Estamos en la apacible noche de este día de mayo del año 1913. En el Teatro de los Campos Elíseos, en cuyo espectacular auditorio art-nouveau se ha reunido el todo París para asistir al estreno mundial de una obra de los Ballets Rusos de Diáguilev.
El ballet va a representar los ritos primaverales prehistóricos de la antigua Rusia y el gran sacrificio que celebra una tribu eslava, con una partitura de Ígor Stravinsky, un compositor prácticamente desconocido hasta que Diáguilev le había encargado, tres años antes, que escribiera la música de El pájaro de fuego y luego la de Petrushka. La atmósfera está tensa.
Empieza la música. Un solo extraño, ahogado, alarmantemente desnudo, a cargo de la madera. Y tras los primeros compases:
—¡Abominable! —susurra Claude Debussy—. ¡No entiendo nada!
Otros no fueron tan moderados. Pocos compases después, la multitud organizó un ruidoso alboroto que ha pasado a la historia.
Algunos seguramente buscaban pelea; incluso es posible que estuvieran allí únicamente para armar escándalo. A fin de cuentas era una época en que los disturbios daban prestigio: ser realmente vanguardista significaba exasperar al público hasta el límite de la tolerancia e incitarlo a ir más allá.
Stravinsky afirmó tiempo después que para escribir La consagración de la primavera había entrado en una especie de trance. «Yo soy el recipiente por el que pasó La consagración».
Esta música de locos viene escuchándose desde hace más de un siglo y no ha perdido ni un ápice de su fuerza.
Clemency Burton-Hill
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