Elegíaco, vehemente y con momentos de emoción pura tan vertiginosos que salimos de una ejecución pulverizados (quiero decir renacidos), este concierto, convertido en representativo en 1965 por la entonces joven violonchelista británica Jacqueline du Pré, debería despejar de una vez para siempre la idea de que Elgar fue un estirado caballero eduardiano que se dedicaba a poner un poco de bucolismo inglés aquí, una charanga nacionalista allá y poco más. Desde el apasionado primer acorde, y sin malgastar un solo segundo, este concierto tiene más alma en su dedo meñique que muchos compositores en toda su vida.
Fue la última obra mayor que escribió Elgar y lleva en su ADN la larga y lúgubre sombra de la Gran Guerra europea. Elgar concibió el tema principal del electrizante primer movimiento en 1918, según se dijo a raíz de una operación de amígdalas. Se puso a escribirlo en el verano de 1919 en su casa de campo de Sussex. La paz se había firmado hacía menos de un año: el verano anterior aún oía por la noche, en aquella misma casa rural, el retumbar de la artillería del otro lado del canal de la Mancha. Por si fuera poco, su esposa Alice se estaba muriendo, sería el último verano que pasaran juntos.
El estreno de la obra fue un desastre, la orquesta y el solista apenas ensayaron y el público no supo entender una obra pública que parecía tan intensa y furiosamente privada. Su reputación quedó reivindicada, sin embargo, gracias a la singular destreza de Du Pré y desde entonces se considera una de las mayores expresiones musicales del siglo XX.
Clemency Burton-Hill
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