Por Sergio Pujol - Fuentes: Caras y caretas
Lo citaron ayer, lo citan hoy. ¿Será así mañana? No siempre lo citan desde la corrección política: su “mensaje”, signado por el ethos del desencanto, puede sonar con resabios conservadores, pero finalmente termina en el bando progresista. Sus batallas a favor del lunfardo, su militancia en defensa de la cultura popular y su empatía con los postergados de la modernidad feroz son signos de una visión crítica del mundo. Su lenguaje restallante conjuga bronca y piedad. Discépolo es demasiado incisivo para quedar del lado del orden, y siempre desconfía de las buenas costumbres: su arte consiste en derribar máscaras y velos. Sus tangos, y en menor medida sus piezas de teatro y su cine, son aguafuertes amargas que muerden donde más duele (“aunque te muerda un dolor”; “dolor que muerde las carnes”; “aún oigo el grito que mordiste al desmayar”; “Mordisquito”).
Omnipresente en la cultura de su época, revolucionó el tango con un lenguaje inédito para el género, al principio muy resistido, luego irresistible. Fue un melodista inspirado, un músico intuitivo que, contra la división de trabajo entre letrista y músico propia de la era pre-Beatles, se hizo cargo de todo, salvo de la interpretación (para eso la tuvo a Tania). Fue monologuista político de radio, activo hombre de cine (como actor, como realizador, como compositor) y hasta se dio el gusto de dirigir una orquesta de tango en París y otra en Radio Municipal de Buenos Aires. Pero en cada oficio que artísticamente practicó fue dejando huellas de su fuerte personalidad.
Sin embargo, con el paso de los años, su miscelánea pareció reducirse a un puñado de tangos. De ellos brotaron los versos que, como aforismos de sabiduría argentina, nos han servido para definirnos, a menudo cruelmente, como sociedad. En ellos nos hemos refugiado en los momentos más difíciles, acaso sabiendo que, antes de escucharlo a él, Discépolo ya nos había escuchado a cada uno de nosotros. Todos conocemos esos tangos, solemos regodearnos con ellos en nuestra desdicha –Discépolo alimenta la autoconmiseración, aunque no haya sido esa su intención– y atesoramos en nuestra memoria sonora las voces de Edmundo Rivero, Julio Sosa, Roberto Goyeneche y otros de sus intérpretes. ¿El corpus esencial? Es fácil de recordar: “Qué vachaché”, “Esta noche me emborracho”, “Yira… yira”, “Confesión”, “Cambalache”, “Canción desesperada”, “Uno” y “Cafetín de Buenos Aires”. La punta de un iceberg de 53 canciones; medio iceberg hecho de tango.
Su figura de arlequín se nos aparece cada vez que suena uno de sus tangos, afirmándose así el autor más allá de la anunciación de la muerte del autor. Cuando escuchamos cantar aquello de “Si arrastré por este mundo/ la vergüenza de haber sido/ y el dolor de ya no ser” (“Cuesta abajo”), no pensamos en su autor, Alfredo Le Pera, del que muchos ni siquiera conocen su rostro. Tampoco asociamos el asunto de aquella letra a la vida privada de su supremo intérprete, Carlos Gardel. Sin embargo, casi todo lo que escribió Discepolín parece describir su propia vida. Tal vez la explicación a esta fuerte individuación de una obra concebida en las formas populares de su tiempo haya que buscarla, una vez más, en su biografía argentina.
DE SANTO A ENRIQUE
Santo Discépolo arribó a Buenos Aires desde Italia una mañana de 1871. Traía su título de profesor de música del Conservatorio de Nápoles y la cicatriz de un amor trunco del que sus hijos no llegarían a conocer mayores detalles. Santo emigró para rehacer su vida, para empezar de nuevo, como los cientos de miles de inmigrantes que entrarían masivamente al país a partir de 1880. En la gran aldea que mutaba a metrópolis, el músico conoció a la hija de italianos Luisa de Luque. Se casaron y tuvieron cuatro hijos. El mayor fue Armando, padre del grotesco rioplatense y quizás el dramaturgo argentino más importante de la primera mitad del siglo XX. Tras él, separado por varios años, Enrique Santos, autor de tangos, entre otros menesteres.
Al morir sus padres, ante la temprana orfandad de Enrique, los hermanos convivieron un tiempo. Fue una relación pródiga y difícil. El muchacho fue testigo privilegiado, y por momento asociado, de las grandes obras de su hermano: Mateo, Stéfano, Babilonia y, a cuatro manos, El organito. Como ha observado David Viñas, el grotesco significó la internalización del sainete, el drama del inmigrante entre cuatro paredes, ya sin nada que festejar, nada por qué reír. La mueca de dolor que da la risa –o la risa que despierta el dolor– fue la máscara dominante en aquellas piezas que luego apareció en los primeros tangos de Enrique. (“¡Cuánto dolor que hace reír”, escribió en “Soy un arlequín”.) Muchos pudieron ver en el drama del músico Stéfano la frustración de papá Santo. Pero la lección de Luigi Pirandello, héroe cultural de Armando y Enrique, enseña que a menudo la vida imita al arte, y no al revés. En ese sentido, a Discépolo le encantaba contar la anécdota de aquel carnicero que un día lo encaró para confesarle que a él le había sucedido lo mismo que al personaje de “Chorra”.
La primera vocación de Enrique fue la actuación teatral; fue de comparsa a actor de reparto, y en el futuro tuvo protagónicos inolvidables en Wunder Bar y las revistas musicales que escribió y actuó. Luego, inspirado por el ejemplo de Armando, se animó a la escritura dramática: Los duendes (con Mario Folco), El hombre solo y Páselo cabo, entre otras piezas. Entonces llegó el tango canción. Tras haber descubierto en “Mi noche triste”, “Mano a mano” y otros tangos con letra la posibilidad de contar historias cotidianas en apenas tres minutos, Enrique abrazó la canción porteña sin abandonar la dramaturgia. Se inclinó por el tango porque creyó ver allí una forma cultural nueva capaz de dar cita a sus tres pasiones: la música, la poesía y el teatro. Entre esos tres elementos o fuentes, apareció el lunfardo como léxico suburbano para letras cuidadosamente elaboradas; letras cáusticas, zumbonas y descreídas. Voces del arrabal volcadas al lenguaje literario.
Su primer tango, “Bizcochito”, fue apenas un cantable en el sainete La Porota, de José Antonio Saldías. El verdadero inicio lo marcó “Qué vachaché”, en 1926. Allí Discépolo, autor de letra y música, se atrevió a transgredir ciertas convenciones del género. Por caso, parodió la situación axial del tango canción: el abandono. En su tango, la mujer supuestamente abandonada increpa al varón desde un yo poético escéptico y desencantado. Su voz suena como un parlamento de teatro incrustado en la forma de un tango: “Piantá de aquí/ no vuelvas en tu vida/ Ya me tenés bien requeteamurada/ No puedo más pasarla sin comida/ Ni oírte decir tanta pavada…”. Dos voces lunfardas en la primera estrofa. Luego vendrán “morfes”, “guita”, “gilito” y, en la versión grabada por Gardel, “vento”. Tremendos versos que marcarán un estilo: “Vale Jesús lo mismo que el ladrón” y “El verdadero amor se ahogó en la sopa”.
Lo estrenó la actriz Mecha Delgado en un teatro de Montevideo. La respuesta del público fue negativa. “Este muchacho en su vida volverá a escribir un tango”, pronosticó sin puntería el crítico Bixen Ramírez. Pero en 1927, Discépolo tuvo su revancha con “Esta noche me emborracho” gracias a Azucena Maizani, que decidió cantarlo en el teatro Maipo. Cuando todos aprendieron de memoria aquello de “Sola, fané, descangayada…”, los tangos rezagados abandonaron el Purgatorio. Las versiones de Tita Merello y Carlos Gardel redimieron “Qué vachaché”, y una serie de tangos entre burlones y patéticos se impusieron en el gusto de la gente: “Chorra”, “Justo el 31”, “Victoria”, “Malevaje” (con música de Juan de Dios Filiberto), “Soy un arlequín” y “Confesión”. Pero hubo una interpretación que, para el joven Discepolín, sobresalió por encima de todas las demás: la que la cupletista y cantante de tango española Tania (Ana Luciano Divis) hizo de “Esta noche me emborracho”. En 1928, al verla interpretar la teatralidad exacta que su poética requería, Enrique se enamoró de Tania. Así empezó el amor, y al mismo tiempo se inició un vínculo entre autor e intérprete. En ella, Enrique encontró quién le cantara.
EL TANGO DE LA CRISIS
Tempranamente, Dante Linyera advirtió que “Esta noche me emborracho” era la tragedia del hombre que siente, mientras “Qué vachaché”, la del hombre que piensa, y “Chorra”, la del hombre que cree. “El tango tiene ya su salvador y su filósofo. Welcome”, se entusiasmó el poeta anarquista a fines de los años 20, cuando aún no había nacido “Cambalache”. Otra profecía cumplida.
Tras la crisis mundial de 1929 y sus coletazos de mishiadura en la Argentina, la Década Infame tuvo en algunos tangos de Discépolo su primera banda sonora. Más allá de las circunstancias bajo las que fueron creados, los tangos “Qué sapa señor”, “Secreto”, “Tres esperanzas” y “Cambalache” desarrollaron la línea crítica de pesimismo filosófico inaugurada con “Qué vachaché”, pero ahora en un contexto social y político diferente. Meses antes del golpe de Estado del 6 de septiembre 1930 contra Hipólito Yrigoyen, como adelantándose a lo que vendría, Discépolo compuso una de sus obras maestras, “Yira… yira”, la canción que mejor presagia la suerte de los sin suerte: “Verás que todo es mentira/ verás que nada es amor/ que al mundo nada le importa/ Yira… yira”. La grabación de Carlos Gardel en 1930 y luego la inclusión del tango en la serie de cortos filmados por Eduardo Morera son dos altos momentos en la historia cultural argentina.
“Yira… yira” se convirtió en un hit en la Europa de entreguerras. Ninguna otra canción argentina de la era preinternet –con la probable excepción de “La cumparsita”– tuvo una expansión tan veloz e inmediata. Fue tema favorito del príncipe de Gales, fascinó a los despreocupados veraneantes de las playas selectas del Mediterráneo, obligó a Julio de Caro a repetirlo tres veces frente al público italiano y se tradujo al francés (“Passe… passe…”) para que su partitura entrara amablemente en los hogares de la burguesía ilustrada. De gira por Marruecos con Tania, Discépolo se emocionó al oír los compases de “Yira… yira” en una vitrola del Zoco, el barrio morisco de los mercaderes.
¿Qué cosa hizo de “Yira… yira” un tema ciudadano del mundo? Quizá fue la insistencia contagiosa de su ritmo –Discépolo era un compositor sagaz– o la feliz circunstancia de que uno de sus primeros intérpretes fuera el astro Carlos Gardel en los inicios de su proyección internacional. En una de sus columnas radiales de fines de los 30, Discépolo arriesgó una lectura más aguda: “Hay un hambre que es tan grande como el hambre de pan. Y es el hambre de la injusticia, de la incomprensión. Y la producen siempre las grandes ciudades donde uno lucha, solo, entre millones de hombres, indiferentes al dolor que uno grita y ellos no oyen. Londres gris, Nueva York gris, Buenos Aires… todas deben ser iguales. Y no por crueldad preconcebida sino porque en el fárrago ruidoso de su destino gigante, los hombres de las grandes ciudades no pueden detenerse para atender las lágrimas de un desengaño. Las ciudades no tienen tiempo para mirar el cielo. El hombre de las ciudades se hace cruel. Caza mariposas de chico. De grande, no. Las pisa… No las ve, no lo conmueven”.
Semanas antes de que él y Tania emprendieran una larga gira por Europa y Marruecos, Discépolo le puso punto final a “Cambalache”. Originalmente concebido para la película El alma del bandoneón, de Mario Soffici, y estrenado en teatro por la actriz Sofía Bozán, “Cambalache” fue más disruptivo aun que “Qué vachaché”. Sobre ritmo de marcha y en un eufórico tono mayor, la descripción de un siglo insolente e inmoral se nutrió, como lo hacían las aguafuertes de Roberto Arlt, del insumo informativo de su época (el mafioso Don Chicho, el campeón de boxeo Primo Carnera, el estafador francés Sacha Stavisky, etc.) y algunas referencias históricas muy conocidas, de San Martín a Napoleón.
Magistralmente, Discépolo reprodujo en la letra el efecto acumulativo del propio cambalache, logrando su mayor acierto en la superposición de lo sagrado y lo profano: la Biblia contra un calefón. El cambalache como lugar de reventa y regateo, de cohabitación de objetos disímiles descontextualizados, de subversión de un orden “natural”: aquella letra se prestaba para una lectura apocalíptica, acaso más próxima al Ortega y Gasset de La rebelión de las masas que a las lecciones del anarquismo y el socialismo aprendidas por Discepolín en su juventud en las tertulias del artista Guillermo Facio Hebequer, en Parque Patricios. Pero Discépolo trascendió el panfleto de protesta con el fin de alcanzar un cierto grado de universalidad. Al fin y al cabo, en “Cambalache” no hay referencias a la ciudad de Buenos Aires ni a sus habitantes. El protagonista del tango es el mundo en el siglo XX, problemático y febril.
Pero no fue hasta la versión tardía de Julio Sosa que “Cambalache” se convirtió en una suerte de himno nacional alternativo, según lo definió el poeta Leónidas Lamborghini. Con el tiempo, abundarían las grabaciones menos apegadas al canon tradicional, como las de Joan Manuel Serrat, Caetano Veloso, Gilberto Gil, Raúl Seixas, Sumo, Hermética y Andrés Calamaro, entre muchas otras. Sería entonces habitual toparse con leves sustituciones de la letra original, gambitos que buscarían actualizar mediante guiños lo que se supone es un mensaje universal (por ejemplo, el brasileño Raúl Seixas canta “John Lennon y San Martín”, Caetano agrega “Ringo Starr y Napoleón” y la banda de metal Hermética, más atenta al juego de contrastes y al efecto “pesado”, opta por “Videla y San Martín”). Finalmente, existen citas parciales de “Cambalache” en canciones como “Siglo XXI”, de Luis Eduardo Aute; “No te mueras en mi casa”, de Charly García; “La Biblia y el calefón”, de Joaquín Sabina, e “Ídolo de los quemados”, de León Gieco.
EL MONSTRUO MODERNO
De regreso de la gira por París y otras ciudades, Discépolo se propuso profundizar su relación con el cine. Era la continuación del teatro por otros medios. Era una fantástica plataforma para ampliar el radio de propagación de sus tangos (¿no había Gardel cimentado su carrera panamericana a través de las películas?). Era, al decir del actor Orestes Caviglia, el monstruo moderno a cuyas fauces Discépolo se entregó felizmente.
En 1937, el joven director Daniel Tinayre lo convocó para escudar a Luis Arata en la adaptación cinematográfica de Mateo. Al año siguiente, Discépolo se animó a escribir, dirigir y eventualmente protagonizar sus propias películas. La lista es notablemente extensa para alguien que trascendió principalmente como autor de tangos: Melodías porteñas (dirección de Luis Moglia Barth), Cuatro corazones, Un señor mucamo, En la luz de una estrella, Fantasmas en Buenos Aires, Cándida, la mujer del año, Yo no elegí mi vida y El hincha (dirección de Manuel Romero). En el mundo del cine, Discepolín tuvo oportunidad de trabajar con grandes actores y actrices de su tiempo –de Niní Marshall a Hugo del Carril; de Pepe Arias a Paulina Singerman–, mientras soñaba con expandirse a México e intentar allí trabajar con Cantinflas. Pero esto último no fue posible. La ciudad del cine de México bloqueó los proyectos de Discépolo en aquel país, más allá del préstamo de “Canción desesperada” para el filme homónimo de Roberto Gavaldón.
Era hiperactivo y enormemente talentoso, pero su genio se expresaba mejor en las formas breves: monólogos, parlamentos teatrales y, obviamente, tangos. Por otra parte, ese monstruo moderno llamado cine demandaba infraestructura, trabajo en equipo y, sobre todo, inversión caudalosa, algo complicado de obtener para un intelectual de hábitos más bien bohemios, más de una vez él mismo apremiado por problemas económicos. Si bien en su filmografía brillan momentos de cuño discepoliano –sus actuaciones en Cuatro corazones y especialmente en El hincha son antológicas–, podría decirse que el cine le deparó más frustraciones que alegrías. Aun así, jamás abandonó el sueño de ser un gran director. Esa fue su mayor utopía personal.
Más allá de su labor como representante de Sadaic en gira y sus planes con el cine latinoamericano, la relación de Discépolo con México tuvo un costado sentimental poderoso. En su primer viaje de 1944, Enrique conoció a la joven Raquel Díaz de León, con quien dos años más tarde mantendría una relación amorosa que, intervención de Tania mediante, terminaría de modo tan abrupto como doloroso para ambos. Fruto de aquel amor fue Luis Enrique Discépolo, hijo nunca reconocido legalmente por su padre. “Hoja enloquecida en el turbión”, escribió Discépolo en “Canción desesperada”, acaso anticipándose, una vez más, a la tempestad de su propia vida.
Pero las dificultades personales no lo alejaron de las canciones. A principios de los años 40, tras conocer al joven pianista y compositor Mariano Mores, Discépolo decidió renovarse musicalmente. De aquella colaboración nacieron tres tangos melódica y armónicamente refinados y poéticamente viscerales: “Uno”, “Sin palabras” y “Cafetín de Buenos Aires”. El primero de ellos resultó tan renovador como en su momento la primera horneada de sus canciones. El tercero, melancólica remembranza de sus años mozos de filosofía porteña, permanecería en la memoria de los argentinos como símbolo de una práctica social identitaria del porteño de las primeras décadas del siglo XX. El hombre que está solo y espera, de Raúl Scalabrini Ortiz, finalmente encontró su retrato en un tango.
AHORA TE IMPORTA TODO
El clivaje político de Discépolo al peronismo comparte elementos con los de Homero Manzi y Cátulo Castillo. Mientras el creador de “Sur” hizo militancia en Forja y el autor de “La última curda” experimentó de chico los rituales anarquistas de la mano de su padre, Discépolo –menos “militante”– recibió una educación izquierdista no formal, más de clima de época, en contacto con intelectuales próximos a la revista Claridad y el grupo de escritores de Boedo. Nunca fue un intelectual orgánico de ningún partido, pero su defensa del tango fue básicamente política en la medida en que confrontó con el ideal conservador del país lugoniano.
Su simpatía más bien privada por el movimiento político surgido en 1945 cobró estado público en 1951, cuando fue convocado al programa de campaña electoral Pienso y digo lo que pienso. En ese breve espacio diario, Discépolo inventó a un interlocutor imaginario, “Mordisquito”. Argumentar contra “Mordisquito” –¿“A mí me la vas a contar, Mordisquito?”– era rebatir las críticas más habituales al primer gobierno de Perón. “Resulta que antes no te importaba nada y ahora te importa todo”, esgrimió en el segundo programa. “Pasaste de náufrago a financista sin bajarte del bote. Vos, sí, vos, que ya estabas acostumbrado a saber que tu patria era la factoría de alguien y te encontraste con que te hacían el regalo de una patria nueva. Y entonces en vez de dar gracias por el sobretodo de vicuña, dijiste que había una pelusa en la manga y que vos no lo querías derecho sino cruzado.”
La respuesta de los opositores al peronismo no se hizo esperar. Fue silenciosa –el manejo autoritario de los medios ejercido por Raúl Apold no dejaba espacio a voces disidentes–, pero Mordisquito supo golpear donde a Discepolín más le dolía: el retiro del aplauso, el fin de un largo romance del artista con la sociedad argentina en su conjunto. Se rompieron discos con sus tangos. Se lo insultó en la calle. Se le quitó el saludo. En algunas funciones de Blum –su último trabajo en teatro, sobre pieza de su autoría–, salió a escena frente a una platea casi vacía. Él, que cuando lo conoció a Perón en 1938 en la embajada en Chile era inmensamente más popular que el futuro líder del justicialismo, y que aconsejó a Evita cuando iniciaba su carrera cinematográfica, ahora era acusado de haber sido comprado por el poder político, de ser un advenedizo, de haber renunciado a ser la conciencia crítica de los argentinos. “¿Vendido yo? Inocente; si sabés que comprarme a mí es un mal negocio”, se defendió en uno de sus últimos monólogos. “Yo no los inventé a Perón y Evita, los trajo a esta lucha salvaje de gobernar… tu tremendo desprecio por las clases pobres.”
Su cuerpo no soportó los embates de la lucha política. Devastado por el encono del antiperonismo, alejado de Raquel y su hijo, sentimentalmente distanciado de Tania y peleado con Armando –la tormenta perfecta–, Enrique murió (o se dejó morir, como prefirió explicarlo Tania) la noche del 23 de diciembre de 1951. Sus últimas palabras fueron “Tengo frío, Tania… Tania…Dame el pulóver de vicuña, ese que trajimos una vez”. Medio país lo lloró desconsoladamente. Con el tiempo, el país entero lo cantaría como a un Horacio moderno.
Cuando de Discépolo se trata, no alcanza con referirse exclusivamente a la poética del tango ni al marco histórico durante el cual el género alcanzó su mayor desarrollo. Cabría pensar que, así como hay situaciones borgianas y kafkianas, las hay discepolianas. Es infrecuente que canciones de un autor/compositor que vivió en la primera mitad del siglo XX puedan regresar siempre como aforismos de un sentido común nacional. Ningún coetáneo de Discépolo pudo imaginar que cuando el autor decía “como los criminales, como los novios, como los cobradores, yo regreso siempre” estaba anunciando la fatal atadura de su cancionero a la suerte –o desgracia– del país.
Una sentencia como “Verás que todo es mentira/ verás que nada es amor” parece adelantarse al síntoma de la posverdad que hoy detectamos en la construcción de los discursos mediáticos y políticos. Indudablemente, en un tiempo signado por las fricciones entre globalización y memoria, Discépolo y sus tangos siguen enlazando pasado y presente de una sociedad en permanente conflicto.
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