Por Omar Cerrillo Garnica
El rock and roll se inició a mediados del siglo XX en Estados Unidos como consecuencia de la mezcla de estilos musicales de orígenes étnicos diferentes. Por una parte se encuentran los ritmos afro como el blues, el jazz, y por otra está el country, identificado como una música del folclor campirano blanco. El encuentro de ellos fue un proceso complejo, que en parte se logró gracias al desarrollo de la tecnología relacionada con la música; tanto para su difusión (la radio y el fonógrafo) como para su creación (las guitarras eléctricas, los amplificadores, los sintetizadores, y en épocas más recientes, los procesadores digitales de audio). Sin duda, la música moderna de origen norteamericano sufre cierto determinismo tecnológico: la tecnología hace a la acción, ya que la última no es posible sin la primera. De ahí que el rock and roll, y su posterior variante conocida simplemente como rock, pueden ser entendidos como un producto de la cultura de masas, tal como lo interpretó Theodor W. Adorno. Sin embargo, todo producto cultural es por naturaleza dinámico y multifacético, por lo que mantener esta noción apriorística de la música rock sería incorrecto.
En los años sesenta se comenzaría una nueva forma de concebir al rock. Tras el cambio sustancial introducido por los Beatles en el disco Sgt. Pepper’s Lonely Heart’s Club Band de 1967 que los convirtió de un grupo de pop rock a ser uno de los pilares de la formación del movimiento psicodélico1, el rock se confirmó como una cultura diferenciada. La psicodelia se convirtió en una nueva forma de ver el mundo: se da una fascinación por las culturas orientales, por el espiritualismo, por las drogas alucinógenas; y en el terreno político, por el comunismo y el anarquismo.
Relacionado a esta época de la psicodelia surgió el “contracultura”, ya que representaba un nuevo estilo de vida capaz de crear sus propios medios, espacios, costumbres sus valores; todos distintos a los que la cultura imperante establecía. En este texto se explora la posibilidad de que esta relación entre rock y contracultura pueda disociarse, para así encontrar raíces contraculturales en otros fenómenos culturales.
HACIA UNA DEFINICIÓN DE CONTRACULTURA
Antes de generar una definición de contracultura para este trabajo, es preciso aclarar también que el término en nuestra lengua no es el más adecuado para nombrar lo que refiere. “Contracultura es, en castellano, un término parcialmente equívoco. Procede de la traducción literaria del inglés counter culture, cuyo sentido más exacto sería cultura de oposición. O sea, no algo contra la cultura, al modo de los bárbaros saqueando nuevamente una ciudad romana, o adverso a ella. En cambio, el sentido era el de un movimiento cultural enfrentado con el sistema establecido y con los valores sociales dominantes en este mundo” (Savater, 1982: 90).
Partiendo de esta importante aclaración, se muestran a continuación algunas de las definiciones más pertinentes existentes en la literatura sobre el tema. Quizá la más conocida en México fue propuesta por el escritor José Agustín (1996), que si bien niega en el prólogo que se proponga un “libro teórico, de corte académico”, el mapeo que realiza por los fenómenos juveniles marginales en la Ciudad de México valida esta concepción. Para Agustín, contracultura es “toda una serie de movimientos y expresiones culturales, usualmente juveniles, colectivos, que rebasan, rechazan, se marginan, se enfrentan o trascienden la cultura institucional.” (p. 129). La contracultura rebasa lo institucional y regresa al ser humano al gregarismo colectivo. En muchos sentidos, esta definición concuerda con Guillermo J. Fadanelli (2000), para quien contracultura es el conjunto de movimientos culturales que irrumpen contra la institución y las estructuras de pensamiento dominante que se dieron a partir de los años sesenta, fundamentalmente, en los Estados Unidos. También Carles Feixa (1998) toma este camino al referir el término de contracultura a “una voluntad impugnadora de la cultura hegemónica”; es una microcultura, entendida como el “flujo de significados y valores manejados por pequeños grupos de jóvenes en la vida cotidiana” (p. 87). En las tres definiciones se puede apreciar con toda claridad la asociación casi unívoca entre la cultura psicodélica de la década de 1960 y la contracultura.
En este mismo sentido se pronuncia Keith Melville (1980), quien ubica los orígenes de la contracultura en Estados Unidos en torno a la reivindicación de los negros y el movimiento feminista. El común denominador de ambos movimientos sociales fue el reclamo por los derechos civiles, mismos que se vieron más amenazados con la incursión militar en Vietnam, donde muchos jóvenes se vieron involucrados. Poco a poco, la protesta contra esta intervención se transformó en el apogeo del movimiento contracultural norteamericano. Los jóvenes organizaron marchas masivas de índole pacifista con la bandera del “Peace&Love”, la marihuana y el rock consigo. También se buscó la reforma en los campi universitarios tratando de introducir un nuevo sistema educativo y social en el interior. Se propusieron cursos como: “sintonía de sistemas sociales, mitología romántica americana, grupos de crecimiento gestalt y masaje” (p.23).
Sin embargo, es Luis Antonio de Villena (en Savater, 1982) quien deja la posibilidad de abrir la definición en el espacio histórico y geográfico; es decir, sin limitarse a la California de los años sesenta en medio del Verano del Amor. “Ese afán de libertad, de novedad, de individualismo (frente a lo normativo y gregario) y de cultura viva, sensible, frente a las fosilizadas estructuras de lo académico y de lo oficial, no es paradójicamente nada nuevo ni pertenece en exclusividad al mundo radiante pero caduco de los hippies de California” (Savater, 1982: 90).
Este es el punto clave para el desarrollo de este texto: la banda sonora de la contracultura no necesariamente tendría que ser el rock. En distintos momentos históricos y en distintos lugares geográficos se han presentado distintas manifestaciones musicales que se contraponen a los valores hegemónicos vigentes en el grupo social del aquí-y-ahora que se piense. Para reforzar este nodo teórico, se desarrollan tres partes clave sobre la música en México. En primer lugar, se hará un recorrido por algunas manifestaciones contraculturales distintas a la época de la psicodelia en la tradición occidental. Posteriormente, se hará un breve recuento de la presencia del rock en nuestro país y su presencia como música contracultural. Al final, también se efectúa un histórico y contextual para tratar de demostrar que toda la música surgida en la colonia de México representa una tradición musical que se convierte en una forma peculiar y autóctona de contracultura musical.
CONSTRUYENDO UNA GENEALOGÍA DE LA CONTRACULTURA
La gran característica de la década de 1960 es la convergencia de distintos movimientos minoritarios que manifestaron sus inconformidades a través de distintas expresiones culturales. Las luchas de las feministas, el movimiento afro americano, el pacifismo en torno a Vietnam, el inicio del movimiento gay, los movimientos estudiantiles en Checoslovaquia, Francia y México. En todas estas expresiones se puede encontrar la presencia de formas artísticas para generar la protesta, siendo la música una de las más importantes. Sin embargo, es posible encontrar en otros momentos de la historia situaciones en las que la cultura y la música también sirvieron como una forma de expresión en contra de los valores establecidos (Racionero, 2000; Savater, 1982).
Habría que ubicarse en el siglo XVIII, el llamado Siglo de las Luces, para situar los inicios de la contracultura. En lo político, el modelo predominante en Europa es el despotismo ilustrado, que se caracteriza por el mando de reyes refinados y educados, pero también crueles y despiadados con sus opositores. En lo económico, se vive el florecimiento de una burguesía con acceso a libros y periódicos, que les permitía contar con una opinión sobre las cuestiones públicas (Habermas, 1994).
Tanto la nobleza déspota como la burguesía aspiracional estaban fuertemente influenciados por el movimiento de la filosofía ilustrada, el cual se formó de pensadores franceses, alemanes, ingleses y norteamericanos. Con el triunfo de la Revolución de 1688 que completó la transición de Gran Bretaña hacia el parlamentarismo y la democracia, estos pensadores veían como deseable que este modelo político también se instalara en otras potencias europeas, en especial en aquellas dominadas todavía por los monarcas absolutos.
En este contexto histórico se puede situar la primera expresión contracultural de la historia de Occidente en un producto típicamente ilustrado: la Enciclopedia. Este compendio del conocimiento universal fue escrito por un colectivo de más de cien personas que colaboraron para integrar esta colección de saberes. ¿Por qué se afirma aquí que la Enciclopedia representa un punto de partida de la contracultura? Porque la difusión del conocimiento a través de un libro representaba una seria afrenta para la Iglesia Católica y sus déspotas monarcas aliados. Además, se trata de un reto desde el mundo de la cultura, desde el conocimiento; por lo que no se puede considerar que el movimiento enciclopedista haya generado por sí mismo ninguna revolución.
La contracultura va a ser mucho más visible en el siglo XIX. Racionero (2000) afirma que las primeras formas underground2 de la filosofía en Occidente son el romanticismo y el anarquismo. En cuanto al primero, se trata de un movimiento cultural que en muchos sentidos se opuso a la cultura triunfante de las revoluciones ilustradas que prometía la razón y el progreso, y que se veía materializado ante la creciente Revolución Industrial. Se atribuye al poeta romántico Herder esta frase que muestra con claridad la oposición de este movimiento a la razón ilustrada: “No estoy aquí para pensar sino para ser, sentir, vivir” (Herder, citado en Berlin, 2009: 157).
Bajo estas ideas, el movimiento romanticista produjo novelas, cuadros y música que expresaba esta oposición a las ideas de progreso y desarrollo del siglo XIX. Haciendo centro en la música, es posible encontrar en la música romántica un discurso (Agawu, 2012); por lo que aquí se encuentra un importante antecedente que es fundamental para esta idea del romanticismo como contracultura. Es bien sabido que Beethoven desairó a Napoleón en su paso por Viena, así como el sentido profundo de rebelión contra los imperios en las polonesas de Chopin o las rapsodias húngaras de Lizst. Si bien, como el propio Agawu advierte en su libro, no es sencillo visualizar como discurso un texto exclusivamente musical, estas anécdotas sirven para sostener el argumento de que la música romanticista ya implica una idea de contracultura en su exposición.
En cuanto al anarquismo, esta corriente de pensamiento también iniciada en la segunda mitad del siglo XIX tuvo sus expresiones culturales. Algunos escritores de esa época son vinculados con el anarquismo: Lev Tolstoi, Oscar Wilde y Fiodor Dostoievski. En el ámbito musical, también hubo algunos temas musicales impregnados de las nociones anarquistas en los inicios del siglo XX; pero si de movimientos musicales anarquistas hay que hablar, la referencia obligada es el punk, donde se expresan muchos de los valores que los pensadores anarquistas como Bakunin expresaron en pleno siglo XIX: el nihilismo, el apoyo mutuo, el empoderamiento de la persona –DIY3–, así como la abolición del Estado y las instituciones sociales.
Otros movimientos culturales, previos a 1960 y que no tienen un gran énfasis musical, también pueden ser reconocidos como contracultura. Los “poetas malditos franceses”, que hicieron del consumo de ajenjo una forma de alejarse de los valores establecidos; qué decir de los pintores de las vanguardias de inicios del siglo XX se opusieron a los valores académicos del arte, en especial el expresionismo alemán, movimiento que Hitler calificó como “arte degenerado”. También está la conjunción del existencialismo y el jazz a través de sus seguidores parisinos llamados zazous, que se opusieron abiertamente a la intervención nazi en Francia.
Todas estas expresiones tienen implícito el valor de la contracultura. A través de su propia expresión manifiestan su oposición a los valores establecidos en los poderes políticos y/o sociales de su época. Es por ello que se puede afirmar que la contracultura existe antes de la década de 1960; lo que vamos a encontrar en esos años es la reunión de distintos grupos que convergen en torno a sus protestas culturales, lo que permitió que se volviera más notorio y significativo. A continuación se expresa que para el caso de México, la situación es también muy similar: los años sesenta como un periodo significativo, pero también existen otras expresiones culturales que pueden calificarse como contraculturales.
ROCK Y CONTRACULTURA EN MÉXICO
Las primeras incursiones del rock en México a principios los años sesenta generaron músicos que eran meros traductores de las canciones angloamericanas. El rock venía a irrumpir con una música vinculada con el folclor local, la tradición y lo nacional. Esta situación colocó al rock como una música contracultural y heterodoxa, que se alejaba de los estándares de mexicanidad que se había construido durante la no muy lejana época del vasconcelismo. Los jóvenes mexicanos de la época se asumieron como entes totalmente modernos, distinguiéndose de sus padres y abuelos, herederos de una revolución agraria y popular, provenientes de un entorno social completamente distinto al del desarrollo estabilizador y el progreso social discursado por el gobierno. De tal suerte, su búsqueda giraba en busca de símbolos que los alejaran de lo instituido y les permitiera crear un entorno más privado; por lo que para muchos de ellos ésta fue la señal esperada para caminar “detrás del rock, así como los niños corrían fascinados tras el flautista de Hamelin” (Giberti, 1998: 186).
En un proceso lento y turbulento, la sociedad mexicana fue asimilando este nuevo estilo musical y comprendió también el sentido cultural que había comenzado con el “Sargento Pimienta” y “los Bitles”. José Agustín (1996) hace un recorrido espléndido por los paralelismos que hubo entre la contracultura estadounidense y la nuestra. La variante de los jipitecas o jipis aztecas, Avándaro en lugar de Woodstock, el movimiento del 68 por Vietnam, María Sabina en vez de Timothy Leary; también se podría pensar en Alex Lora como el John Lennon local. Poco a poco, el rock mexicano recreó los recursos simbólicos y culturales del rock internacional, acercando este género musical a los discursos que los jóvenes mexicanos demandaban de acuerdo a su contexto.
“-¿A poco no pones un disco del Tri y te pones de buenas, mano? Estés como estés, estés en el tráfico, estés, este, pensando en… los impuestos, en tu jefe, te pones de buenas. ¿Qué, por qué? A ver, Alex. ¿Qué haces? ¿Qué haces para que resulte esto?
-Lo que pasa es que es una música para desahogarte, para olvidarte de tus broncas, y curártela, ahí, te desahogas. O sea. Es una música muy prendida que al oírla, pues te ríes de tu propia realidad.” (Kelly, 2003) 4
Todo el entramado simbólico entró en acción para lograr la comunión entre músicos y público, entre ídolos e idólatras. Es así que el rock se convirtió en una forma de estar-en-el-mundo para los jóvenes; formando así una visión particular desde la cual se miran los demás círculos de acción social del propio país; éste no fue ni ha sido una situación pasajera para los jóvenes y con el paso de los años, ha terminado por constituirse en un forma permanente de delimitar personalidad y estilo para cada generación juvenil (Serrano, 1998: 255).
De tal forma, surgieron sucesivamente en México psicodélicos, progres, trisoleros, metaleros, darketos, punketos, skatos y demás subespecies roqueras que toman sus símbolos, sus espacios y sus valores de acuerdo a su espacio, su tiempo y sus pretensiones. Cada movimiento o subcultura fue supliendo a su antecesora en un proceso dialéctico de ortodoxias y heterodoxias de estilos (Hebdidge, 1995). Sin embargo, la afirmación del rock dentro del mosaico cultural mexicano no es así de simple, pues, a pesar de su tolerancia, el rock no se sustrajo de su origen contracultural y anti institucional. El rock juega hoy en día en nuestro país una extraña dicotomía: es por una parte una voz rebelde que protesta contra la imposición de las instituciones, con un claro sentido libertario; pero también, por otra parte, se incorpora al mercado musical, se empaqueta y se ofrece en las tiendas e Internet. Si bien hay grandes conciertos multitudinarios, no han desaparecido esos foros cuasi clandestinos donde se ofrecen estilos musicales que difícilmente interesarán al gran elector mediático. En esta contradicción donde cabe cuestionarse si es el rock el poseedor absoluto de este sentido contracultural.
También es importante señalar que el movimiento contracultural de los años sesenta se desdibujó, tanto en Estados Unidos como en México, llevando al movimiento, o bien a la reclusión total en comunas apartadas de las ciudades, o bien, a la inclusión de sus símbolos en el sistema masivo cultural. El rock como parte de esta contracultura, también ha jugado este doble papel, por lo que su identificación directa con la contracultura se diluyó.
A pesar de su difusión, fue en esta mezcla de ideas y de ámbitos de la cultura donde el movimiento encontró el comienzo de su decadencia. Ya no eran los negros, ni las mujeres, ni la paz en Vietnam, ni las universidades, ni el rock lo que podía cohesionar al movimiento. Surgieron diversas contradicciones:
En el proceso, lo que había empezado como un movimiento coherente se ha convertido en algo que parece más bien una mezcla de elementos dispares. Una parte de la contracultura propone el cambio violento, la otra el pacifismo militante. Un sector exhibe la mentalidad eminentemente práctica de la política radical; otro, la alucinación psicodélica. Dionisiaco y frenético por un lado, el movimiento es contemplativo y cordial por el otro. En un extremo tenemos a los locuaces, extrovertidos y retóricos; la característica del otro extremo es una reclusión casi cataléptica. Sus héroes son una extraña congregación: Allen Ginsberg, el Che, un indio yaqui llamado Don Juan, Lao Tse, Abbie Hoffman, Thoreau, Eldridge Cleaver… ¿cómo formar un acorde armónico en esta mezcla cacofónica? (Melville, 1980: 20).
Tanto en la diversidad generacional que desancla al rock de la concepción de “música juvenil”, así como la disgregación simbólica que termina por diluirlo; se muestra pertinente cuestionar su valor contracultural. Como música se ha normalizado en la sociedad mexicana del siglo XXI. Los jóvenes de hoy pueden pasar de una canción de los Doors a una de Jesse y Joy en sus iPods sin el menor remordimiento ideológico. También suceden fenómenos como los “Mazahuacholoskatopunks”, neologismo acuñado por Federico Gama (2009) para referirse a un grupo juvenil que invadió la ciudad de México durante la primera década del siglo XXI y que se caracterizó por cinco grandes características: a) son migrantes, generalmente indígenas que b) buscan empleo en la ciudad de México y que en sus tiempos libres c) se congregan en espacios públicos para convivir d) generalmente los domingos que descansan de sus labores, y e) quizá la más importante, integran a su identidad rasgos de los cholos, skatos, punks, darks, emos o rockers, a veces uno solo, a veces en una mezcla abigarrada (p. 40). El rock se fundió con otras formas culturales para convertirse en uno más de los híbridos de la cultura mexicana.
Es por ello que hoy por hoy vale la pena repensar qué músicas podrían representar una posición contracultural en un país cuyo crisol cultural siempre ha sido complejo y difícil de asir.
UNA POSICIÓN CONTRACULTURAL DENTRO DE LA MÚSICA POPULAR MEXICANA
Dentro de todos los estilos o géneros que se pueden considerar como herederos de esta tradición de los sones coloniales, se destaca el papel siempre heterodoxo del corrido. Si bien el más popular de los corridos históricos es el de la Revolución Mexicana, los primeros bien datados por los historiadores son los de la Independencia de México (Lira, 2013). Los mexicanos insurgentes serán elevados al rango de héroes y los extranjeros realistas son los villanos. Esta misma afirmación de lo nacional como lo bueno y lo extranjero como lo infame se da nuevamente con los corridos de las dos intervenciones, la norteamericana y la francesa (Lira, 2013).
En la época porfiriana aparece la narrativa del bandido como figura central de los corridos, personaje que rompe este maniqueísmo narrativo, pues el malo es también digno de admiración como protagonista del corrido. Enrique Flores (2005) nos describe puntualmente la aparición de estos “forajidos” como él llama a los bandoleros como Joaquín Murrieta y Jesús Malverde, figuras de esta nueva vertiente de corridos. Consecuencia de estos corridos, de bandidos, aparecen los primeros narcocorridos en la década de los treinta (Ramírez Pimienta, 2010)–El Contrabandista y Por Morfina y Cocaína, ambas piezas de 1934; o bien El Pablote de 1931–. De estos primeros esbozos de los bandoleros que trafican drogas tuvimos que llegar a la década de los setenta cuando Los Tigres del Norte graban una de las piezas más celebres del género, Contrabando y Traición, popularmente conocido como el corrido de Camelia La Texana y que bien se puede considerar el primer corrido de narcotraficantes de la era moderna (Wald, 2001; Ragland, 2009; Ramírez Pimienta, 2010). El género se iría desarrollando a lo largo de la década de los ochenta y noventa, con representantes como Adán Chalino Sánchez, los Tucanes de Tijuana, Grupo Exterminador, entre otros más.
La última etapa de este desarrollo la encontramos en el llamado “movimiento alterado”, que devino con el auge de la llamada “guerra del narco” característica del sexenio de Felipe Calderón en una forma de aludir de forma explícita a la violencia propia de los cárteles de la droga, particularmente el de Sinaloa. Entre sus máximos representantes encontramos a El Komander, Gerardo Ortiz, Los Buitres de Culiacán y Los buKnas. La exaltación de la violencia, el encumbramiento del narcotraficante como una figura de poder, un machismo fuertemente misógino son los principales rasgos de esta música.
Estos excesos líricos motivaron en numerosas ocasiones vetos hacia esta música. En 2001 se dio el primer ejercicio aún previo a la emergencia del Movimiento Alterado, cuando en Sinaloa se prohibió la transmisión de narcocorridos por la radio local (Ramírez Paredes: 2012). Asimismo, el Komander suma una gran lista de lugares donde no se le ha permitido presentar su música en vivo, iniciando por Cuernavaca, donde fue prohibida su presentación durante la Feria de la Primavera 2014. De ahí se agregan ciudades como Culiacán, Tijuana, Los Mochis, Puebla, Campeche, Pachuca, etc.
Aquí cabe preguntarse si esta prohibición para la transmisión de esta música por la radio o bien para las presentaciones en vivo es una buena forma de nulificar estas “apologías a la violencia”, como lo han calificado las distintas autoridades. En mi parecer, la censura nunca ha funcionado para erradicar expresiones incómodas a los sistemas políticos a través de la música. La naturaleza sonora de la música hace de ésta un medio imposible de nulificar; el sonido es una energía que se propaga por cualquier medio material, traspasa muros y conciencias. Además, la característica esencial de la música contemporánea es su persistencia a través de la grabación, deja de ser un bien efímero, su “valor de cambio y valor simbólico queda almacenado en un medio que persiste, hace que adquiera, por ende, una temporalidad distinta, se extienden en el tiempo y en el espacio, permitiéndoles permanecer y alcanzar un gran número de receptores dispersos” (De Garay, 1993: 33).
CONCLUSIONES
Es este papel el que convierte al narcocorrido y al movimiento alterado en los nuevos portadores de esta fuerza contracultural de la música. Es una música que de forma natural se opone a los formatos estandarizados de la cultura dominante en México. Estos “modos oficiales” de la cultura corresponden a lo que la corriente gramsciana de los estudios culturales (Hall, Williams) ha dado por llamar cultura hegemónica, la cual es el reflejo cultural del poder de las elites manifestado sobre la sociedad más amplia.
Desde este sentido, la cultura masiva quedaría también fuera de la cultura subalterna; son los dueños de los grandes consorcios mediáticos y la élite en el poder los que definen qué hay y qué no en los contenidos de sus empresas. Lo que hoy día pretenden censurar, ayer lo apoyaron. A sus consorcios llegaron a grabar iconos de la música popular de muy diversas épocas, como lo son Los Tigres del Norte, Valentín Elizalde o la Banda El Limón. Ahora, a pesar de los intentos de censura, los medios digitales posibilitan la difusión de esta música más allá de las radios y las disqueras, empresas hoy débiles y en vías de extinción. Es bien sabido que el Movimiento Alterado recurre fuertemente a la distribución vía Internet a través de descargas de mp3, videoclips o streaming; a veces en los sitios populares como YouTube o Spotify, otras en blogs y sitios especializados más ocultos. Esto no se va parar con una simple censura a los medios tradicionales.
Justo una característica fundamental de la cultura alternativa es que su capital simbólico es “rechazado hacia los confines de la cultura”, por lo que también se le ha llamado cultura periférica, dado que existe una “precaria integración a la cultura hegemónica”, que no se da por la propia “voluntad de oposición explícita” (Cirese, 1979: p. 43), sino por la expulsión del sistema hegemónico. Su entrada al sistema se da en formas sutiles y poco notorias; su descubrimiento en el circuito interior de la cultura puede generar escándalos y motivar fuertes sanciones, como los múltiples intentos de prohibición de estos corridos. Es esta condición de lo alterno lo que lo diferencia de lo popular y lo folclórico, ya que ambas manifestaciones culturales son esenciales en la cultura central mexicana; su capital simbólico es un importante suministro de insumos para la cultura masiva, lo cual provoca una gran circulación de sus símbolos en el grueso de la sociedad mexicana. No podría haber cultura mexicana sin lo popular y lo folclórico; no así lo alternativo, que es apenas una abolladura en el rincón de la cultura mexicana.
El envío del capital simbólico subalterno hacia la “periferia” de la cultura tampoco es una expulsión o reclusión de sus símbolos. El sistema se comporta de manera permeable. A este sistema simbólico se le impide el “desarrollo autónomo”, por lo que es necesario permitir el acceso al centro para reordenar “su producción y consumo, su estructura social y su lenguaje para adaptarlos al desarrollo capitalista” (García Canclini, en Yúdice, 2002: p. 118). No se vive ahora bajo leyes fundamentales y rígidas para el manejo del capital cultural, “hay, en cambio, una competencia de muchos y diferentes principios de inclusión y exclusión” (Yúdice, 2002: p.47) que son producto de los diversos mecanismos de entrada y salida de símbolos del sistema hegemónico de la cultura. Estos mecanismos no se encuentran regulados; se dan de forma natural y espontánea y son éstos los que provocan que, a pesar de la globalización, la cultura no sea estática.
Es en este sentido que proponemos que, así como en la Colonia se censuraron los sones y los jarabes por ser música y baile que incitaban a la parranda, ahora nos encontramos con ese mismo intento con una música que viene de esa misma raíz. Tampoco se pretende hacer una defensa del narcocorrido y los alterados. Estos músicos son una parte importante del fenómeno del crimen y la violencia que mucho daño ha causado al país. A lo que aspira este trabajo es señalar su valor contracultural, mismo que como lo muestran varios autores (Savater y de Villena:1982; Racionero, 2002), va más allá de los ya muy mencionados jipísimos años sesenta, abarcando expresiones culturales como el budismo, el shamanismo, la literatura de Herman Hesse, la filosofía anarquista, entre otros más.
Si nos detenemos a pensarlo por un momento, ninguna de estas formas de expresión cultural se eliminó a partir de procesos de censura. Es en este sentido que proponemos al narcocorrido y al Movimiento Alterado como formato contracultural, que igual que muchas otras expresiones calificadas como tal, divergen de la ortodoxia cultural vigente; se disparan a las periferias y utilizan medios subterráneos para su difusión y presencia. En esta condición, si bien la censura no parece ser la respuesta para el tratamiento de estas músicas marginales, queda abierta la pregunta sobre cómo manejar la complicada temática que abordan. Nuestro trabajo prosigue, por lo que, por esta vez se deja esta pregunta abierta en espera de encontrar posibles respuestas.
Omar Cerrillo Garnica - (2015). “Contracultura musical en México: mirando más allá del rock”. Estudios de música sin música. Revista del Sepehismume, 1
En algunas biografías de los Beatles, se dice que el cambio se dio poco después de sus primeras presentaciones en Estados Unidos, cuando conocen a Bob Dylan en 1964 y éste les da a probar la marihuana (Agustín, 1994). A partir de allí, todos los miembros del grupo comenzaron a experimentar con diversas drogas, cambiaron su apariencia así como la estructura y composición de su música.
Su libro se titula así, Filosofías del Underground. Tanto por el sentido general del texto, como también tomando como referencia trabajos con este sentido como el de Dick Hebdidge (1995) o Cirese (1979), se puede considerar el término underground como un sinónimo de contracultura.
Do it Yourself, por sus siglas en inglés. Hazlo por ti mismo, una idea central en la filosofía punk y anarquista.
Entrevista radiofónica contenida en Alex Lora: esclavo del rocanrol. DVD. Warner Music: México.
Fuentes consultadas
Agawu, Kofï (2012). La música como discurso. Aventuras semióticas en la música romántica. Eterna Cadencia: Buenos Aires.
Agustín, José (1994). “Tocar la puerta de Dylan”. En Crines. Era: México.
— (1996). La Contracultura en México. Grijalbo: México.
Berlin, Isaiah (2009). El estudio adecuado de la humanidad. Fondo de Cultura Económica: México.
Cirese, Alberto Mario (1979). Ensayos sobre las culturas subalternas. INAH: México.
De Garay, Adrián (1993). El rock también es cultura. Universidad Iberoamericana: México.
Fadanelli, Guillermo (2000). “Cultura subterránea”. En Martínez Rentería, C. (comp.) CulturaContraCultura. Plaza y Janés: México
Feixa, Carles (1998). El reloj de Arena. culturas juveniles. SEP-Causa Joven: México.
Flores, Enrique (2005). Forajidos. Historia y Poesía en siete corridos mexicanos. Castillo: México.
Gama, Federico (2009). Mazahuacholoskatopunk. Imjuve: México.
Giberti, Eva (1998). “Hijos del rock”. En Margulis, Mario, et. al. (comp.). Viviendo a toda. Jóvenes, territorios culturales y nuevas sensibilidades. Universidad Central-DIUC-Siglo del Hombre Editores: Bogotá.
Habermas, Jürgen (1994). Historia y crítica de la opinión pública: la transformación estructural de la vida pública. Gustavo Gili: Barcelona.
Hebdidge, Dick (1995). Subculture. Routledge: New York.
Heredia Vázquez, Rubén (2004). “El son, esencia musical de México”. En Correo del Maestro, No. 98, Año 9, Julio. México. Consultado en http://www.herencialatina.com/Sones/El_Son_Esencia_de_Mexico.htm el 25 de septiembre de 2014.
Kelly, Luis. (2003). Alex Lora: esclavo del rocanrol. DVD. Warner Music: México
Lira-Hernández, Alberto (2013). “El corrido mexicano: un fenómeno histórico-social y literario”. En Contribuciones desde Coatepec, No. 24. Enero-junio. Pp. 29-43.
Melville, Keith (1980). Las comunas en la contracultura. Kairós: Barcelona.
Racionero, Luis (2000). Filosofías del underground. Anagrama, 6ª ed: Barcelona.
Ragland, Cathy (2009). Música Norteña. Temple University Press: Filadelfia.
Ramírez Paredes, Juan Rogelio (2012). “Huellas musicales de la violencia: el “movimiento alterado” en México”. En Sociológica, año 27, No. 77, Septiembre-diciembre. Pp. 181-234.
Ramírez Pimienta, Juan Carlos (2010). “En torno al primer narcocorrido: arqueología del cancionero de las drogas”. En Contracorriente, Vol. 7, No. 3, Primavera. Pp. 82-99
Savater, Fernando y de Villena, Luis Antonio (1982). Heterodoxias y contracultura. Montesinos: Barcelona.
Serrano, José Fernando (1998). “Somos el extremo de las cosas o pistas para comprender culturas juveniles hoy”. En Margulis, Mario, et. al. (comp.). Viviendo a toda. Jóvenes, territorios culturales y nuevas sensibilidades. Universidad Central-DIUC-Siglo del Hombre Editores: Bogotá.
Wald, Elijah (2001). Narcocorrido. Harper Collins Publishers: Nueva York.
Yúdice, George (2002). El recurso de la cultura. Gedisa: Barcelona.
Comentarios
Publicar un comentario