Fauré tenía diecinueve años cuando presentó esta breve obra coral en un certamen de la École Niedermeyer de París. Y ganó.
También yo era una adolescente cuando la escuché por primera vez una mañana (cantada por el coro de la escuela) y, al igual que el concierto para piano de Ravel que oímos en marzo, fue otra de esas piezas que señalaron un «antes» y un «después» en mi biografía personal. Su belleza celestial me dejó turulata, patidifusa: aquellas exuberantes líneas vocales, impecablemente superpuestas, teñidas con pinceladas sutiles de color vanguardista.
Fauré dedicó la obra a César Franck, que la dirigió este día del año 1875. El texto, Verbe égal au Très-Haut, nôtre unique espérance («Verbo igual al Altísimo, única esperanza nuestra»), es una paráfrasis de un himno latino del dramaturgo francés Jean Racine.
Cuando la oí por primera vez, sentada en el salón de actos del colegio, no sabía qué significaban aquellas palabras, pero eso no me impidió sentirme profundamente conmovida por la música. Es uno de los grandes misterios de la música y un principio al que no renunciaré: si una obra nos habla, por el motivo que sea, esta reacción es válida; su significado es lo que significa para nosotros.
Clemency Burton-Hill
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