James P. Johnson tendrá siempre un lugar en la historia de la música por haber sido un pionero del jazz, padre de una técnica llamada «stride piano» y profesor de luminarias como Thomas Waller (llamado Fats Waller).
Pero esta leyenda del ragtime también estudió música clásica e incluso mientras transformaba el paisaje jazzístico neoyorquino pugnaba porque lo considerasen un compositor serio de música sinfónica.
Un rasgo distintivo de su música es que incorporaba los temas afroamericanos que sonaban en su barrio, Harlem. Mientras compositores como George Gershwin (y como Maurice Ravel, cuando pasó por Nueva York) se dejaban caer por Harlem una noche para oír a pianistas como Johnson y luego volvían al centro y plasmaban en sus propias partituras lo que habían escuchado, el uso del lenguaje afroamericano y del jazz en la música clásica de Johnson tiene la huella de la autenticidad.
Sin embargo, a pesar de haber escrito dieciséis musicales, más de doscientas canciones, una sinfonía, un concierto para piano, dos poemas sinfónicos y una ópera, obtuvo poco reconocimiento del mundo clásico y solo recientemente los profesionales han empezado a tomarlo en serio.
Antes de morir invitó al crítico musical Rudi Blesh a que echara un vistazo a sus muchas partituras inéditas. «Son obras largas, muy ambiciosas y con fuerza racial —señala Blesh—. Sus ritmos africanos conmueven por su franca nobleza. Se nota que estas cualidades no son préstamos, todas residen en el propio compositor».
Clemency Burton-Hill
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