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Nuestro Mozart

En el cumpleaños 73 de Charly García, celebramos con la republicación de la nota por sus siete décadas, fruto de la generosa pluma de Carlos Polimeni y la lente certera de Gastón Vera. Publicada originalmente el sábado 23 de octubre del 2021 en la Revista Hamartia #36, edición papel.

Por Carlos Polimeni

 

¿Quién por poco dinero te supo hacer feliz
y fue amigo de tus hijos?

Charly García en Boletos, pases y abonos

Fue Carlos Alberto, Carlitos, Carlos, Charlie, Charly, y García, a secas. Fue gato de metal, perro andaluz, canciones para jirafas en un mundo de enanos, explorador de un mundo de dinosaurios que un día desparecerán. Fue claro y oscuro, coherente y contradictorio, valiente y cobarde, fue víctima y victimario, enfermo y enfermero, poético y pedestre, perseguido y perseguidor, niño mimado y hombre abandonado, tóxico e intoxicado, ángel y predicador, Peperina escrachada y Alicia en el País de las Inmundicias. Nunca quiso ser ejemplo, pero su obra resulta ejemplar. Más allá de la estrella de rock que logró ser, la versatilidad de su talento se parece a las de aquellos artistas plásticos que pintándose a sí mismos, reiteradamente, lograron frescos con destino de clásicos. Al pintar la aldea de su personalidad, pintó el universo, Carlos Alberto Tolstoi García Moreno.

En este raro octubre de 2021, las primaveras ya no son lo que solían ser y la gran música a veces parece al costado del camino, García cumplirá 70 años casi que retirado del ruido de la vida pública, que a veces desafina y se convierte en un carnaval hiriente para las personas de oídos sensibles. No es que haya dejado de componer canciones o de tener proyectos, sino que ha ido apartándose del centro de una escena sobre la que reinó durante muchos años sin necesitar de súbditos, aunque los tuvo a granel. La grandeza de Charly no está en el personaje a lo Oscar Wilde que hace años se devoró a García Moreno, sino en sus cincuenta años de canciones que llenaron de capítulos inolvidables la banda de sonido de la vida de millones y millones de personas en el mundo hispanoparlante.

La canción sin fin que propuso cobra un sentido final, ahora que el éxito parece medirse por likes, y que el autotune nivela para abajo, tuneando las voces hasta degenerar a una generación de gente que tiene canutos en las orejas y ojeras en los canutos. Y, lo que es peor, a veces ni siquiera se da cuenta de que están vendiéndole gato por liebre, con su complicidad. Las canciones, amigues, tienen melodía, armonía, ritmo y letra. Además, hay que tocarlas bien y arreglarlas como corresponda, aunque esto parezca un concepto del siglo XVIII. Hace años que la no industria fabrica cantidades industriales de canciones rengas, y hasta hemipléjicas. Un mundo de tomate sin gusto a tomate, de periodistas sin periodismo, de continentes sin contenido, en que la sal no sala y el azúcar no endulza, de marketing de la estupidez, de canciones sin música, de sonidos para video clips, de palabras sin sentido, de sonidos achatados y repetidos, de arreglos ominosos para gente sombría a la veleta, orgullosa de no haber salido nunca de la infancia del buen gusto.

Charly, como ocurre con contados artistas en el mundo, no necesita de panegíricos, aunque el Estado argentino debería brindarle un homenaje magno en el momento en que corresponda, a la espera del monumento con que algún día deberá honrarlo, saltando todo protocolo. Pero mientras le pedimos peras al olmo y no comemos mandioca, García tiene un monumento en nuestros corazones, como el querido amigo Pipo en una canción temprana de Moris. En su condición de músico que ha brillado como autor, compositor, intérprete, arreglador y productor ha hecho por los oídos del público mucho más que miles de profesores de música de millones de establecimientos educativos: ha inoculado buen gusto beatle en dosis homeopáticas a las generaciones que crecieron escuchando canciones de un género muchas veces bizarro, en que conviven los flautistas de Hamelin con los predicadores del vacío, los campeones del volumen con los apólogos de la desafinación, las sectas mesiánicas con los que aprendieron a abrir las compuertas de la percepción, los altaneros dueños del éxito con los artesanos que hicieron maravillas, pero en un mismo lodo todos manoseados. Lo ha hecho bancando, incluso, la envidia de sus detractores, aquellos que, desde el principio, cuando todo era nada, no le perdonaron su talento innegable, acusándolo de ablandar un género que en realidad engrandeció: Argentina sería Brasil si el rencor tiñera las pieles.

“Es un provocador ante todo, un niño en cuerpo de hombre, los ojos pícaros, la actitud maldita primero, la destreza del pensamiento, y esa capacidad para que todas las fuerzas, o su gran mayoría, jueguen a su favor”, pensó Fito Paez, desde la admiración del conocimiento profundo, con las certezas del que sabe en carne propia que el don de la música resulta para algunos seres humano un látigo implacable. “Es Astor, es Ure, es Discépolo, es Gardel, es Leguizamón, es Osvaldo Lamborghini, es (Horacio) González, es Macedonio, pero sobre todas las cosas es Charly, esa máquina imparable del genio sin límites en funcionamiento”, sumó Paez. Es decir, es nuestro Mozart, es Picasso, es Baudelaire, es Buñuel, es Wilde, es Kafka, es Van Gogh, es Chaplin, es Fellini, sólo que nos ha faltado distancia y tiempo para asimilarlo, tan colonizados que estamos por nuestro amor eterno por lo ajeno y nuestras alarmantes cegueras para con los propios. Desde esta perspectiva, la del sur de todas las cosas, García y Luis Alberto Spinetta dejaron la vara tan alta para la música con instrumentos eléctricos del último medio siglo que, por una vez, da vértigo mirar hacia arriba. Pasa lo mismo con Gardel-Le Pera, Troilo-Manzi, Cobían-Cadícamo, Leguizamón-Castilla, Ramírez-Luna, Isella-Tejada Gómez, Falú-Dávalos y Lennon-McCartney.

Mucho más que abuelo de la nada o padres de los piojos, García es el tío de todos: conectó la música de conservatorio con el sonido del pop made in Londres, los primeros sintetizadores con el tango de la era Piazzolla, los malambos de la vida con la profundidad existencial de Atahualpa Yupanqui, las vanguardias enloquecidas del bebop con el Himno Nacional Argentino, la estética de Jackson Pollock con Crist y La Máquina de Hacer Pájaros en la época dorada de la revista Hortensia, la voz operística de Mercedes Sosa con capas y capas de producción sonora, las castañuelas atormentadas de Lolita Torres con el acento lorquiano de Alfredo Alcón, la rebeldía de los sesenta tardíos con los sueños del cielo por asalto de los setenta tempranos, el dandismo voyeurista de los optimismos ochentosos con el decadentismo de la trampa de los noventa, el coqueteo vampírico de la juventud por siempre con el topetazo frontal contra los ladrillos de las paredes que ayer se levantaron, la alcurnia de Steely Dan con la decadencia del “¡aguante!”, la denuncia a los torturadores mientras otros callaban a gritos con el silencio de stampa cuando se topó con el vacío de la vida desestimulada, las clases de política que tomó con Ismael Viñas con la prédica ácida de Timothy Leary, Prince con Debussy pasados por el melodismo de Mariano Mores, la claridad de las mañanas del hipismo con las noches atormentadas de los estados alterados. Nadie podrá decir con mayor autoridad que siendo genial resultó un típico ser en la ruta del tentempié, pero siempre será al ñudo hablar de él en pasado. Las mejores canciones de Charly, incluso las más antiguas, suenan en un presente continuo, nacieron clásicas, aún las que soñaron ser vanguardia. La entrada es gratis, la salida veremos. El barroco argento puede dejarte sin aliento, otra que Jean-Luc Godard.

He escrito sobre Charly artículos de todo calibre para numerosos medios, capítulos de libros, ensayos más o menos iluminados, programas para sus conciertos, textos para los cuadernillos de sus obras discográficas casi completas. Lo he entrevistado en numerosas ocasiones, a veces en situaciones que parecían terminales. Conservo su voz en grabaciones escalofriantes y/o graciosísimas. He visto su departamento antes y después de los incendios, las reformas estéticas a puro aerosol herido, el abandono programado, las internaciones por la fuerza, las reacciones de un sector de la sociedad que se cree culta, pero solo consume novedades, convirtiéndose en rehenes del sistema que necesita tentar y vender para subsistir. Recuerdo sus salas de grabación, los músicos que pasaron por sus bandas, los estudios en que registró temas inmortales con la velocidad de un rayo que se quema mientras amonesta al mundo con su fuego. Lo he visto herido y herirse, sangrar y llorar, armar y destruir, pegar y ser golpeado. Conduje, porque él me eligió, un especial de televisión sobre su trayectoria, cuando brillaba con luces que encandilaban. Aun así, conociendo el perfume de su vida, hay algo suyo que me será siempre difícil de transmitir sobre la dimensión del sacrificio en pos de una causa noble, esa especie de oda permanente a un mundo mejor que construyó con una genialidad emancipada de todos los frenos de la prudencia. Esas experiencias personales que buscan eco en las multitudes que Luis Alberto sintetizó en La Montaña: "Corran a los techos, ya llega la aurora".

Hoy que le sacan fotos por la calle como una celebridad en el otoño de su existencia, o difunden en las redes los videos de sus tristes fiestas tristes de fin de año, todos deberíamos recordar que García vivió más vidas que las que caben en las vidas de los humanos más prodigiosos, y que lo hizo jugando los trucos del equilibrista sobre el vacío de una sociedad que sataniza y persigue a los desobedientes, después de exponerlos y alabarlos cuando conviene y abandonarlos cuando molestan demasiado. Que primero te menemiza y luego te manda al bobero. O te sodomiza y después te pone babero. La que premia al autor de La Grasa de las Capitales convirtiéndolo en un personaje del año de la revista Gente. El problema no es llegar a viejo, aunque tratándose de él parezca un milagro. El problema es convertirse en un viejo de mierda. Y estamos rodeados de viejos vinagres, todo alrededor. Pocos fueron al choque contra su clase como aquel chico que a los 14 se recibió de profesor de piano en un conservatorio de Barrio Norte, alterando con sutileza el Chopin de la partitura para colar los colores iniciales de dos jóvenes compositores de Liverpool. El oído absoluto que le descubrió Eduardo Falú en el living de la casa de sus padres acomodados es apenas un detalle de color: el fresco completo de su vida tiene la dimensión del Guernica, una obra perturbadora que muestra la lucha de la pulsión de vida de un genio que se negó a ser maldito y quiso la popularidad contra la fragmentación de una psiquis bombardeada por los nazis. Fausto, pero nunca Papetti.

¿Por qué, más de 400 años después de la muerte de Miguel de Cervantes, el Quijote de la Mancha sigue siendo un auténtico súper héroe universal? Ante todo, porque sabemos desde el principio que fracasará en el intento de matar con sus armas elementales a esos gigantes disfrazados de molinos de viento, pero nos sigue conmoviendo su santa inocencia, su obcecada certeza respecto a que lo importante es ir al frente con estilo. La mediocridad para algunos es normal, la locura poder ver más allá. Al lado del esfuerzo de los Quijotes por alterar el mundo de los cuerdos, aunque el esfuerzo se lleve puestas sus vidas, todos somos Sancho Panza, humildes comentaristas de la vida ajena, pueblerinos incapaces de ejercer el mismo coraje de aquel que se cree montando en el mejor caballo de la galaxia cuando apenas tenga un modesto Rocinante. Somos del grupo Los Salieris de Charly, le robamos melodías a él. Por eso, los hijos de los hijos de los hijos de nuestros hijos se preguntarán un día: ¿será cierto que mis tatarabuelos vieron jugar a Maradona y fueron a un concierto de Charly García? Nunca sabrán quienes gobernaban cuando estos monstruos edificaban con total normalidad cosas completamente anormales. Diego se convirtió en música el 25 de noviembre de 2020. Charly, en cambio, sigue gambeteando ingleses.

Carlos Polimeni




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Gandhi, Tous les hommes sont frères, Gallimard, 1969, p. 235.