Donwood pensó en su momento en los efectos de la guerra en Kosovo, pero, también, en los malos augurios medioambientales. El disco se desentiende de esas problemáticas que no han sido indiferentes a Radiohead. Hubo un tiempo, entre 2003 y 2006, que el grupo pidió auditorías de carbono de sus giras por Estados Unidos, pero años más tarde, el propio Yorke se sintió prisionero de una contradicción imposible de resolver sobre la base de la lógica del mercado musical: “lo que siempre me ha preocupado es que, si hago campaña sobre el cambio climático, soy alguien que (también) tiene que volar por mi trabajo, así que… soy un hipócrita”, le dijo al programa de radio de la BBC Desert Island Discs, “¿qué quieren que haga al respecto?”. Acaso para mitigar culpas, el cantante y compositor aportó parte de la música de Flows for Manatees, el documental del danés Klaus Thymann sobre los riesgos que enfrenta ese mamífero en el Caribe. Thymann es conocido por haber proyectado las palabras de Greta Thunberg en el edificio de la ONU durante la Cumbre de Acción Climática de 2019.
Un reciente artículo de The New York Times es el que facilitó una posible conexión menos azarosa entre la portada de Kid A y el último (y otra vez resignado) llamamiento de Guterres: científicos y músicos vienen grabando sonidos del agua al descongelarse para documentar y predecir los efectos del cambio climático. Martin Sharp, glaciólogo en la Universidad de Alberta, había enterrado micrófonos en una enorme masa helada en el extremo norte de Canadá. Los resultados de esas grabaciones le evocaron a la publicación “las producciones electrónicas de Autechre y Aphex Twin”. Sharp las difundía durante las conferencias y así llegaron a oídos del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático. Le pidieron una copia. Un involuntario arte sonoro se añadiría a los datos empíricos. Las grabaciones del hielo devenido agua y los glaciares astillándose podrían ayudar, según otras fuentes consultadas por The New York Times, a predecir el ritmo del cambio climático y la subida del nivel del mar.
Grant Deane es investigador de la Universidad de California en San Diego y desde 2009 graba desprendimientos de glaciares. Sostiene que es posible trazar el desgaste de la gigantesca capa de hielo en Groenlandia a través del sonido. Pero, además, Deane ha participado de las instalaciones inmersivas de la artista canadiense Mia Feuer. “Colaboré con él en un proyecto en el que pude retransmitir durante cuatro meses consecutivos sonidos procedentes del Océano Ártico. Y cada vez que otro glaciar se desprendía, sonaba como un trueno. Así que sí, el cambio climático se convirtió en un tema que quería explorar profundamente en mi trabajo. Y eso realmente vino de la comprensión de que los materiales de mi práctica contribuyen al calentamiento del clima. Fue duro darse cuenta y preguntarse “¿puedo usar estos materiales en mis esculturas?”, explicó la también autora de la exposición Totems of the Anthropocene. Feuer volvió a trabajar con Deane en Mesh, una exposición que se realizó en Miami y la costa del Golfo, Calgary y el Círculo Polar Ártico para iluminar la interconexión que tienen esas tres zonas con los desastres por venir.
El hielo canta su propio resquebrajamiento. Julien Chaput, geofísico de la Universidad Estatal de Colorado, lo pudo constatar entre 2014 y 2017 en la barrera de hielo de Ross, un gran campo níveo en la Antártida, de 487 000 km². Las ondas sinusoidales que capturaban los sensores se distinguían por alturas tan definidas como persistentes, propensas a cambiar con las temperaturas, las tormentas y los vientos. Esa información sonora rondaba los 5 hercios, una cuarta parte de la frecuencia más baja que los oídos humanos pueden detectar. Pero, al comprimir y acelerar las muestras, eran susceptibles de ser escuchadas. Chaput lo hizo especialmente durante el caluroso verano antártico de 2016. El gemido duró dos semanas. “No me pareció muy feliz”, le dijo el científico a The Washington Post. Era la banda sonora del derretimiento.
La noruega Jana Winderen llegó a la misma constatación, pero desde otra práctica, la estrictamente musical. Colocó un micrófono hidrófono, como se conocen a los micrófonos sellados que detectan la presión del agua, al borde de un glaciar en Islandia. Parte de esa exploración se resume en Spring Bloom in the Marginal Ice Zone. Primero fue una instalación con siete parlantes, estrenada en Ámsterdam, en 2017. Luego se mezcló en estéreo. “El oyente experimenta el florecimiento del plancton, los cambios y crujidos del hielo marino en el mar de Barents, alrededor de Spitsbergen (hacia el Polo Norte) y los sonidos submarinos de las focas barbudas, las especies migratorias como las ballenas jorobadas y las orcas, y el sonido de la caza del carbonero y el desove del bacalao. Todos dependen de la floración primaveral”, dice la autora. Winderen solo trabaja con los materiales de sus grabaciones. No se trata de simples yuxtaposiciones. Ecualiza. Estira tiempos. Corrige cuando algo está fuera del rango audible. “También hay algunos sonidos hechos por el hombre, como el dispositivo de audio que asusta a las focas: suena como metal contra metal. Incluí eso porque quiero hablar sobre temas relacionados con el uso destructivo de estas máquinas peligrosas. Esas texturas se mezclan con el presente debate. Spring Bloom in the Marginal Ice Zone aborda los aspectos políticos del cambio climático de una manera mucho más fuerte y directa. Su fuerte vínculo es tanto científico como sensible con los efectos catastróficos del calentamiento global que se vuelve cada día mucho más evidente”, dijo a la revista italiana Toneshift.
¿Una música, entonces, como nota al pie predictiva de los informes del IPCC? Escuchados desde el sur extractivista, esos materiales pueden provocar quizá indiferencia, y mucho más si solo se pone el acento en su valor constructivo, o si se lo compara con otras tradiciones. Habilitan no obstante la interrogación sobre los modos en que la música puede acercarse de un modo abstracto a la tematización de un horizonte alarmante. Es tal vez la prescindencia de las palabras las que permiten, como en la portada de Kid A, ir más lejos que una mera enunciación siempre llamada a la sospecha. Lo sabe el propio Yorke, uno de los que firmó hace cuatro años, junto con Brian Eno, Robert Del Naja, de Massive Attack, y David Byrne, entre otros, una carta abierta redactada por Extinction Rebellion en respuesta a las críticas periodísticas que los colocan en el lugar de la impostura y la sobreactuación respecto al cambio climático. “Queridos periodistas que nos han llamado hipócritas, tenéis razón. Vivimos vidas con altas emisiones de carbono y las industrias de las que formamos parte tienen enormes huellas de carbono. Como ustedes –y como todo el mundo–, estamos atrapados en esta economía de combustibles fósiles. Sin un cambio sistémico, nuestros estilos de vida seguirán causando daños climáticos y ecológicos”.
La carta, tan extemporánea a nuestros debates musicales, recuerda que el futuro ha llegado. “Millones de personas están sufriendo, abandonando sus hogares y llegando a nuestras fronteras como refugiados. Junto a estas personas que ya están pagando el precio de nuestra economía basada en los combustibles fósiles, hay millones de niños –llamados a la acción por Greta Thunberg– que nos suplican a nosotros, las personas con poder e influencia, que nos pongamos en pie y luchemos por su futuro ya devastado. No podemos ignorar su llamada. Aunque al responderles nos pongamos en su línea de fuego”.
Ese mismo año, y como parte de la gira mundial de Cornucopia, Björk se presentó en Manhattan en alianza dramatúrgica con la salteña Lucrecia Martel. En un momento del concierto irrumpió sobre una gran pantalla Greta Thunberg. “Estamos a punto de sacrificar nuestra civilización para que un reducidísimo grupo siga amasando inimaginables fortunas”. ¿Estaba el público dispuesto a ser desafiado, casi al borde del sermón? “Se les están acabando las excusas y a nosotros se nos está acabando el tiempo”. Björk y Thunberg volvieron a juntarse en octubre pasado durante el podcast World Revier, de New Statesman, que modera la escritora Kate Mossman. Hablaron especialmente sobre The Climate Book, el último y reciente libro que compila la activista. “Acabo de leerlo. Estoy inspirada y triste, porque la situación es peor incluso de lo que pensábamos, pero hay algunos momentos que inspiran confianza, que nos animan a actuar”.
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