“Volverán banderas victoriosas”, cantaban los falangistas españoles: han vuelto finalmente. No se le ha satisfecho la petición a un anciano venerable del que veíamos una foto exhibiendo el siguiente cartel: “Nato sotto Mussolini, non vorrei morire sotto la Meloni. Che Dio ci aiuti”. O sea: “Nacido bajo Mussolini, no me gustaría morir bajo Meloni. Dios, ayúdanos”. El fascismo resurge y lo hace sin repetirse, porque nunca lo hace la historia. El hecho de que no se repita lleva a algunos a rechazar con vehemencia que se asigne a Meloni, a Orbán, a Le Pen, a Abascal, la etiqueta grave de fascistas. Es noble su intención: no frivolizar con quienes construyeron campos de exterminio para borrar al pueblo judío, al gitano, a los homosexuales, a los discapacitados, a las izquierdas todas, de la faz de la tierra asignándoles la misma etiqueta que a estas nuevas ultraderechas entre cuyos planes los hay tenebrosos, pero no se cuenta el de volver a poner en marcha las duchas de Zyklon B. Pero esta prudencia olvida un aspecto crucial: Mussolini, Hitler, tampoco comenzaron su carrera de concurrentes a elecciones democráticas anunciando que las pondrían en marcha.
La comparación con el fascismo histórico que permita discernir si las nuevas ultraderechas merecen la misma etiqueta debe confrontarlas, no con el final, el desenlace, la traca final de aquel, sino con sus inicios; aquellos de los cuales nos hablan libros como El nacimiento de la ideología fascista, de Zeev Sternhell, o La llegada del Tercer Reich, de Richard J. Evans. Asistimos a los inicios de algo, sea cual sea su nombre, y es en los inicios de aquello que debemos fijarnos, despejada la mirada del velo de una memoria antifascista hollywoodiense, obsesionada con la Shoá y la Segunda Guerra Mundial. No hay películas sobre las campañas electorales del NSDAP weimariano; sobre Hitler vistiendo traje y corbata y enunciando discursos moderados para tranquilizar a los empresarios y las élites biempensantes de Alemania, sobre los gambitos propagandísticos del Goebbels que entendió, mejor que nadie en aquellos años, la potencia de la radio, la utilidad del avión (Hitler alquilaba una avioneta y volaba, en campaña, por toda Alemania, dando varios mítines al día) o la conveniencia de pergeñar discursos diferentes para colectivos distintos (antisemitismo aquí, pseudoobrerismo allá, orden y seguridad acullá…), y más tarde se reiría de “la estupidez de la democracia”:
“Siempre será uno de los mejores chistes de la democracia el que proporcionó a sus enemigos mortales los medios por los que fue destruida. Los dirigentes perseguidos del NSDAP se convirtieron en diputados parlamentarios y adquirieron con ello la inmunidad parlamentaria, asignaciones, billetes gratuitos para viajar. Pasaron así a estar a salvo de la intervención policial, pudieron permitirse decir más que el ciudadano corriente y, aparte de eso, tuvieron pagados por el enemigo los costes de su actividad. Se puede obtener un magnífico capital a costa de la estupidez democrática. Los miembros del NSDAP comprendieron eso inmediatamente y les produjo una enorme satisfacción”.
Entre el fascismo de 1922 y el de 2022 hay la misma diferencia que entre una ópera de Wagner y Juego de tronos: mucha, y a la vez poca. El posmofascismo –etiqueta que robamos a Ana Fernández-Cebrián y Víctor Pueyo– no sucede a una Gran Guerra; su tiempo no es el que acaba de inventar el avión, sino los smartphones; no es la potencia de la radio lo que los nazis de hoy entienden mejor que nadie, sino la de los hilos de Whatsapp; no habitan una era que persiga la Gesamtkunstwerk, la “obra de arte total”, en los teatros, sino en las plataformas de televisión; pero, salvadas esas distancias, el encefalograma de estos y de aquellos fascistas, de los integrantes de la Marcha sobre Roma y los del asalto al Capitolio, es el mismo. Hoy se sueñan Daenerys Targaryen, redentores de un continente decadente y dividido con fuego de dragones, y entonces se soñaban Parsifal. Hoy claman contra la tiranía progre a la vista de la los elfos negros de Los Anillos de Poder; entonces atacaban a Otto Klemperer por una reinterpretación de Tannhäuser que consideraban una “corrupción de Wagner” y una afrenta a la memoria del compositor. Se han adaptado a los tiempos igual que otros movimientos políticos –la socialdemocracia, el liberalismo, el conservadurismo, el comunismo– que también son muy diferentes de sus versiones de hace cien años, sin que organicemos congresos académicos para dictaminar qué nueva etiqueta darles. Llamamos comunista a Stalin, a Enver Hoxha y a Enrico Berlinguer; no hay menos distancia entre Stalin y Enrico Berlinguer que entre Giorgia Meloni y Benito Mussolini. Los fascistas de hoy tomarán el poder de forma más lenta que sus ancestros de hace una centuria simplemente porque el Estado era entonces considerablemente más pequeño y menos complejo, y la toma del poder en cualquier sentido, por tanto, más fácil. El Estado, hoy, se toma de otra manera: más cuidadosa, más despaciosa, más paciente. La diferencia entre subir en el día un pico alto y exigente, pero de desnivel moderado, y echar quince días en ascender un ochomil.
Hay, por supuesto que lo hay, fascismo posmoderno. Acusar a alguien de posmoderno en 2022 es tan absurdo como afearle a un habitante del año 1235 su condición de medieval. El posmodernismo no es una ideología: es la lógica cultural del capitalismo tardío; el agua en la que todos –y los acusados tanto como los acusadores– nadamos, respiramos, comemos, nos peleamos. Nadie puede ser no posmoderno bajo la égida de la posmodernidad. ¿Lo hay más posmoderno que el asalto al Capitolio: invasión líquida, desarticulada, de fascistas fragmentarios, movidos por relatos dispares, por imaginarios distintos, unidos, sin embargo, en un happening espontáneo, pergeñado por Internet, unidad de los variopintos, vindicación de una diversidad de tenebrosidades; un Día del Orgullo Maligno? No llamar fascistas a quienes admiran y se hermanan con quienes –Fidesz, Ley y Justicia…– anulan la separación de poderes, proclaman las bondades de la democracia iliberal, condenan a historiadores críticos, crean zonas libres de LGTB o cantan las alabanzas de la nación milenaria recuerda al jefe Wiggum que, en aquel capítulo de Los Simpson, recibe por radio la orden de apresar un Studebaker marrón de 1936, lo ve pasar por delante y dice –se dice–: “Meh, ese era más bien color borgoña”.
Pablo Batalla Cueto - Historiador, corrector de estilo, periodista cultural y ensayista. Autor de 'La virtud en la montaña' (2019) y 'Los nuevos odres del nacionalismo español' (2021).
Comments
Post a Comment