Por Asma al-Ghul
Hace catorce años, en 2009, Le Monde escribió sobre un incidente en el que me enfrenté a las fuerzas de seguridad de Hamás en las playas de Gaza en el contexto de mi lucha contra el fundamentalismo religioso de este movimiento que, en sus primeros años en el poder, ya intentaba estrechar el cerco sobre toda la población de Gaza. Cuatro años más tarde, en 2013, Le Monde también publicó un perfil mio. El título, “Asmaa, la última mujer libre de Gaza”, era una exageración, pero no importaba.
En aquel momento, yo participaba en un movimiento que exigía el fin de la división política entre Al Fatah y Hamás y abogaba por la unidad de las y los palestinos, para ofrecer un poco de esperanza a la juventud de Gaza. Hoy, todas las luchas sociales y las batallas para preservar las libertades en Gaza parecen haber sido en vano. Esta guerra devastadora, que ya se ha cobrado la vida de al menos 5.300 niños y niñas palestinas y ha dejado en ruinas la mitad de las viviendas de Gaza, anula todos los esfuerzos de moderación y toda la retórica a favor de la libertad, la paz y la democracia. Los llamamientos a la venganza son más fuertes que nunca y desafiar a un movimiento de resistencia islámico, presente o futuro, se ha vuelto extremadamente difícil.
Hoy en día, las voces discrepantes, incluida la mía, son minoría. Esta guerra no me dejará indemne. Estoy a punto de perder la fe en todo aquello en lo que creía. Cuando hoy miro al mundo liberal al que me dirigí tras huir de Gaza, me digo que ha perdido sus valores y ha optado por un doble rasero; quizá porque mi padre, que sigue en Gaza, no tiene los ojos azules, porque mi hermana y su hija muy pequeña, que también siguen allí, no tienen el pelo rubio. Además, por supuesto, mi ciudad no tiene nada que ver con Europa, a diferencia de Kiev.
Me sorprendió la postura del gobierno y del presidente francés. Me dejó estupefacta que un país que las y los palestinos consideraban amigo diera luz verde al primer ministro israelí Benjamin Netanyahu para cometer crímenes de guerra y matar a miles de niños y niñas. Cuando el presidente francés compara a Hamás con el Estado Islámico, demuestra que no es plenamente consciente de las diferencias fundamentales entre estos dos movimientos: Hamás no está aislado de la sociedad, sea cual sea la impresión de Emmanuel Macron y mi propia opinión sobre él. Equipararlo al Estado Islámico responde más a una política de comunicación que al análisis. Oscurece la historia del movimiento, que pasó de ser una rama de los Hermanos Musulmanes egipcios, tolerada por los israelíes cuando controlaban Gaza, a un movimiento de resistencia política y armada que ganó unas elecciones abiertas en 2006.
Para un movimiento yihadista como el Estado Islámico, Hamás es un enemigo: es un movimiento nacionalista que no aplica la sharía y participa en procesos democráticos, incluida la gestión estudiantil de la universidad y las elecciones profesionales. De hecho, los grupos afiliados al Estado Islámico que surgieron en 2018 en el sur de Gaza fueron eliminados rápidamente por Hamás en una campaña tan implacable como eficaz; quizás mucho más eficaz que las operaciones francesas en el Sahel.
Aunque nuestros valores, principios y visiones divergen, esta guerra brutal no nos deja otra opción que tolerar a Hamás. Cuando los tanques, aviones y buques de guerra de una potencia ocupante invaden Gaza, matando a más de 14.000 civiles, con el pretexto de erradicar a Hamás, sólo hay un enemigo: la ocupación. A partir de ese momento, es imposible separar a Hamás de la población.
Israel y Occidente tienen extrañas ideas sobre nosotros y nosotras. Por ejemplo, pueden imaginar que todos los y las habitantes de Gaza, ya sean religiosos, laicos o de izquierdas, saldrán bajo las bombas para condenar a Hamás. La cierto es que Hamás, al atacar atrozmente a civiles inocentes, cometió un grave error el 7 de octubre y desobedeció los principios y preceptos religiosos que dice defender.
Pero, ¿cómo podemos ignorar el contexto, la realidad de la vida en la asediada Franja de Gaza y en la fragmentada Cisjordania, plagada de puestos de control militares? Ninguno de nosotros y nosotras autorizó a Hamás a llevar a cabo este sangriento ataque contra civiles; ninguno de los líderes militares de Hamás preguntó a los gazatíes si estaban dispuestos a perder sus hogares, su familia, sus amigos y sus medios de vida por esta demostración de fuerza.
Para nosotras, hay una idea que es más grande que Hamás, y es Palestina, la idea en la que el pueblo cree tan profundamente y por la que lo soporta todo. Queremos liberarnos de los grilletes de la ocupación y llevar una vida normal, sin una guerra que lo destruye todo cada dos años y un bloqueo que nos vuelve locos a todos y todas.
Occidente y los israelíes imaginan que los miembros de Hamás se rendirán, saldrán de los túneles de Gaza ondeando banderas blancas o que sus dirigentes serán encontrados en el fondo de un agujero, como ocurrió con Sadam Husein. Estas imágenes se hacen eco de un imaginario clásico de los regímenes despóticos. Simplifican la compleja realidad de Hamás, que es capaz de ser pragmático, en particular comprometiéndose con proyectos de reconstrucción apoyados por Qatar y, en mayo de 2017, modificando sus estatutos para aceptar un Estado palestino dentro de las fronteras de 1967.
A pesar de las reformas en el seno de Hamás, los cambios necesarios no se han completado en su totalidad, en particular entre sus dirigentes militares. Como resultado, Hamás está volviendo a la senda del conflicto, ya sea con el objetivo de liberar Gaza de los soldados israelíes que ahora se hacen selfis en sus lugares emblemáticos, o hasta que todos sus adversarios sean asesinados.
Pero Hamás no es un grupo reciente, formado por mercenarios de diversos países y orígenes, unidos bajo la misma bandera negra para establecer un Estado islámico. No, sus miembros comparten una profunda creencia en la victoria, una convicción inculcada desde la infancia. Se esté o no de acuerdo con los medios que utilizan, su sueño sea ir al cielo o liberar Palestina, ponen su vida al servicio de sus convicciones.
No se puede reprochar a un pueblo que simpatice con un movimiento que lo defiende. Sin embargo, Netanyahu trata a toda la población como si fuera Hamás, enviando toneladas de explosivos, matando a mujeres, niños y civiles, sin el menor atisbo de remordimiento. Desafío a cualquiera a que demuestre que sabe cuál es su objetivo y por qué, que no decide a ciegas qué casas bombardea. Cientos de personas han sido eliminadas simplemente porque tenían apellidos similares a los de los líderes de Hamás y de la Yihad Islámica, así como miembros de familias laicas adineradas.
Vi un vídeo de un niño desplazado que caminaba por la carretera de Salah Al-Din hacia el sur de Gaza. Dijo que había visto pájaros picoteando los cuerpos de los mártires que llevaban cuatro días tendidos en el suelo. Israel le aseguró que esta carretera era un corredor de evacuación seguro. La escena me trajo recuerdos de un suceso similar durante la primera guerra de Gaza, en enero de 2009. Un superviviente de la familia Samouni me contó que las gallinas de la casa habían picoteado los cuerpos de sus familiares durante varios días antes de que la Cruz Roja pudiera evacuarlos. Descalzos, habían caminado sobre fragmentos de cristal y piedras hasta el coche de emergencia. Entonces, sin previo aviso, Israel bombardeó una casa en la que se había refugiado parte de la familia (matando a 29 de sus miembros). En aquel momento, este crimen fue un acontecimiento singular e impactante en medio de la guerra. Los medios de comunicación de todo el mundo lo cubrieron.
Ahora, poco a poco, a medida que avanza la decadencia moral de un ejército que pretendía ser perfecto, se bombardean cada vez más hogares de familias pacíficas, que no representaban ningún peligro. Según las cifras de las autoridades sanitarias de Gaza, al atardecer del cuadragésimo día de la guerra actual, Israel había asesinado a más de mil familias inofensivas en sus hogares.
Las generaciones reunidas en nuestras fosas comunes tuvieron la suerte de ser enterradas. Mientras escribo estas líneas, cientos de cadáveres en los patios de los hospitales, a lo largo de las calles, delante de las panaderías y en los umbrales de las puertas quedan para los pájaros que han aprendido a darse un festín con nuestra carne.
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