Vivimos inmersos en un paisaje sonoro. Todo suena a nuestro alrededor y no siempre somos conscientes de ello. Con el libro Satisfaction en la Esma. Música y Sonidos durante la última dictadura (1976-1983), el periodista y compositor Abel Gilbert se mete con los ruidos, las voces, los discursos y las músicas que conformaron la identidad de la época más oscura de nuestro país.
A través de una investigación minuciosa, basada en material de archivo y una relectura de los testimonios del Nunca más y de los expedientes de los juicios, Gilbert relaciona desde los usos que los torturadores hacían de la música hasta las películas y las óperas realizadas por encargo de la dictadura cívico-militar. Todo, para exponer un ecosistema auditivo del terror.
Estructurado en nueve capítulos con títulos terriblemente familiares, el libro analiza también la apropiación de ciertos términos como “cantar”, para referirse a la “confesión” arrancada con violencia a los secuestrados. “Ese verbo aparece en la tortura ya desde el medioevo citado por Cervantes y es re significado a partir de los manuales de la represión y de la propia experiencia argentina desde el hijo Leopoldo Lugones a la Cámara Federal”, historiza Gilbert.No es lo único que incorporaron los militares argentinos. En el capítulo Ludovico, llamado así por el método de tortura que se puede ver en la película La Naranja Mecánica, de Stanley Kubrick, el escritor estudia el “triple pliegue” del lugar de la música en los campos de concentración. “Por un lado, es usada para acallar los aullidos de las víctimas de la tortura. Por el otro, digamos, para doblegarlas psicológicamente utilizando canciones que habían sido de su propia educación sentimental (ver fragmento al pie de la nota), como temas de Joan Manuel Serrat o Mercedes Sosa, y después como materia para el daño físico a partir del impacto corporal del alto volumen, una práctica que después se va a constituir ya más sistemáticamente en Guantánamo”.
La investigación va entrelazando memorial personal con una indagación académica, realizada para su tesis de doctorado en la Facultad de Periodismo y Comunicación de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). “Siempre hay una preocupación personal cuando uno escribe e investiga. En este caso está vinculada con mi propia experiencia en la adolescencia bajo el terror en el marco de una familia politizada y en cierto aspecto afectada por la Dictadura”.
Las canciones que formaron parte de la juventud de muchos se re significan así también. En el cuarto capítulo, Canción oblicua, se revelan ciertos “indicios del horror” a los que no se les prestaba atención por las dificultades de la percepción que se tenía en 1977. “Águila de trueno es una canción de Luis Alberto Spinetta que tiene que ver con el descuartizamiento del cuerpo de Túpac Amaru en un momento donde la primera definición del desaparecido está vinculada, según las palabras del propio dictador Jorge Rafael Videla, a un cuerpo desmembrado que no se puede reconocer. En No te dejes desanimar, de Charly García, hay una apelación explícita a no dejarse matar en un contexto donde el verbo matar está asociado al argot juvenil de la ponderación, partir de la frase 'mató mil'”.
-¿Para tomar conciencia de que hay un paisaje sonoro que nos envuelve hay que escuchar con atención?
-En principio hay que hacer una distinción entre lo que es oír y escuchar. La escucha presupone un acto más reflexivo y una de las peculiaridades de este trabajo de investigación tiene que ver con que durante la Dictadura por los efectos perceptuales del terror muchas veces se oía más que se escuchaba, especialmente en los tres primeros años. Hay un punto de inflexión en 1979 porque cambian las condiciones de enunciación y políticas, que se profundiza a partir de la derrota de los militares en la Guerra de Malvinas. A partir de allí la escucha tiene otro tipo de lugar. Tomo la categoría el “percepticidio”, en términos del daño a la percepción que provocó el terror y que de alguna manera filtraba la posibilidad de entender los indicios de la violencia que circulaban en las canciones y, por supuesto, también en los sonidos de la represión.
-Se habla mucho sobre el rol de los medios en la dictadura cívico-militar, ¿pero qué papel tuvieron la música y la cultura popular en la construcción del imaginario social que proponía la dictadura?
-Las músicas no pudieron ir más lejos que los esfuerzos de mínima disidencia que expresaba la sociedad civil en los momentos más duros (e inclusive, más blandos) de la represión. Si pensamos que la Multipartidaria se formó en 1981 y después viene la guerra; si pensamos que la primera protesta de gran escala fue el 30 de marzo de 1982, y que sabemos que hubo sí disidencias, micro resistencias; que estaban las Madre Plaza de Mayo como avanzada pero con un repliegue muy fuerte en la sociedad, no le podemos exigir a la música que ocupe el lugar que la misma sociedad no pudo ocupar. Esto se debe, por un lado, al terror y, por otro, al comportamiento de los medios de comunicación. Hay un ejemplo en ese sentido: en enero de 1981, 30 mil personas cantan la Canción de Alicia en el país, de Serú Girán, en La Rural. A la salida del recital la policía reprime. Los medios no dan cuenta de esto; no hay indignación de ningún dirigente político. Esto marca el estrecho límite por el cual funcionaba la cultura popular y el impacto que podría tener, más allá de algunas expresiones en disidencia.
-¿El rock nacional apareció como un espacio de resistencia?
-No creo que el rock haya sido un espacio de resistencia. Es una palabra demasiado importante que tiene una historia que podemos vincular a la resistencia de los maquis durante la ocupación nazi, a las procesos anticoloniales. Creo que hubo disidencias de baja intensidad, pero esto no es un reproche a esa generación de veinteañeros, a veces ni de treinta, sino que es el resultado de las condiciones de posibilidad de expresión marcadas por la violencia y el terror.
-¿Pero con la prohibición de la difusión de música en inglés no surgió en el rock cierta expresión de disconformidad?
-Eso alude más al año 1982, en los finales de la dictadura. También es discutible si el predominio de la música en español antes del 14 de junio fuera una suerte de compuerta abierta para la toma de conciencia de la sociedad porque la experiencia de Malvinas es otro agujero negro en la historia. Creo que hay que comprender los niveles de significación social de los textos escuchados en ese contexto, no los indicios detectados cuarenta años después. La canción sobre Túpac Amaru hoy tiene una claridad supina. No era así en su momento. Y que no lo fuera en su momento no es necesariamente una crítica extemporánea o un señalamiento acusatorio sino una constatación empírica de los límites de la escucha bajo el terror.
-¿Qué aporte crees que le dará el libro a nuestro conocimiento sobre esa época?
-Ojalá el libro pueda contribuir a una lectura en clave sonora y política de la experiencia más traumática de nuestra sociedad y pueda a ser un granito de arena a la construcción de un conocimiento más sólido de cómo funcionaba la percepción en esos años tan oscuros. Sería un enorme halago que existan lectores dispuestos a sumergirse en esa trama tan compleja.
La playlist del torturador
A continuación un fragmento y capítulo del libro de Abel Gilbert, Satisfaction en la Esma. Música y Sonidos durante la última dictadura (1976-1983).
Foto: Adam Jones.
Cuando Ana María Soffiantini fue torturada en la ESMA escuchó de fondo las canciones de Mercedes Sosa. En la “avenida de la felicidad” –el pasillo saturado las 24 horas de luces fluorescentes– los prisioneros esperaban su tiempo de tormento. Ahí “estaba el tocadiscos que se activaba al máximo volumen”. Mario Villani se vio forzado a repararlos, además de las picanas: el Wincofon también se había convertido en instrumento de la guerra contra prisioneros tabicados.
Sara Solarz recuerda haber escuchado dentro de la ESMA la música
de Joan Manuel Serrat. Las voces grabadas del catalán y de Mercedes
parecían volverse contra sus usuarios naturales: si antes habían
contribuido a formar una subjetividad (de Qué va a ser de ti o Vencidos a La carta y Gracias a la vida,
todo un ritual de pasaje, de la despreocupación al compromiso),
resonaban en medio de la desesperanza y la cotidianidad del terror para
destruirla.
Las canciones, en su deriva, eran irrecuperables para las víctimas. “Nada más que escuchar la radio te remite a lo terrible. Para mí fue imposible escuchar una radio durante mucho tiempo… Pasaban todo el tiempo los temas de moda de ese momento… Cuando escucho esas canciones se me eriza la piel”.
No era siempre el azar de la radio y el dial que ordenaba los sentidos sino un deliberado repertorio para el azote y la desmoralización. El carnaval punitivo tenía sus DJ. Administraban formas de la iniquidad y la ofensa, explotaban las posibilidades de la técnica de reproducción mecánica. Diversificaban estilos y géneros. Entendían el valor de la saturación. La “amplitud” de la tortura fue algo más que su dimensión acústica.
Invirtamos el orden de las palabras, desnudémoslas de comillas para hablar también de la tortura de la amplitud.
Liliana María Andrés de Antokoletz recordó durante el juicio contra los marinos que en la ESMA “había música estridente por altoparlantes, tanto para amortiguar el dolor de adentro, como para no dejarnos dormir”. “Se sabía cuándo se torturaba. No se podía salir en esos momentos y el nivel de la música se elevaba. Entonces ahí se escuchaba el ruido terrorífico de la corriente eléctrica interfiriendo las ondas de radio. Se podía sentir la picana como si la tuviéramos nosotros mismos”, dijo José Quintero. A Laura Alicia Reboratti la llevaron al “subsuelo”. Sentada en el piso, el momento de la tortura se le anunció con una “música estridente y gritos”. Nilva Zuccarino fue llevada con los ojos vendados y esposada a un lugar “donde escuchó música a elevado volumen”. Thelma Jara de Cabezas habló de una música “muy fuerte”. Rodolfo Luis Picheni fue llevado a una habitación “muy luminosa” y con música a un “volumen alto”. Era el “sótano”. Al entrar ahí, Carlos Gregorio Lordkipanidse percibió también una música “muy fuerte” y los gritos, entre los que identificó a los de su esposa Liliana Pellegrino y de su hijo Rodolfo.
La ESMA podría pensarse, entre otras cosas, como una distopía lugoniana donde el sonido tenía la fuerza de un arma destructora (la onda “transformada en un proyectil etéreo” de la que se habla en el cuento "La fuerza Omega") que mantenía un contrapunto con la tortura electrificada. Todo con la avenida con su nombre a espaldas (salvo la ubicación en el catastro, esa peculiaridad era común a los demás centros clandestinos de detención). El temprano testimonio de un sobreviviente, citado por la Agencia de Noticias Clandestina (ANCLA) añade una distinción estilística: llegó encapuchado y pudo oír el ruido de aviones. Para llegar al pabellón atravesó una sala muy grande donde escuchó “música moderna muy fuerte”. Días después reconoció ese lugar: “Me llevaron allí para torturarme”. Julio César Urien pudo añadir ciertas precisiones: “El Sótano: había un pasillo largo al fondo, había en ese momento cinco cuartos de torturas, 11, 12, 13, 14 y 15. Después hicieron otros… Había un cartel que decía Avenida de la Felicidad, eso era bien contra el fondo y luego había frente de ese lugar como a un metro un banquito con un aparato tipo Wincofon en donde había siempre el mismo tema de los Rolling Stones. Recuerdo que tenía el bracito levantado para que cuando terminara volviera a caer y tapara con eso los gritos de los torturados”. Ese tema era Satisfaction. Y sonó más de una vez, para goce de los torturadores. “Los Rolling Stones me traen malos recuerdos/ ellos no saben que Satisfaction lo pasaban en el sótano de la ESMA mientras torturaban para que no oyéramos los gritos/ durante mucho tiempo no pude escuchar ese tema, ahora prefiero no hacerlo”.
Lo que se suponía entonces era que la economía de los decibeles forma parte de un dominio específico. Ese coeficiente de intensidad distinguía en especial al rock (y otras corrientes experimentales de las que se nutría); eran, además, los rasgos más aborrecidos por sus detractores. El sentido de esa “potencia” que escupían los parlantes formaba parte de un proceso de negociaciones sociales y contextos culturales. Una comunidad de músicos y oyentes acordaba el valor positivo de un parámetro que también podía provocar reacciones de incomodidad. En una carta a la redacción de la revista Expreso Imaginario –un importante referente de la prensa rockera y contracultural– publicada en febrero de 1977, el escritor Ricardo Feierstein, que por entonces tenía 35 años, le cuenta a la redacción su experiencia en la presentación del primer disco de La Máquina de Hacer Pájaros.
“Estuve en el (Teatro) Astral, en el recital de Charly García. Aclaro que mis conocimientos musicales son menos que elementales y de allí que no pueda juzgar críticamente el recital (aunque pude advertir con cierta claridad, en una de las composiciones, compases enteros de Bach, de un sher judío, de una machinha brasilera y de un boggie-boggie clásico, mezclados, ecualizados, sonorizados y transformados con toda la parafernalia de la técnica aplicada a deformar –o ampliar– los sonidos); pero sí puedo señalar, humildemente, que el nivel de decibeles existente en el teatro –hecho confirmado por un especialista en acústica que me acompañaba– no solo impedía escuchar la melodía, entender la letra (es un verso gastado eso de que la voz humana es solo un instrumento más) o siquiera memorizar algún compás, sino que atentaba directamente contra la salud auditiva de los concurrentes. Parecía claro que un par de horas más sin interrumpir el recital equivaldría a una delicada forma de tortura dañando seriamente los tímpanos e incluso inutilizándolos. No quiero decir con esto que nada sirva sino que el uso exagerado de la técnica, con los parlantes o reproductores y ecualizadores cada vez más grandes y potentes, termina por anular el mensaje”. La analogía podía formar parte del discurso social. Ese mismo año, el rostro de Charly acompañaba la publicidad de un costoso equipo de audio en el que se ponía en valor la intensidad del momento de la escucha. “A mí me precupa el sonido, la libertad de la imaginación. Mi música es una provocación para conocer las fronteras donde todo es posible. Para mí los límites están siempre más allá. Mis amigos son los que buscan lo mismo. Al escuchar un equipo Turner sentí que estaba entre mis amigos”.
Pero la música no ocurre por sí sola, “es la que hacemos, y qué hacemos de ella (Nicholas Cook)”. El empleo concentracionario de los volúmenes “estridentes”, “terroríficos”, “muy fuertes”, “ensordecedores”, según las propias definiciones de los cautivos, nos enfrentan a esa paradoja brutal y resbaladiza. Suzanne G. Cusik la advirtió en su alcance al denunciar las aplicaciones sonoras en las prisiones de Guantánamo y Abu Ghraib por parte de la administración de George W. Bush y en el marco de la llamada Guerra contra el Terror lanzada después del ataque contra las Torres Gemelas, el 11 de septiembre de 2001. Las reflexiones de Cusik habilitan una “escucha” retrospectiva de lo sucedido en la Argentina y ayudan a problematizar la involuntaria relación de espejos entre las salas de castigo y los auditorios. La musicóloga norteamericana habla de las “inquietantes resonancias” entre la “estética implícita” de los teóricos de la “tortura sin contacto” y el paradigma compartido por un variado rango de discursos musicales desde fines de los años sesenta especialmente, una cultura que formó su sensibilidad y la de quien escribe (yo).
La práctica de aquella teoría convirtió a la música en una suerte de acción órfica invertida: más que ser domesticadas por sus efectos, como dice el mito, las bestias la pusieron al servicio del instinto de muerte. Cusik encuentra dos elementos perturbadores. Uno, la dilución de las distinciones entre sonido y música, una cualidad que “muchos compositores, músicos y académicos” resaltaban como parte del continuum acústico. Los “actores del Estado” parecen (y parecían) tener muy clara la idea de que la “música”, con todas sus marcas culturales, “es menos importante que el poder del sonido en sí mismo”.
Esa fue una de las particularidades de la psicodelia a medida que la composición y el uso de los estudios de grabación se intersectaron con las drogas lisérgicas (que habían sido utilizadas con fines militares antes de su llegada al rock), y en especial de Pink Floyd mientras funcionó bajo el liderazgo del extraordinario Syd Barrett, autor casi por completo de un The Piper at the Gates of Dawn (1967) que se demoraría unos años en ser apreciado y absorbido en Buenos Aires. “La banda no tocaba música, tocaba sonidos. Olas y paredes de sonidos, muy diferente de cualquier cosa que se hubiera tocado antes en el rock’n’roll. Eran como la gente de la música culta, no popular, experimentando salvajemente con el sonido. John Cage había hecho algo como eso. Y de repente allí estaban esos jóvenes estudiantes de arte, y tocaban la cosa más demencial. Volaban la cabeza de un montón de gente”.
La reivindicación de una materialidad primal y estruendosa está presente luego en un variado abanico de estilos que va desde Led Zeppelin a Lou Reed (su Metal Machine Music, de 1975), el “industrial noise” y cierta “drone music”. De hecho, el guitarrista de Zeppelin, Jimmy Page, fue entrevistado en 1975 por el escritor William Burroughs, una de las figuras señeras de la contracultura. La conversación fue publicada en la edición de junio de ese año en la revista Crowdaddy. Entre los temas que abordaron figuró el de los efectos usados en los conciertos para provocar el trance. Burroughs le habló entonces del infrasonido, aquel que está por debajo de los 16 Hertz, y no puede ser escuchado por el oído humano. Le contó entonces la historia de un científico que lo había desarrollado como un arma de guerra que podía “matar a cualquiera en un radio de cinco millas, derribar paredes y romper ventanas”. En virtud de su fuerza vibratoria, “se pueden sentir todos los órganos de su cuerpo rozándose entre sí”.
Sotano de la ESMA. Foto: Adam Jones.
Dice Juliette Volcler que en plena Guerra Fría, los investigadores y militares se interesaron en los infrasonidos por su capacidad de entrar en resonancia con frecuencias del propio cuerpo. Este potencial dañino fue descubierto por el acústico francés Vladimir Gavreau, quien manejaba el Laboratorio de Mecánica y Acústica (LMA) del Centre Nacional de la Recherche Scientifique (CNRS), en Marsella. Un día de 1967, Gavreau estaba en su estudio con su colaborador, Albert Calaora, cuando, de repente, se sintió descompuesto. La cabeza parecía salirse de su cuerpo y explotar. La sensación era insoportable. Gavreau detectó la presencia de un sonido de 7 Hz que venía del sistema de ventilación. Esa era la fuente de los trastornos. “La intensidad del infrasonido era tan fuerte que todo vibraba”.
Gavreau intentó diseñar una máquina que pudiera emular lo que había surgido de un error. Incluía 74 tubos de órgano incrustados en concreto y activados sincrónicamente. Luego construyó un instrumento que llamó “pistola acústica”. Sus frecuencias de 196 Hz a 160 db generaban una “dolorosa resonancia” en los cuerpos. Más tarde armó otro artefacto que emitía una frecuencia de 37 Hz y que hacía vibrar todo. Su uso hizo ladrar a los perros del vecindario. Cundieron rumores inverosímiles. Pero, después, no se realizó ningún experimento más en Marsella. La comunidad científica, de otro lado, siempre dudó de las conclusiones de Gavreau. El desarrollo de las armas infrasónicas no fue nunca fructífero, pero dejó esa estela misteriosa. Lo que el complejo militar desechó pudo reciclarse en el mundo espectacular. Burroughs lo intuyó. De acuerdo con Juliette Volcler, si bien el narrador se tomó ciertas libertades con el experimento de Gavreau, vio correctamente las posibles explotaciones de las bajas frecuencias por la industria cultural y también, sin duda menos conscientemente, por la religión”. El autor de El almuerzo desnudo no creía que el infrasonido deba ser necesariamente dañino o desagradable. Burroughs contó en ese texto que Page se interesó mucho en lo que le había relatado. “Quizás el infrasonido podría agregarle una nueva dimensión a la música de rock”.
Para Cusik, los interrogadores formados en los manuales de la CIA –cuyos protocolos, desde la Guerra Fría a la Guerra contra el Terror no hicieron más que sofisticarse– “comparten” con las alteridades contraculturales e incluso saberes académicos “la noción de que escuchar música puede disolver la subjetividad, llevando a la persona a un estado paradójico que es simultáneamente una experiencia altamente corporeizada y descorporeizada, en la intensidad con que la música hace que uno olvide elementos importantes de la identidad propia, y se pierda la noción del tiempo trascurrido”. La influencia de las culturas hindúes, el “phasing” minimalista, la implosión de la misma temporalidad reivindicada por las corrientes post cageanas y las búsquedas de un mundo de ensoñación que arrancara al oyente del presente estaban a la orden del día en el tránsito entre los años sesenta y setenta. Incluso “las prácticas e ideologías de la escucha de la música clásica sugieren que tal éxtasis inducido por la música es producido por la intensa atención”. Un reciclaje de lo sublime musical. Lo que le lleva a Cusik a preguntarse si esa noción sobre la escucha, “propagada en universidades de élite de los Estados Unidos (incluyendo aquellas bajo contrato con la CIA) en la segunda mitad del siglo XX” pudo haber influido a los arquitectos de la “tortura sin contacto”.
Alcanza con revisar cierta jerga periodística de la Argentina bajo dictadura para acercarse a una respuesta a ese interrogante. “No es música fácil, que pueda tararearse luego. Es energía transformada en ceremonia”, dijo Miguel Grinberg en el diario La Opinión sobre la presentación de Crucis en el Teatro Coliseo el 20 abril de 1976. “Consignar la fecha de este concierto es importante, pues señala irreversiblemente el advenimiento de una nueva época para la música joven en la Argentina”. Los integrantes de Crucis, dice, “son jóvenes inmersos en el universo eléctrico sobre el que Marshall McLuhan ha escrito varios tratados reveladores. Todo ciudadano de hoy, lo sepa o no, viene incrustado en un circuito donde los cerebros, los mass media, las computadoras y satélites de comunicaciones vibran a la par de millones de instrumentos electrónicos que en casi todas las naciones del planeta desarrollan un lenguaje todavía no asumido por las multitudes”. Grinberg se pregunta finalmente: “¿Sería electroson tal vez el término adecuado para bautizar esta creación que sitúa a la música joven –audazmente– en el territorio de la experiencia psíquica?”. En su anuario de diciembre de 1976, Pelo celebra también el poder de la materialidad en su informe sobre sintetizadores: “La electrónica es un arma que permite al músico contemporáneo –ya sea de rock, jazz, clásico o cultor de cualquier otro estilo– expresarse creativamente en modos ni siquiera sospechados antes”. En ese mismo número se promocionan los parlantes, ecualizadores y guitarras de casa DIMI como “los poderosos del sonido”.
Las escenas paralelas en las que circulaba la música “a todo lo que da” no presuponen que compartan un código ético. Azarosa coexistencia. Nada de eso intuían los grupos de rock como Crucis, La Máquina o Invisible cuando, a todo volumen, hacían cimbrar un estadio como el Luna Park (especialmente con Perdonado), y menos podían saberlo Raúl Cubas en la ESMA o cualquiera de los cautivos sometidos a la violencia sonora. Cubas fue torturado el día de su cumpleaños, un 24 de octubre. Lo supo porque le desearon “felicidades”. Tuvo la impresión de que eran varias las personas que entraban al “sótano”. Pero “debido a la música ensordecedora que utilizaban para cubrir los gritos de la tortura”, le fue muy dificultoso captar en su totalidad la situación que estaba viviendo. Había perdido su capacidad de comprender el entorno.
ElDiarioAR
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