Parece que Gershwin, que falleció este día, acostumbraba a improvisar cuatro canciones todas las mañanas para descartar las malas de su repertorio. ¡Si esto es verdad, fue una estrategia condenadamente buena, porque casi cada uno de los compases que nos legó en su breve vida c’est magnifique! Increíble, pero cierto.
Cuando andaba por la mitad de la treintena ya era una sensación en los mundos del teatro musical, la música clásica sinfónica e instrumental y el jazz, pero no había escrito aún una ópera. Tras algunos intentos poco convincentes, encontró el material ideal en Porgy, una novela publicada por DuBose Heyward en 1925.
Cuenta la historia de un mendigo minusválido, Porgy, y la guapa Bess, a la que ama, pero que no puede escapar de las garras estupefacientes de dos hombres: Sportin’ Life, que le suministra la droga, y su celoso y agresivo novio, Crown. Según la intención de Gershwin, Porgy and Bess tenía que ser una «ópera folclórica»; no porque la hubiera basado directamente en material tradicional, sino porque en la partitura había motivos de la música afroamericana y del espiritual, un poco al estilo de la música de Bartók o Vaughan Williams.
Durante un tiempo dejó Nueva York para vivir en Carolina del Sur y empaparse allí de los auténticos sonidos de los barrios bajos donde tiene lugar la acción. Siendo como era, absorbió todo lo que oyó y lo combinó con mil otros sonidos que correteaban por aquel cerebro suyo: judíos, afroamericanos, blues, jazz; oía intuitivamente lo que los conectaba y los sintetizó en una obra que fue una obra maestra.
La ópera escandalizó al público cuando se estrenó, en 1935, y no solo porque el reparto estuviera compuesto casi totalmente por cantantes afroamericanos. No había precedentes en la época (y todavía es una rareza en casi todos los teatros de ópera occidentales). Se clausuró al cabo de unos meses pero con el tiempo fue aclamada como un clásico.
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