El presidente que hace apenas meses hablaba de su reelección se terminó desprendiendo de dos de sus ministros (tres si se cuenta la digna renuncia de Gómez Alcorta a una mediocre gestión) de más confianza en circunstancias que aun no han sido del todo aclaradas, o sí: en las mismas condiciones de debilidad política con las que tuvo que desprenderse antes de Guzmán y Kulfas, tras haberlos sostenido contra viento y marea. La pregunta ahora no sería tanto quien los reemplazaría (ya se conocen los nombres) sino para que, y en el caso de Claudio Moroni, como fue posible que semejante esperpento llegara a ministro de Trabajo de un gobierno que asumió habiendo ganado las elecciones en nombre del peronismo; y como fue posible que se lo sostuviera en el cargo durante las tres cuartas partes del mandato presidencial de Alberto, cuando su única política laboral fue consentir la flexibilización laboral de hecho, afirmar que el salario digno es "el que las empresas pueden pagar", o eliminar aportes patronales con la excusa de que así se crea empleo.
La respuesta, claro -al menos desde nuestra óptica- es bastante sencilla: estaba en el gabinete para completar el juego de pinzas de la "neodhualdización" del modelo de salida exportadora con salarios baratos en dólares que también conformaban los idos Guzmán y Kulfas, para beneplácito de la UIA y la AEA.
De modo que, como sucede en cualquier cambio en el gabinete de este gobierno, en la medida en que no exista la decisión política de cambiar la orientación general, los nombres son fungibles y -sobre todo- consumibles: hasta el mismísimo Carlos Tomada o Héctor Recalde (por mencionar dos nombres gratos al paladar kirchnerista) no tardarían mucho en convertirse en otros Aníbales Fernández bajo los efectos del rayo albertizador, si se los convocara al gabinete.
La conclusión también es clara en el caso del Ministerio de Desarrollo Social (de donde Zabaleta huyó para intentar retener la municipalidad de Hurlingham poniéndola a salvo de la debacle electoral posible en éste contexto), cuyas políticas se reducen en esencia a administrar el suministro de recursos estatales a las orgas gerenciadoras de la pobreza, en la creencia de que así se le inyectan votos a la anemia electoral del albertismo nonato (y pasado a mejor vida por los acontecimientos), y se recluta "fuerza propia para ganar la calle".
Todo tan mediocre que espanta, por lo que no debe sorprender que el presidente haya pensado para ese rol en la esposa del dueño del departamento donde vivía antes de mudarse a Olivos: quizás no haya mejor síntesis de los límites políticos reales y concretos del "albertismo" al que algunos se subieron con entusiasmo cuando diagnosticaban por vez un millón el ocaso definitivo de Cristina y el kirchnerismo.
Véase incluso que entre la danza de nombres que circularon no se mencionaron candidatos provenientes del Frente Renovador (del cual venía el antecesor de Zabaleta, el agarrador de sandías invisibles Arroyo que se fue igual, sin pena ni gloria), porque Massa no necesita acrecer su participación en el gobierno, desde que le han dado directamente el timón, para hacer lo que le plazca. O lo que les plazca a los bancos, la Mesa de Enlace o la UIA, para ser más precisos.
De hecho, hasta el instante antes de su renuncia, Zabaleta pugnaba por salvar de las tijeras de Massa un bono para los sectores más golpeados por la inflación en alimentos, a financiarse con una parte del producido de los presuntos mayores ingresos fiscales por el incremento de las exportaciones como consecuencia del "dólar soja". Que Zabaleta se haya ido del ministerio sin que se sepa siquiera su fecha de cobro o su importe concreto (cuando sí se conocen las cifras concretas de lo transferido por el Estado a los exportadores con la devaluación selectiva), dice bastante del contexto general de la gestión.
En síntesis, estamos en el peor lugar, en el peor momento. Del gobierno ya no se pueden esperar soluciones porque no es cuestión de nombres sino de políticas, y no existe la intención de cambiarlas, pero tampoco podemos nosotros desentendernos de los resultados de su gestión, como si no tuviéramos nada que ver, aunque ciertamente tengamos poco.
Es que el problema era y sigue siendo político -en el sentido sustancial de la palabra- más que de gabinete, nombres o experticia técnica. Y para ese problema -a días de otro Día de la Lealtad con actos divididos de un peronismo dividido- no hay solución a la vista.
La respuesta, claro -al menos desde nuestra óptica- es bastante sencilla: estaba en el gabinete para completar el juego de pinzas de la "neodhualdización" del modelo de salida exportadora con salarios baratos en dólares que también conformaban los idos Guzmán y Kulfas, para beneplácito de la UIA y la AEA.
De modo que, como sucede en cualquier cambio en el gabinete de este gobierno, en la medida en que no exista la decisión política de cambiar la orientación general, los nombres son fungibles y -sobre todo- consumibles: hasta el mismísimo Carlos Tomada o Héctor Recalde (por mencionar dos nombres gratos al paladar kirchnerista) no tardarían mucho en convertirse en otros Aníbales Fernández bajo los efectos del rayo albertizador, si se los convocara al gabinete.
La conclusión también es clara en el caso del Ministerio de Desarrollo Social (de donde Zabaleta huyó para intentar retener la municipalidad de Hurlingham poniéndola a salvo de la debacle electoral posible en éste contexto), cuyas políticas se reducen en esencia a administrar el suministro de recursos estatales a las orgas gerenciadoras de la pobreza, en la creencia de que así se le inyectan votos a la anemia electoral del albertismo nonato (y pasado a mejor vida por los acontecimientos), y se recluta "fuerza propia para ganar la calle".
Todo tan mediocre que espanta, por lo que no debe sorprender que el presidente haya pensado para ese rol en la esposa del dueño del departamento donde vivía antes de mudarse a Olivos: quizás no haya mejor síntesis de los límites políticos reales y concretos del "albertismo" al que algunos se subieron con entusiasmo cuando diagnosticaban por vez un millón el ocaso definitivo de Cristina y el kirchnerismo.
Véase incluso que entre la danza de nombres que circularon no se mencionaron candidatos provenientes del Frente Renovador (del cual venía el antecesor de Zabaleta, el agarrador de sandías invisibles Arroyo que se fue igual, sin pena ni gloria), porque Massa no necesita acrecer su participación en el gobierno, desde que le han dado directamente el timón, para hacer lo que le plazca. O lo que les plazca a los bancos, la Mesa de Enlace o la UIA, para ser más precisos.
De hecho, hasta el instante antes de su renuncia, Zabaleta pugnaba por salvar de las tijeras de Massa un bono para los sectores más golpeados por la inflación en alimentos, a financiarse con una parte del producido de los presuntos mayores ingresos fiscales por el incremento de las exportaciones como consecuencia del "dólar soja". Que Zabaleta se haya ido del ministerio sin que se sepa siquiera su fecha de cobro o su importe concreto (cuando sí se conocen las cifras concretas de lo transferido por el Estado a los exportadores con la devaluación selectiva), dice bastante del contexto general de la gestión.
En síntesis, estamos en el peor lugar, en el peor momento. Del gobierno ya no se pueden esperar soluciones porque no es cuestión de nombres sino de políticas, y no existe la intención de cambiarlas, pero tampoco podemos nosotros desentendernos de los resultados de su gestión, como si no tuviéramos nada que ver, aunque ciertamente tengamos poco.
Es que el problema era y sigue siendo político -en el sentido sustancial de la palabra- más que de gabinete, nombres o experticia técnica. Y para ese problema -a días de otro Día de la Lealtad con actos divididos de un peronismo dividido- no hay solución a la vista.
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