En marzo conocimos al gran compositor franco-flamenco Johannes Ockeghem. Era tan respetado por sus colegas que su muerte inspiró multitud de homenajes, entre ellos esta belleza de un hombre considerado a menudo su mayor sucesor.
Sirviéndose de la técnica denominada «cantus firmus», en el que las voces se entretejen alrededor de un canto ya existente y reconocible al instante, Josquin, nombre por el que se conoce, se hace eco del estilo contrapuntístico de Ockeghem con efectos conmovedores.
La curiosidad musical de Josquin lo inclinó hacia la experimentación, por así decirlo. Tanto en sus misas y motetes sacros como en sus canciones profanas ensayó diferentes estilos y técnicas polifónicos que sobre el papel podrían parecer un poco esotéricos —¿alguien sabe lo que es la imitación pareada?—, pero que encierran cargas profundamente expresivas que se alejan de las abstracciones sónicas de la época medieval.
Asimismo parece que fue más famoso que ningún otro músico anterior precisamente por el entusiasmo con que asimiló la tecnología moderna de entonces, que en este caso fue la reciente invención de la imprenta. Muchas misas suyas se imprimieron mientras aún vivía, ganando admiradores entre los que se contaba Martín Lutero, el teólogo de la Reforma. Josquin, dijo Lutero, era «amo de las notas, que hacen lo que él desea; otros compositores hacen lo que desean las notas».
Clemency Burton-Hill
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