Ayer conocimos a Zemlinsky, uno de los muchos compositores del romanticismo tardío que recibieron inspiración y estímulos de Johannes Brahms. Hoy hablamos del gran hombre, que nació este día, y de una obra que siempre comparo con el sol naciente en forma de música.
En 1853 Brahms pasó a ser un protegido de Robert Schumann, que tiempo después recordaría haber oído «sonatas, más bien sinfonías encubiertas, canciones cuya poesía se entendería incluso sin palabras […] Sonatas para violín y piano, cuartetos para cuerdas, obras todas tan diferentes entre sí que se dirían nacidas de fuentes independientes». Este inofensivo comentario,
«cuya poesía se entendería incluso sin palabras», toca directamente el corazón de lo más mágico que tiene la música para mí.
Aunque prolífico, Brahms era despiadadamente autocrítico e implacable: destruyó por lo menos cuatro sonatas para violín mientras creaba las tres que han llegado hasta nosotros. Aunque lo lamento hasta cierto punto, porque desearía que hubiera escrito más, no podemos quejarnos de las que nos dejó.
Clemency Burton-Hill
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