En su breve vida —lamentablemente breve—, George Gershwin produjo en diversos géneros algunas de las músicas más aplaudidas de los últimos cien años, desde óperas como Porgy y Bess hasta obras orquestales como Rapsodia en blue y Un americano en París.
Él mismo pasó algún tiempo, allá por los años veinte, en la Ciudad de la Luz, aunque, atención, Nadia Boulanger lo rechazó como alumno y Maurice Ravel quedó tan embobado por las dotes del norteamericano que también se negó a darle clases, alegando que «es mejor escribir un buen Gershwin que un mal Ravel, que es lo que ocurrirá si trabaja usted conmigo».
Autor de melodías de una gracia sobrenatural, los directores de Hollywood se lo rifaban. Este delicioso interludio musical de Shall we dance? (Ritmo loco en España, Pies de seda en México, Al compás del amor en Argentina), séptima colaboración de Ginger Rogers y Fred Astaire, tiene lugar en un transatlántico que se dirige a Nueva York, en la hora en que los pasajeros pasean a sus perros, momento que Fred Astaire, que interpreta a un bailarín de ballet llamado Petrov, aprovecha para conocer a Ginger Rogers, que aquí es la célebre bailarina de claqué Linda Keene. (Como es de prever, se enamoran, pero antes del final feliz hay muchos números bailables.)
Gershwin murió de un tumor cerebral a los treinta y ocho años, un año después de estrenarse Shall we dance? Como en el caso de Schubert, el de Mendelssohn o el de Mozart, resulta penoso pensar en lo que habría podido hacer si no hubiera fallecido.
Clemency Burton-Hill
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