Ya conocimos al compositor italiano Niccolò Paganini en abril (y en julio, a través de Rajmáninov). Tenía fama de ser el rey del violín, un virtuoso de la pirotecnia sonora. Y guardaba tan celosamente sus trucos técnicos y estaba tan decidido a no revelar los secretos que lo hicieron célebre que a duras penas permitió que se publicaran sus partituras en vida. Diez años después de su muerte se imprimieron algunas piezas, pero hasta 1920-1930 no permitieron las autoridades de Génova, propietarias de sus manuscritos, la publicación de sus composiciones completas.
Lo que reveló aquella colección fue que Paganini, que nació este día, era mucho más compositor de lo que sugerían los arabescos de superficie que lo hicieron internacionalmente famoso. En ella había música de verdad, en cuerpo y alma. También dio a entender (¿una ironía del destino?) que la música que prefería tocar en privado era mucho más tranquila que las obras con las que dejaba boquiabierto al público.
Me encanta el aura de calidez e intimidad, por ejemplo, que percibimos en este Cantabile, palabra italiana que significa «cantable». Es casi seguro que Paganini la escribió para tocarla en su casa, tras las puertas cerradas, con alguna persona apreciada por él.
Clemency Burton-Hill
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