake. Pero al año de conocer a Angela Barnett, a quien todos seguimos llamando Angie Bowie, se casó con ella.«(Angie) Fue la Nancy Spungen original, la Courtney Love original», dice Nick Kent. Pero ella funcionó más bien como el Pigmalión de Bowie, arrancándolo de las expectativas convencionales del manager Ken Pitt para lanzarlo a otro nivel de ambiciones. «Ella era el poder detrás del trono, Lady Macbeth», dijo el actor, bailarín y mimo Lindsay Kemp. Angie y David cultivaron públicamente la fachada de la pareja libre y bisexual, que era capaz de compartir al mismo tipo en la cama. En alguna medida se trataba de algo que venía con la naturaleza experimental de los tiempos, que invitaban a transgredir, dinamitando las barreras de lo permitido.
Años más tarde Bowie dijo que en realidad se consideraba a closet heterosexual, o sea un heterosexual que no había salido del closet. Pero en el ’72, durante una entrevista concedida al Melody Maker como parte del lanzamiento de Ziggy, se definió como gay. Lo cual jugó perfectamente como parte de la estrategia de su nuevo manager, Tony Defries. Si Ziggy era bisexual, y Bowie quería ser visto como Ziggy —porque hasta entonces no había sido nadie consistente, salvo una serie de máscaras intercambiables, y Ziggy era el primero de sus personajes en impactar sobre la membrana de la opinión pública—, Bowie debía adoptar sus características, aun cuando bajaba de los escenarios.
«Pensábamos que Marc Bolan era gay, pensábamos que David Bowie era gay», recuerda Pete Townshend, el guitarrista y compositor de The Who. «¡Pensábamos que toda la gente cool era gay!»
John Lydon, que cuatro años más tarde produjo un impacto similar al de Ziggy interpretando a otro personaje llamado Johnny Rotten —el cantante de los Sex Pistols, mascarón de proa del punk—, habla bien de este Bowie. Y John Lydon no habla bien de casi nadie.
«En esa época —dice— Bowie estaba en absoluto modo soy homosexual. Esa era su imagen. Y era lo más desafiante que podía concebirse en aquel momento, una toma de posición de un enorme coraje. El piberío más rancio y los hooligans y los tipos de clase trabajadora le admiraron esa valentía, la forma en la que se plantaba ante todos. Era su forma de conquistar el mundo, diciendo: Esto es lo que soy, fuck you!»
El éxito de Sgt. Pepper en el ’67 popularizó la tendencia a usar el estudio como un laboratorio, donde se grababa y sobregrababa interminablemente. Pero, inspirado por la estética proto-punk de los colegas de los Estados Unidos, Bowie grabó Ziggy Stardust con la banda tocando en vivo. Ayudaba su excelencia como cantante, que nunca necesitaba más de una o dos tomas para alcanzar la versión definitiva. El ingeniero Ken Scott dice: «Su voz estaba en el pitch perfecto el 95% del tiempo… Fue el mejor cantante con el que trabajé, y yo trabajé con Lennon y McCartney… Estaba más allá de cualquier comparación, literalmente». Bowie tenía clarísimo lo que pretendía de Ziggy en materia de sonido, al punto que le tarareaba al guitarrista Mick Ronson los solos que quería
Un ejecutivo de la RCA llamado Dennis Katz escuchó el resultado de las sesiones y se quejó de que no encontraba nada digno de ser lanzado como un single. Entonces Bowie peló en el último minuto la canción que conocemos como Starman. Que encajaba en la narrativa a la perfección:
Hay un hombre de las estrellas esperando en el cielo
Le encantaría bajar y conocernos
Pero piensa que nos volaría la cabeza
Hay un hombre de las estrellas esperando en el cielo
Nos dijo que no la caguemos
Porque él sabe que todo esto vale la pena.
…………………………..
Tuve que llamar a alguien y opté por vos
Sí, es una locura, ¿así que vos también lo oíste?
Cambiá la tele, se lo puede ver por el canal dos
Mirá a través de la ventana, puedo ver su luz
Si brillamos, puede que aterrice esta noche
No le digas a tu viejo, porque se va a asustar y nos encerraría.
El disco de Ziggy salió a la venta en Gran Bretaña el 16 de junio del ’72. Pocos días después, el 7 de julio, Bowie y los Spiders se presentaron en un popularísimo programa —tenía un público de entre 12 y 13 millones de televidentes cada jueves— llamado Top of the Pops.
Para toda una generación, esa emisión durante la cual Bowie y su banda interpretaron Starman fue pivotal en su historia. «Para mí —dice Dylan Jones, autor de una biografía oral de Bowie— fue el momento en que arrancaron los ’70, el instante en que la década dejó de ser en blanco y negro y se llenó de colores».
Para entender el shock que produjo esa actuación hay que contextualizar. Uno le presta atención —el video es accesible, está en YouTube— y no ve mucho más que a una banda que está de buen humor, haciendo un playback no del todo convicente. Pero para los adolescentes que miraban Top of the Pops semana tras semana, esperando sacudirse la abulia de un jueves, fue un acto revolucionario.
«Al otro día, en la escuela, nadie hablaba de otra cosa», recuerda Nick Rhodes. Según Dylan Jones, Bowie «vestía un enterito multicolor, tocaba una acústica azul y daba miedo. Esencialmente, se veía despreocupado de un modo que ninguna estrella del pop había mostrado hasta entonces». Tan relajado se lo ve a Bowie, que se permite un gesto que para nosotros suena normal pero entonces era inédito: le pasa un brazo por el hombro a Mick Ronson, un despliegue de afecto entre hombres que la televisión no solía mostrar. (Y que poco después fue refrendado y potenciado por otra imagen que tomó el fotógrafo Mick Rock: la de Bowie en escena, hincado frente a un Ronson que le ofrece su guitarra para que la toque con los dientes — una perfecta fellatio musical.) Iain Webb, periodista de moda, recuerda que esa noche era la víspera de su cumpleaños número catorce. «Qué regalo», reflexiona. «Bowie era todo lo que mi vida en un pueblito no era: extraordinario, exótico, excitante».
Bowie había pasado quince años de su vida tratando de convertirse en una estrella. «Todo lo que quería era tener éxito. Y una vez que lo logró, se sentía el tipo más feliz del mundo»», dice su amigo George Underwood.
Pero una vez que se llega a ciertas alturas empieza a preocupar algo que hasta entonces no habías considerado: la fuerza de gravedad. El único cover del álbum Ziggy Stardust es una canción de Ron Davies que se llama No es fácil (It Ain’t Easy), y que habla de lo que se siente cuando la distancia que separa del suelo es demasiada y no sobrevivirías a una caída. (Bowie sufría de vértigo, al punto de que no toleraba ni los ascensores. Durante años no quiso subirse a un avión: cruzaba el Atlántico en barco.)
Cuando llegás a la cima de la montaña
Mirás por encima del mar
Y pensás en todos los lugares en los que un joven podría estar
Entonces bajás hacia los tejados
Mirás la ciudad desde arriba
Y pensás en todas las cosas raras que circulan
No es fácil, no es fácil
No es fácil llegar al cielo cuando estás yendo hacia abajo.
Ziggy Stardust fue el personaje adecuado para el momento justo. Lo era todo a la vez: de otro mundo y de este, hombre y mujer, futurista y eterno, occidental y multicultural. (Los vestidos femeninos de Kansai Yamamoto estaban inspirados en las ropas del kabuki, diseñadas para permitir un cambio veloz entre escenas.) Una vez que el personaje se instaló en la percepción mediática, el mundo empezó a girar alrededor suyo. A ambos lados del océano, el público acudía a sus conciertos vestido y maquillado de modo aún más escandaloso que Ziggy. «Ir a esos shows era como meterse en el Satyricon de Fellini», rememora Nick Kent. «Ibas al baño y la gente estaba cogiendo abiertamente, tomando Quaaludes o cocaína; era una locura. Vestían como pavos reales, parte de un desfile de modas».
Detrás de bambalinas la cosa no era menos decadente. Angie podía estar encamándose con alguien en la habitación de al lado mientras Bowie se acostaba con una groupie y al mismo tiempo hablaba con otra de Holden Caulfield —el protagonista de El cazador oculto, de J. D. Salinger—, de Nietzsche o de Picasso. Y el consumo de drogas hubiese hecho palidecer de envidia al Tony Montana de Al Pacino. El músico Glenn Hughes recuerda tomar cocaína con Bowie hasta que el cantante empezó a derramar lágrimas de sangre. En materia sexual, la androginia del Bowie era Ziggy lo convertía en el equivalente de un enchufe universal: todo el mundo y del género que fuese, incluídas las tradicionales fans adolescentes, quería seducirlo o ser seducido por él. El inmediato predecesor de Bowie en el terreno del glam-rock, Marc Bolan, también era un sex-symbol de enorme ambigüedad, pero en un registro diferente. El ex manager de la banda T. Rex, Peter Jenner, decía que «las chicas no querían cogerse a Marc, querían jugar a ser sus madres». Pero con Bowie soñaban chanchadas.La canción Lady Stardust, que abre la cara B del álbum, era una suerte de velado homenaje a su amigo Bolan, no exento de humor:
La gente se quedaba mirando el maquillaje de su cara
Se reía de su largo cabello negro, de su gracia animal
El chico de jean azul brillante
Saltaba a escena
Lady Stardust cantaba sus canciones
De oscuridad y desgracia
Y él estaba bien
Porque la banda estaba unida
Sí, estaba bien
Y la canción sonaba para siempre.
Poco después Lou Reed superó a Bowie en ese mismo juego, al componer una canción superior: Walk On The Wild Side, parte del álbum Transformer cuyo productor fue… David Bowie. De todos modos, el aire vodevilesco de Lady Stardust funciona en el contexto del disco en la misma meta-dimensión del resto de la obra: habla de Ziggy de un modo que puede ser aplicado, casi sin excepciones, al mismo Bowie.
El personaje era extremo y eso ponía en riesgo al actor. Son los precios que se pagan por convertirse en símbolo del zeitgeist, del espíritu de la era. En la canción Star, Ziggy sólo considera la parte positiva del asunto:
Siendo una estrella del rock and roll podría lograr una transformación
Es tan atractivo, tan tentador interpretar ese papel
Siendo una estrella del rock and roll interpretaría la mutación salvaje
………………………………………..
El dinero no me vendría nada mal (Vos lo sabés)
Con las cosas como están, ya vengo aniquilado
……………………………………….
Siendo una estrella del rock and roll podría dormir por las noches.
Pero claro, no era lo mismo ser un ídolo del rock a fines de los ’50 que a comienzos de los ’70. Recordémoslo: el ’72 fue el año en que el Presidente Nixon ordenó espiar a ciudadanos, el año del Domingo Sangriento, de la masacre de los atletas olímpicos, de los fusilados en Trelew.
«Lo que convirtió a aquel año en algo especial —escribió David Lister en The Independent— es que delimitó la frontera entre los ’60 —los años de la abundancia, de la experimentación, el sexo y las drogas, el hippismo, la política idealista (y también, digámoslo, las políticas inconsistentes)— y los verdaderos años ’70: los años de la inflación, del desempleo, del cambio de actitudes respecto del género y de la sexualidad, de la radicalización y de la primera mención de palabras que pronto se volverían comunes — terrorismo y terror».
Releo esa síntesis y pienso en los puntos en común entre los ’70 y la década que transcurre: la inflación y el desempleo, para empezar, pero también la radicalización, sólo que esta vez de otro signo ideológico. Los que se radicalizan cada vez más son los que ya no disimulan su fascismo, la ideología del poder desnudo. Federico Braun riéndose del ritmo al que aumenta los precios de sus supermercados es radicalización. Larreta prohibiendo el lenguaje inclusivo es radicalización. (Los ’70 fueron también, no lo olvidemos, años de grandes censuras.) La seguidilla de decisiones del Poder Judicial que apuntalan el discurso de la derecha —las prisiones domiciliarias de genocidas, la reapertura de una causa prescripta que apunta a Montoneros, la protección a los jueces que confraternizaban con Macri— es radicalización.
¿Significa eso que estamos listos para la irrupción de un nuevo Ziggy? ¿Sería este nuevo Ziggy de derechas (como ya lo era, en algún sentido, el Pink Floyd de The Wall)? ¿Es Milei el Ziggy criollo que nos merecemos, recién llegado de la galaxia de la no política con la misión de salvarnos a todos? (Un Ziggy argento, claro: fofo, vulgar, inarticulado, gritón.)
Habría que ocuparse de que esta década no se parezca a los ’70 en los términos que cierran la lista de Lister. Como en los momentos claves de la historia reciente, deberíamos cerrar filas para impedir el regreso del Terror.
El ’72 fue el año en que se suicidó Pizarnik. Sus últimos versos quedaron escritos en el pizarrón de su cuarto. Decían, muy simplemente:
no quiero ir
nada más
que hasta el fondo
La canción que sigue se llama Hang On To Yourself y es un ejemplo de lo que podríamos llamar proto-punk, anticipatoria de lo que la revuelta punk propondría cuatro años más tarde: es corta, marchosa, elemental y promotora de la ideología del nos-salvamos-nosotros-o-no-nos-salva-nadie. (El bajista de los Sex Pistols, Glen Matlock, admitió que había sido una de las inspiraciones de God Save The Queen.) «Lo amargo suena mejor en una guitarra robada», canta Ziggy.
Ustedes son los Benditos, nosotros somos las Arañas de Marte
Venga, vamos
Realmente armamos una buena
Si pensás que podemos lograrlo, mejor que te agarres fuerte a vos mismo.
¿Pero quién era ese sí mismo, en el caso de Bowie? Los testigos de su evolución destacan su capacidad para cambiar de disfraces, para apropiarse de cuanto elemento sonoro o visual lo entusiasmase. (Ziggy fue su primer personaje exitoso, pero estuvo lejos de ser el último: después vinieron Aladdin Sane, Halloween Jack, el Delgado Duque Blanco, el minimalista a la europea, el Nuevo Romántico, el Profeta Ciego de Blackstar.) Pero no son muchos los que se arriesgan a precisar quién era el hombre detrás de los disfraces. El célebre fotógrafo David Bailey expresó su frustración, diciendo que había conseguido retratar a Ziggy Stardust pero nunca a David Bowie: «Siempre fue un actor… Era imposible conectar con él, lo controlaba todo, todo el tiempo. Uno de esos tipos a los que nunca les gusta revelar nada de sí mismos», dijo. «Eso sí: era puntualísimo».
Podía picotear elementos que veía en otros, sí. De allí la comparación constante con la urraca, esa ave que toma los alimentos que encuentra desguarnecidos, los almacena y es capaz de imitar la voz humana. «Pero todo lo que tomaba, lo procesaba según su sensibilidad», dice George Underwood. Pronto se volvió evidente que no lo movía tan sólo el deseo de alcanzar la fama y mantenerse en la cima. Los cambios que persiguió constantemente, a menudo en direcciones poco comerciales, hablan de una sensibilidad ávida de algo que la conmueva, que la interpele de verdad — aún cuando eso supusiese sacrificar la gallina de los huevos de oro, como hizo por primera vez cuando se desprendió de Ziggy Stardust.
Dice el crítico Paul Morley: «Jugó con la idea de ser una estrella de rock, pero también fue muy bueno a la hora de sabotear ese rol. Podría haberse convertido en Billy Joel o en Elton John, que representan ese momento en el que sos aceptado y quedás eternamente fijado en un modelo, pero él se alejó siempre a tiempo… De algún modo, consiguió ser él mismo todo el tiempo, siempre David Bowie, a través del cambio constante».
Ziggy Stardust —la canción, no el álbum— marca el momento en que el personaje derrapa y precipita su caída. Está narrada desde el punto de vista de la banda, las Arañas de Marte, y a la vez funciona como relato de lo que terminaría sucediendo entre Bowie y los músicos que lo acompañaban.
Lo que acaba con Ziggy es su ego trip. Que formaba parte de la fórmula del éxito: ¿qué significa ser estrella de rock —y más aún en el marco de lo que conocemos como glam-rock, una verdadera feria de las vanidades—, sino creérsela por completo? El impulso competitivo, la necesidad de superarse cada día y de paso, en el camino, pulverizar a quienes te hacen sombra, era parte de las reglas del juego. Bowie lo había plasmado en Queen Bitch, la canción de Hunky Dory que era un homenaje a Lou Reed. Cuando el protagonista mira a su amante desde el balcón, en el momento de ser abordado por una travesti en la calle, piensa: I could do better than that, o sea: Estoy en condiciones de conseguirme un amante de superior calidad. Pero a la vez, I could do better than that significa yo lo puedo hacer mejor, el lema por default de toda estrella de rock.
La letra de Ziggy cuenta que las cosas arrancaron bien, con el extraterrestre «zapando con Weird y Gilly» — que eran los sobrenombres del bajista Trevor Bolder y el batero Woody Woodmansey. Pero pronto Ziggy comienza a pirar, apareciendo «con los ojos jodidos y un jodido peinado… / Venía tan drogado, man / Resaltando su bulto, blanco como Blancanieves… / Lo llevó todo demasiado lejos / Pero, mierda que tocaba bien la guitarra… / Haciendo el amor con su ego / Succionado por su propia mente / Como un mesías leproso». Los miembros de la banda se fastidian cada vez más, fantaseando con destrozar «sus suaves manos» para que no vuelva a tocar, pero alguien se les adelanta: los propios fans se cargan a Ziggy.
La letra es casi un documental respecto de lo que habría de ocurrir con el personaje y la banda, con una única diferencia: quien se cargó a Ziggy no fueron sus fans, sino David Bowie.
«Ziggy era un monstruo», dijo Bowie tiempo después, «pero era MI monstruo».
El álbum se convirtió en un fenómeno y metió a Bowie en el mapa de los artistas a quienes no había que perderles paso alguno. «En el (periódico especializado) New Musical Express, Bowie era el nombre principal, el centro del mundo rockero de los ’70», recuerda Nick Kent. «Cada vez que salía un disco suyo nos sentábamos a escucharlo y a preguntarnos: ‘¿Qué está diciendo David?’, del mismo modo en que antes lo hacíamos con Bob Dylan». Kent remata diciendo: «Uno no hace esas cosas con Coldplay».
A partir de entonces, Bowie se convirtió en un artista-faro para distintas generaciones. «Era un portal hacia toda clase de mundos. Nosotros llegamos a Bertolt Brecht a través suyo», confiesa Bono, el cantante de U2. (El título mismo del álbum de Ziggy es lo que hoy los pibes llamarían «una referencia», en este caso al musical de Brecht-Weill Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny.) «También —insiste Bono— nos puso en contacto con uno de los más grandes letristas de la historia, el belga Jacques Brel». Durante una de sus encarnaciones pre-Ziggy, cuando todavía consideraba una carrera como cantante tradicional, Bowie solía interpretar en vivo una versión de Amsterdam de Brel, en perfecto francés. Una de sus canciones favoritas era otra de Brel, que se llama La muerte: «La muerte me espera en una cama grande / tendida con las redes del olvido… / ¿Pero qué hay al otro lado de la puerta? / ¿Quién me espera allá? / Ángel o demonio, qué importa / Delante de la puerta estás vos».
Bowie se convirtió en el artista ideal para la cultura de masas: un crisol donde se fundían múltiples influencias para dar lugar a una obra nueva, que de todos modos no impedía identificar los materiales originales. Durante mucho tiempo usó la técnica burroughsiana del cut-up para escribir letras —tomar frases ajenas y recombinarlas, de modo de arrancarles nuevos sentidos—, lo cual vendría a ser la variante literaria de lo que también hacía en materia musical. Hoy diríamos que sus canciones vienen con hipervínculos.
Préstenle atención a Sufragette City, que antecede al cierre del álbum. Por un lado no puede ser más simple: después de la muerte de Ziggy, todo lo que hay allí es una celebración de la vida rockera, con un protagonista que apenas puede recuperarse de la chica que viene desacomodándole la columna vertebral en la cama. Allí le dice a su amigo Henry que busque otro lado para quedarse porque esta flaca está al caer, y que además no cuente con él para hacerle gancho, porque «no tenés lo que hace falta para pagar el ticket / de regreso de la Ciudad de la Sufragista» — lo cual, entiendo, es una forma de sugerir que esa mina, además de independiente, es muy cara o al menos muy selectiva.
Pero al mismo tiempo, la canción exhibe orgullosamente un rosario de inspiraciones. Hay allí un piano que suena a Little Richard. El ritornello de la expresión «Hey, man», es una cita a los coros de White Light / White Heat de Velvet Underground. En un momento la voz cantante llama a Henry «querido drugo«, lo cual remite al neo-lenguaje de La naranja mecánica. La expresión Wham, bam, thank you, ma’am! que desecadena la coda de la canción, ya había sido usada por el jazzero Charlie Mingus y por los Small Faces en el ’67. (El amigo George Underwood dice que, cuando escuchó la canción en vivo por primera vez, fue él quien gritó esa frase y que Bowie terminó incorporándola.)
«Era un vampiro —concede el manager y publicista Danny Fields—, pero un vampiro bueno. Hacía algo positivo con esa sangre: compartía los nutrientes».
Todavía hoy, disfrutar de la música de Bowie significa acceder además a parte de lo mejor de la cultura del siglo XX. Difícil que un alma curiosa encuentre mejor despegue hacia un trip de potencia alucinante.
Rock and Roll Suicide es el cierre del álbum. Pero además es la última canción que Bowie interpretó en vivo con los Spiders From Mars —de lo cual ellos se enteraron sobre el escenario, con la única excepción de Mick Ronson, que ya lo sabía— y también, ante todo, la primera de sus despedidas dramáticas. Después de matar a Ziggy, Bowie creó al personaje Aladdin Sane, protagonista de su siguiente álbum. El nombre era un juego de palabras con la expresión a lad insane, lo cual significa un tipo loco. Lo cual no dejaba de ser un viaje riesgoso, para el tipo que a cuenta de su historia familiar y de su propia experiencia dudaba de que su cordura estuviese garantizada. Pero Bowie tenía claro cuál era su aliciente.
«No tengo apetito por el pasado», dijo también. «No voy a pasar el resto de mi vida machacando esas canciones que te recuerdan cuando viste a tu esposa por primera vez. Lo que me molesta más que nada es la indiferencia. Durante muchos años, el arte y la música fueron las únicas formas en que podía comunicarme con alguien, mis únicas formas de expresarme apropiadamente. Eran mis válvulas de seguridad. Siempre fui tan tímido, me sentía tan incómodo en las situaciones sociales, que lo más fácil fue contar mis dolores a través de la música. Y si me hubiese topado con una pared de piedra, habría ido a parar a un lugar muy feo, mentalmente. No me molesta ser malinterpretado, lo que no quiero es ser invisible. Nunca podría sentarme en un ático y decir que la audiencia no me importa. Me han acusado a menudo de plagiario, pero aunque me ha influenciado tanta gente, siempre reconocí mis deudas. Esa no es la clase de secretos que guardo».
Cuando pensé que ya no podía admirarlo más, descubrí que lo que le admiraba por encima de todo era la forma en que se despidió de la vida. Asumió el diagnóstico que lo condenaba, no perdió un segundo en boludeces, disfrutó del tiempo restante y de sus afectos, se sacó unas fotos póstumas para dejar claro que ni el cáncer lo había despojado de su elegancia y nos legó su obra más inquietante, ese disco que se llama Blackstar — o sea, Estrella negra. El contexto facilita pensar que es su obra más conmovedora, pero Bowie fue conmovedor siempre.
Poco después de su muerte, el biógrafo Dylan Jones y el ingeniero Ken Scott compartieron una conferencia. Durante ella, Scott les hizo escuchar a todos la pista vocal de Five Years, la canción con la que abre Ziggy Stardust. Cuando el tema llega a su pico más dramático, Bowie empieza a llorar. Está cantando sobre la posibilidad de que el mundo llegue a su fin, y llora. «No se lo puede escuchar en la versión terminada, pero el llanto está ahí», dice Jones. «Y ahora creo percibirlo cada vez que escucho la canción».
Rock And Roll Suicide habla del bajón espantoso que cualquiera de nosotros puede sentir, por las atendibles razones que abundan durante esta vida. Pero también pregona aquella que debería ser la segunda certeza más absoluta de la que disponemos, después de la muerte:
No importa qué o quién has sido
No importa cuándo o dónde viste lo que viste
Todos los cuchillos parecen lacerar tu cerebro
Yo los he sentido también, puedo ayudar con tu dolor
No estás solo.
Y no estar solo, canta Bowie, es wonderful.
Aunque ya no exista, como alguna de las estrellas sobre las que le gustaba cantar, sigue marcando caminos en la noche abisal.
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