En la historia de la música hay obras que pueden considerarse grandes hitos, piezas que lo cambian todo, que ponen de relieve todo lo que se ha hecho para llegar a aquel punto y a las que todas las obras posteriores tendrán que referirse de un modo u otro, conscientemente o no.
Rebosante de ideas y de rasgos formales, el concierto para violín de Felix Mendelssohn es una de esas obras. Empezó a escribirlo en 1838, haciendo consultas continuas a su gran amigo, el violinista Ferdinand David, a quien conocía desde la adolescencia. «En mi cabeza no deja de sonar un concierto para violín en mi menor —le escribió el compositor—, y el principio no me deja en paz.»
Mendelssohn trabajó a conciencia este concierto; pasarían otros seis años antes de concluirlo, seis años durante los que David no dejó de sugerirle revisiones y modificaciones de todas clases.
Valió la pena la espera.
Clemency Burton-Hill
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