El 4 de agosto escribí un poema para la búsqueda, el 20 de agosto otro como plegaria. Hace bastante no rezaba, es decir, hace bastante que la desolación no me invadía hasta romperme para volver a llevarme a este lugar de súplica. Escribo y leo una y otra vez “Santiago Maldonado está desaparecido desde el 1 de agosto”. Así empieza casi todo para mí desde hace 30 días, pego carteles en puertas donde suelo pasar habitualmente, a veces o a las que nunca había visto. Desde que Santiago no está, el mundo cambió. 11 de agosto en Plaza de Mayo, tomé el tren como siempre, todas las estaciones eran iguales. A todas les faltaba Santiago, en todas me dolía, quizá como si una parte de mí hubiese creído lo que dijeron de él: que se había ido por ahí y que mágicamente iba a aparecer. Pero sé que Santiago no se fue por ahí, porque nunca tardó más de un par de horas en contestar un mensaje. No es que les crea, que no se equivoquen los siempre dueños de espejitos de colores y cajas de música. No l