Yo tenía quince años y el primer gran amor de mi vida acababa de darme calabazas. Unas noches después saqué fuerzas de flaqueza y fui a ver Eugenio Oneguin con mi madre.
El lugar del mundo donde menos me apetecía estar era aquel estúpido teatro de ópera. Habría preferido encerrarme en mi habitación, oír canciones pop que me recordaran al novio perdido, ponerme la camiseta que todavía olía a él, llorar a moco tendido y escribirle una carta —aún no existían los móviles— para suplicarle que volviera conmigo.
Así que allí me tenías, desplomada en la butaca, con el corazón destrozado y sin apenas prestar atención a lo que ocurría en escena. Pero de pronto veo que una chica saca un papel y se pone a cantar. Y luego se pone a escribir una carta, al hombre que la ha mandado a freír monas y le ha roto el corazón, y la chica canta cada frase de la misiva conforme se le ocurren de un modo que parece muy espontáneo, y la escena resulta bellísima, con una música transparente y expresiva, y yo me he puesto muy tiesa, y leo los subtítulos y escucho, escucho ya con mucha atención, y estoy como si me hubieran atravesado de parte a parte.
Es como si la chica del escenario cantara mi vida, y todo desfilara ante mí sin adornos, y lo viera con mis ojos y lo oyera con mis oídos, y el consuelo que siento es real. Y entonces lo pillo, entiendo por qué la ópera —pese a todos sus aspectos ridículos— puede ser a veces la forma artística más auténtica y poderosa que existe.
Eugenio Oneguin está basada en la novela versificada de Pushkin del mismo título, cuyo primer capítulo empezó a escribirse este día. El retrato de Tatiana que hace Tchaikovski, rechazada por Oneguin para que este comprenda demasiado tarde que ha cometido un error, es heroico, comprensivo y matizado. «Amaba a Tatiana —escribió el compositor a un amigo—, y estaba furioso con Oneguin, que me parecía un lechuguino frío y sin sentimientos».
Clemency Burton-Hill
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