Hoy tocan la Viena de fin de siglo y un insólito ramillete de flores de mayo, musicalizados para sexteto de cuerdas y soprano, una combinación inusual.
No se oye mucho estos días a Alexander von Zemlinsky, lo cual creo que es una lástima porque vivió en el eje de uno de los períodos de la cultura moderna más fascinantes. Además de recibir la influencia de Johannes Brahms, fue alumno de Anton Bruckner y luego enseñó a una serie de compositores destacados como Erich Korngold. De joven se enamoró apasionadamente de Alma Schindler, que acabó casándose primero con Gustav Mahler, luego con el arquitecto Walter Gropius y después con el novelista Franz Werfel.
Al igual que su amigo y cuñado Arnold Schönberg y muchos otros músicos judíos, Zemlinsky tuvo que huir de la Austria nazi para refugiarse en Estados Unidos. Pero a diferencia de muchos que hicieron lo que él, no recibió el reconocimiento que ambicionaba; y que merecía, según afirmaron públicamente Mahler y Schönberg.
En mi opinión, la música superexpresiva de Zemlinsky es de lo más interesante, ya que refleja las drásticas transformaciones que se produjeron en la música occidental entre 1890 y 1940. Tensa las armonías hasta un punto límite, pero nunca se sumerge en la atonalidad total, al estilo de Schönberg. Esta obra, que pone música a un texto del destacado poeta alemán Richard Dehmel, empieza con un paso lánguido, pero crece en intensidad cuando entra la soprano. Oírla es una experiencia inolvidable y siempre tiene el efecto de transportarme, como solo la música consigue, a otros tiempos y otros lugares.
Clemency Burton-Hill
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