La historia de la música clásica, como la del pop, está plagada de casos en que la gente no se da cuenta de las cosas de valor que tiene ante las narices.
La Nochebuena de 1874 Tchaikovski fue a casa del pianista Nikolái Rubinstein para enseñarle un nuevo concierto, con la esperanza de que el famoso virtuoso ruso lo estrenara. La visita no dio el resultado que se esperaba. En una carta a Nadeyda von Meck, empresaria y benefactora del compositor, este le dijo:
Toqué el primer movimiento. Ni una palabra, ni una sola observación.
¿Conoce usted esa sensación de torpeza y ridículo que tenemos cuando invitamos a comer a un amigo y le servimos un plato que hemos preparado personalmente, lo prueba y no dice absolutamente nada? Oh,
¿qué no habría dado yo por una sencilla palabra, por un reproche amistoso, por cualquier cosa que hubiera roto el silencio? ¡Por el amor de Dios, diga usted algo! Pero Rubinstein no despegó los labios.
Tchaikovski siguió adelante animosamente. Pero entonces llegó el reproche y no fue «amistoso»:
De los labios de Rubinstein brotó un chorro de palabras […] Mi concierto no valía nada, era imposible tocarlo; los pasajes eran tan irregulares e inconexos y estaban escritos con tanta desmaña que ni siquiera podían mejorarse; la obra en cuanto tal era mala, trivial, vulgar; de vez en cuando se notaba que había plagiado a este o a aquel; solo había un par de páginas con algo de valor; el resto era mejor destruirlo.
Me fui de la habitación sin decir nada.
Esto me recuerda a algo que dijo Dick Rowe, un directivo de la casa discográfica Decca: «La moda de los grupos guitarreros está pasando, señor Epstein», y no fichó a los Beatles. Tchaikovski, como Brian Epstein, tuvo presencia de ánimo suficiente para perseverar: y adivinen quién rió al último.
Clemency Burton-Hill.
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