Nadie sabe por qué una de las personas con más talento de la historia humana tuvo que morir tan joven (pues en contra de lo que dice el rumor, no fue asesinado por su presunto rival, Antonio Salieri).
Es probable que se debiera a una combinación mortal de tensión psicológica, problemas económicos y exceso de trabajo. Mozart, como muchos autónomos, no sabía decir no y aceptaba un encargo tras otro y, aunque su música siempre parece espontánea y natural, sabemos por sus cartas que a veces le costaba componer.
Un miembro de la familia Haffner, muy importante en Salzburgo, le encargó una obra en 1782, precisamente cuando Mozart estaba hasta las orejas de trabajo. Enseñaba, escribía, arreglaba óperas aprisa y corriendo, y encima se estaba mudando de casa y quería casarse. Pero cumplió el encargo: reescribió, reorquestó y enriqueció una serenata que había compuesto unos años antes para la misma familia. Tratándose de Mozart, no se percibe la angustia que hay detrás de su deslumbrante y transparente superficie. Fue un éxito. Exuberante, elegante, vital, un estimulante musical perfecto y una banda sonora excelente, me parece a mí, para amenizar la labor más mundana y aburrida.
(Un aparte: hace unos años, cuando vivía en Nueva York, entré en la Biblioteca Morgan de Madison Avenue. Se exponía la partitura autógrafa de esta sinfonía. Mientras la miraba y veía la caligrafía del propio Mozart, sus tachaduras y sus borrones, sentí algo curioso en mi interior. A veces cuesta hacerse a la idea de que quien ha escrito una cosa así es una persona de carne y hueso. Una persona sobrecargada de trabajo, mal remunerada, irritable, atareada, brillante. Desde entonces no he podido oír esta sinfonía como antes.)
Clemency Burton-Hill
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