El corazón siempre me da un pequeño brinco cuando pienso que Franz Liszt dedicó cariñosamente esta pieza a Robert Schumann, al que se la envió en mayo de 1854, aunque llegó demasiado tarde: Robert había sido ingresado ya en el manicomio de Edenich a causa de la enfermedad mental con que luchó toda la vida.
La recepción inicial de la sonata fue desastrosa: con su estructura en un solo movimiento ininterrumpido, se consideró en su época una música inadmisiblemente atrevida y novedosa, en la que el compositor jugó con expectativas formales e insertó una sonata dentro de otra. (¡Qué insolencia!) Siento decir que incluso Clara Schumann se sintió horrorizada y la encontró «espantosa». El influyente crítico vienés Eduard Hanslick declaró: «Quien la oiga y la encuentre hermosa es que no tiene ya remedio».
Qué fuerte. Supongo que esto debería hacernos recapacitar cada vez que arqueamos las cejas o cerramos los oídos ante la desconcertante música nueva de nuestra propia época. Porque esta sonata enigmática y dramática, hoy adorada por pianistas y oyentes de todo el mundo, seguramente se considera la mejor obra de Liszt, por no decir la expresión máxima del repertorio pianístico de todo el Romanticismo.
Tengo la loca sospecha de que si el pobre Schumann hubiera estado en condiciones de escucharla, nos habría dicho lo mismo.
Clemency Burton-Hill
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