John Cage fue un budista zen que creía que «la buena música puede ser una guía para la buena vida». Discípulo de Arnold Schönberg y admirador de Erik Satie, Cage es conocido por su teoría de la igualdad de los sonidos, así por como su obra pionera sobre las ideas de silencio, vacío y tiempo.
Inspirado en las pinturas blancas de su amigo Robert Rauschenberg, la icónica obra de Cage 4’33” en tres movimientos es célebre porque indica al intérprete que no toque mientras dure la pieza: en el estreno, celebrado en 1952, el pianista David Tudor subió al escenario, tomó asiento, levantó la tapa del piano, no tocó y cerró la tapa una vez transcurrido el tiempo señalado; repitió la operación en cada uno de los tres «movimientos»; y bajó del escenario.
No fue una broma ni un ardid: Cage planteaba una idea radical, a saber, que el acto de escuchar es una parte fundamental de la interpretación de la música. «Mi intención era muy seria y quise afrontar las consecuencias», subrayó, alegando posteriormente que 4’33” era su obra más importante.
Pese a toda su estética del silencio, Cage, que falleció este día, tuvo una escandalosa vida interior. Incansablemente curioso e inquisitivo, es uno de los compositores más influyentes de los tiempos modernos y estimuló no solo a músicos, sino también a escritores, pintores, cineastas y en particular a amantes de la danza. Su compañero de toda la vida fue el coreógrafo Merce Cunningham y esta obra reflexiva y bellamente sinuosa fue escrita en 1948 para la bailarina Louise Lippold.
Cage dijo que la música era «un juego sin finalidad», es decir, «una afirmación de la vida […] una forma de despertar a la verdadera vida que vivimos». Me encanta esta frase. También es suyo este consejo intemporal:
«Míralo todo. No cierres los ojos al mundo que te rodea. Mira, siente curiosidad, interésate por lo que esté ahí para verse.»
Clemency Burton-Hill
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