A menudo se dice que Amy Beach fue «la primera compositora estadounidense». No es exacto que ninguna mujer quisiera escribir música antes que ella, pero, como hemos visto, las condiciones de las mujeres que querían dedicarse profesionalmente a la música no fueron propicias hasta hace relativamente poco.
El considerable impacto que produjo Beach en la escena musical de Estados Unidos fue por ello mismo tanto más significativo. Además de miniaturas como la presente, escribió obras de gran envergadura: sinfonías, misas y conciertos.
Habría sido indignante que Beach no hubiera encontrado una salida para sus impresionantes dotes musicales. Al parecer, con solo un año de edad era capaz de cantar cuarenta canciones, y no me refiero precisamente a «En la granja de Pepito»; y cuando tenía dos sabía improvisar un acompañamiento para cualquier cosa que le cantara su madre; y cuando tenía tres sabía leer música; y con cinco compuso su primer vals, y así sucesivamente.
Beach acabó siendo una pianista fenomenal y eso que cuando era pequeña su madre le había prohibido tocar el piano de la familia, al parecer porque, si se lo permitía, se «debilitaba» su autoridad parental. (Yo también se lo he prohibido a mi hijo pequeño, pero no por ese motivo, sino porque siento estima por mis tímpanos.)
Cuando Amy, en 1885, contrajo matrimonio con un eminente médico bostoniano que tenía veinticinco años más que ella, el marido también quiso apartarla de sus inclinaciones. Se le permitió dar al año dos recitales públicos, con fines benéficos. Pero aunque pudo componer de puertas adentro, el señor Beach no le dejó estudiar música. El resultado fue una autodidacta genial con una voz propia y característica; su música merece ser más conocida.
Clemency Burton-Hill
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