Buenos días desde La Barra Beatles, que también tiene su jornada navideña, no con mucha fe pero sí con varias botellas y música de fondo tanguera.
Por Jorge Garacotche
En mi barrio, como en todos los de Argentina, las fiestas de fin de año promovían una serie de situaciones que estremecían al vecindario. Desde unos días antes la pirotecnia anunciaba clima de fiesta, menos para los animales. Uno iba a la carnicería de Don Víctor o a la de Ángel y tenían a mano la libreta donde se anotaba la lluvia de encargos de peceto, parrillada, lechones, chivitos, todo lo que presagiaba una noche romana que también visitaría a los pobres; otros tiempos. En el almacén de Mari, de Velasco y Darwin, aparecía una canasta con productos navideños y te regalaban un número para el sorteo. Lo mismo en la fiambrería de Ricardo y Susana, o en la panadería de Don Carlos, ambos a la vuelta, sobre Velasco. Éramos todos de clase baja, mediados de la década del 60, donde aún había pleno trabajo y los pobres se permitían festejar de una manera casi aburguesada. Todavía andaba dando vueltas el Estado Benefactor establecido en la década del 40. Pero en mi casa estas cosas resonaban poco, como si fuéramos arrastrados hacia todo eso pero nos dejáramos ir con poca convicción o ninguna. Claro, mi vieja era atea. Hija de un socialista que no le dijo casi nada de religiones. Ella, fabriquera desde la adolescencia, se arrimó al peronismo y allí se quedó. Mi viejo, que de adolescente estuvo aquel 17 de octubre en Plaza de Mayo, aquel día sacó el carnet para siempre de peronista, no le quedó lugar para otra creencia. Con los años se fue informando de las desastrosas actuaciones de la iglesia argentina a lo largo de nuestra historia y pasó a odiar a los curas y descreer de las monjas. De manera que en casa no había charlas religiosas. No recuerdo haber participado de alguna, sí hacer preguntas al respecto, pero que pronto eran disipadas a fuerza de una desconfianza fuerte hacia los religiosos y su envenenado entorno.
Muchos viernes venía a casa Mario del Valle, amigo de la infancia de mi viejo, obrero en el matadero, que todavía estaba soltero, detalle que mi vieja no dejaba de marcar. Fanático de San Lorenzo, peronista y gardeliano. También traía noticias de su sindicato, mi viejo militaba en el de los madereros y ambos se quejaban de la prohibición del peronismo, secreteaban sobre paros, boicots a la patronal o marchas sorpresivas. Mario traía un tocadiscos de madera que hacía poco había comprado en Casa Scioli. Para mí era un hallazgo, como una enorme cajita de música. Vivía a unas diez cuadras y un taxi cargaba con él. Mi viejo guardaba en el ropero unos cuantos discos de esos de pasta comprados hacía muchos años, Mario acercaba algunos long plays más modernos. Cenábamos y al rato la sobremesa consistía en poner temas de Gardel, uno atrás del otro. Rememoraban las letras, las analizaban, me traducían las palabras lunfardas, se escuchaba atentamente cada arreglo de los guitarristas, exponían sobre los autores del tema y, fundamentalmente, ponderaban todas las virtudes de Carlitos. Para mí era algo tan novedoso como enriquecedor, siempre es saludable cruzarse con los apasionados. Escuchaba música, pero aún no me había llegado el tiempo del fanatismo, el único que me atravesaba por esos días era el que sentía por Independiente.
La gran novedad se daba los 24 de junio. Ya desde la mañana se vivía un clima de organización del día, temprano se sabía que estábamos en una fecha patria. Ajuste de horarios, preguntas sobre la ropa, lustrado de los zapatos con la pomada adecuada, la plancha como gran protagonista de la tarde, es decir, una preparación para una jornada de fiesta.
Iba al colegio Herrera, en Camargo y Acevedo, por la tarde, y ese día se me pedía que al salir apure el paso. Llegaba a casa, tomaba la leche rápido, todos nos movíamos con apuro y sobre la cama estaba lista la ropa de cada uno. Al rato salíamos los tres a paso firme, vestidos de gala obrera. La gente de la cuadra nos miraba sorprendida porque para todos era un día más, alguno hacía un comentario al pasar, pero nosotros no nos deteníamos. Al llegar a la avenida Corrientes doblábamos hacia la izquierda rumbo al Cine Villa Crespo. Claro, solo nosotros sabíamos que era una Navidad Tanguera.
Todos los años para esa fecha daban tres películas de Gardel en continuado. Casi siempre eran las mismas y la sala, a pesar de ser un día de semana, se veía bastante completa. Eran seis y a veces las rotaban: Tango bar, El tango en Broadway, El día que me quieras, Cuesta abajo, Melodía de arrabal y Las luces de Buenos Aires. Vivíamos en un barrio tanguero, como los dueños del cine. Jacobo, un polaco escapado de la segunda guerra, siempre lucía un uniforme de conserje de hotel, recorría la vereda, recibía a la gente que conocía muy bien, saludaba a todos, entraba y salía del cine, era como un acomodador de eventos especiales. De a ratos entonaba la parte de algún tango arrancando un cerrado aplauso, se lo veía tan feliz que emocionaba. Comprábamos maní con chocolate y algo que era un lujo por su precio, la sofisticada cajita de confites Sugus. Cuando comenzaba la película se palpaba una tensión en la gente que se iba enterneciendo con el correr de los minutos. Al aparecer Carlitos el público aplaudía emocionado, solo le faltaba saludar desde la pantalla. Algunas canciones se celebraban como si todo sucediera en vivo. Mi viejo todos los años casi repetía las mismas frases de admiración, pero siempre se las rebuscaba para darle un nuevo giro, como si hubiera ensayado cierta adaptación del texto. Sorprendía estar sentado ahí, ver y escuchar cantar a alguien que estaba en mi casa de alguna manera, pero que yo sabía que estaba muerto. No recuerdo grandes reflexiones al respecto, pero una noche, saliendo del cine, mi viejo dijo algo así como que la música conseguía ganarle a la muerte, que era triste no tener a Gardel, pero sus discos lo mantenían vivo y lo traían a cada rato.
Había que ver una película tras otra, una cátedra de paciencia, pero nunca me aburría, quizá era virtud de esas canciones que conocía bien y que me gustaban aunque me sonaran extrañas. Fueron los primeros temas que aprendí a querer, a disfrutar, una sensación que luego hice mía para siempre con muchos otros intérpretes.
Situación llamativa eso de ver que la platea del cine seguía repleta en plena tercera película, sin duda la segunda función era un golazo. Las cosas humorísticas de tono naif se festejaban. Llamaba la atención el modo porteño con que hablaban Gardel y sus amigos, esas expresiones que yo escuchaba en los tangos, en comentarios de mi viejo o en palabras de los padres de mis amigos, pero que no formaban parte del lenguaje de la gente joven. Las películas mostraban un idioma que escuchaba en mi casa, en el barrio, en la radio, que solo faltaba en la escuela. Los gestos de Carlitos eran los mismos que veía en el barrio, en las reuniones familiares, en la cancha. Todos los actores que lo acompañaban parecían perfectamente reconocibles, como si la película hubiera sido filmada a unas cuadras de mi casa. Me impactaba esa escena en el hipódromo cuando un Gardel, bajoneado a más no poder, rompe los boletos, muerde la derrota y rememorando un amor perdido canta “Por una cabeza”, esas metáforas que uno escuchaba en la gente más grande, cuando nadie sabía qué carajo era una metáfora. Ese tango estaba entre mis favoritos. Sabía la letra de memoria, había aprendido cada uno de los giros que Carlitos hacía con la voz. Me sonaba tan original como poético cruzar una historia de amor con el vicio de las carreras de caballos. Teníamos varios vecinos que los sábados y domingos iban al hipódromo de Palermo y volvían felices o en la ruina, parecía no haber un estado intermedio. Yo los observaba, los escuchaba sin comprender, transmitían la desazón en vivo, contaban eso de haberle gritado con toda la furia al caballo como si este al escuchar esos ruegos se transformara de golpe en un halo de luz. Lo único que me volvía a la superficie, produciendo cierta tristeza y desconfianza al oírlos, era notar que todo giraba en torno al dinero, merodeaba cierta idea de comprar todo, de pasar las cosas por un tamiz monetario, entonces la pasión se debilitaba, bajaba del corazón, se metía en esos bolsillos vacíos y al no encontrar nada partían a la búsqueda de otro negocio. Todo esto elevaba mi respeto por el gratuito mundo futbolero.
La temática barrial mostrada en los diálogos por ese entonces era limitada: mujeres, fútbol, caballos, la fábrica, con eso alcanzaba para lanzarse a charlar. El tango parecía traer a esas conversaciones un tipo de sabiduría que venía de la experiencia a la que todos le rendían culto. Se nombraba a varios autores como a sabios. Tipos iluminados que intentaban enseñar una metodología que aplacara los dolores, que enalteciera la amistad, el amor, que explicaran esas cosas que la gente jodida hace pero que nadie nombra, o el sueño común de un día salvarse. Entonces miraba a Gardel como a un ser superior, sabía que en sus letras aparecían imágenes muy distintas a las de otras canciones. Estaba en películas en donde se escuchaban canciones con contenido. Para establecer una comparación hablo del tiempo de las primeras películas de Palito Ortega, el cantante de moda por esos años. Recordándolas llego a la conclusión que no me parecían divertidas sino más bien un desfile de boludeces, hipocresías y demagogias, todo matizado con canciones pedorras.
El tema de dios en mi casa no merecía casi comentarios, en términos prácticos no significaba nada tan oscuro personaje. Por suerte no éramos condenados a perseguir, con esa dosis de estupidez y fanatismo, alguna costumbre religiosa o aquellas tradiciones milenarias que hoy ya no significan nada. Lo nuestro estaba ahí, eso éramos nosotros, lo vivido cada día. Pero Gardel superaba en algo muy importante a los otros dioses y santos: cantaba, se divertía, miraba con picardía a las minas y tenía amigos atorrantes. Las pocas informaciones que me llegaban de dios lo pintaban como a un antiguo comisario aun no retirado. Como siempre le escuchaba decir al viejo Don Esteban: “Dios es un viejo choto que solo le habla a los solterones”. Más tarde leí en un afiche “La tradición es la personalidad de los estúpidos”.
Me conmovía ver a Carlitos cantar con ese énfasis rodeado de mujeres con sus raros peinados viejos. A ellas se las veía extasiadas, Carlitos lo sabía y les daba manija. Entonces yo recibía la gran lección de la noche: había que cantar, ese era el camino hacia las minas. Ellas escuchaban, miraban la nada sin decir lo inconfesable, soñaban, comprendían todos los secretos, mientras los tipos eran solo un relleno necesario para el cuadro.
Pero la ceremonia no concluía en el cine. Salíamos a la calle recordando escenas, diálogos, cantando algunas de las canciones, saludando gente conocida porque éramos todos de unas manzanas a la redonda y nos mirábamos sabiendo que pertenecíamos a la corporación gardeliana. Se veían rostros de abuelos, padres, madres, que iban de la emoción al testamento, de la alegría a la visita del pasado, mientras los pibes, las pibas vestidas de gala, tratábamos de comprender sus emociones lejanas.
En la otra cuadra del cine estaba el restaurante Cosenza, en la avenida Corrientes entre Thames y Serrano. Por única vez en el año hacíamos nuestro ingreso triunfal. Atravesábamos un pasillo creado en el medio de las mesas dejando atrás dos puertas de vidrio que eran la antesala de un palacio, con un montón de comensales. Se lucían manteles distintos que los de mi casa y decenas de jamones colgando del techo que mostraban su soberbia de inalcanzables. Debo reconocer que esa enorme cantidad de jamones suspendidos en el aire eran todo un cuadro renacentista. Nos sentábamos y de inmediato venía Raúl, un mozo húngaro que conocía a mi viejo. De a ratos se acercaba, nos contaba cosas de la guerra y cómo hizo su familia para salir de Hungría en medio de los bombardeos. La historia oral formaba parte de nuestro paisaje villacrespense.
Era extraño mirar una lista de cosas donde aparecían comidas que no conocía ni de nombre, postres deseados, bebidas, especialidades de la casa y algo que me llamaba la atención y se titulaba: “entrada”. Pensaba que todos sabían que ya habíamos entrado, o que por ahí era algún tipo de recibimiento, una ceremonia de bienvenida. Además, eso de poner el precio de cada cosa, algunos me parecían carísimos, le daba un toque de almacén. Mi viejo solía pedir “antipasto”, un nombre que me causaba gracia. Yo me inclinaba por una milanesa con papas fritas porque tenían un tamaño descomunal. La milanesa era un monumento a la prolijidad, desbordaba el plato y las papas parecían biromes doradas. Estábamos comiendo, pasaba gente, se escuchaban otras voces, llegaban olores distintos, alguno se reía fuerte y no sabíamos de qué, toda una sucesión de novedades. Después de todo era algo que sucedía una vez al año, por eso estaba tan cargada de matices. Todos estábamos muy bien vestidos como si la presencia de la comida forzara cierta formalidad. A mis viejos se los veía felices, les gustaba comer y acá aprovechaban para pedir cosas que en mi casa jamás podrían aparecer. Nadie que yo conociera comía esas cosas raras y con nombres estrafalarios. Me esforzaba para masticar todo pausado, sintiendo los sabores, hasta guardaba un espacio para un flan con crema, que tenía algo novedoso. Veía esa crema que no era la que vendían en la heladería y que solo la degustaba muy de vez en cuando en alguna torta de cumpleaños. Esta parecía más blanca, brillaba, casi líquida, recordaba a una acuarela del colegio. Una noche de novedades que desfilaban una tras otra. Miraba todo tratando de retener las imágenes, así, al otro día, tanto en la escuela como en el barrio, les contaba a mis amigos una jornada sorprendente en un día inesperado.
Crecí. Pasaron los años. Aquel secreto ritual cayó en desuso. El cine Villa Crespo cerró sus puertas llevándose la antigua magia. Las películas de Gardel se alejaron de las pantallas, como todo lo que las rodeaba. Hoy pienso que cada día canta mejor, a lo que algún gil responderá: “eh, eso lo dicen todos, es un lugar común”. ¿Y yo qué le voy a contestar? El gil tiene que gilear y no esperar respuestas, de modo que hay que permanecer callado, las leyes tangueras están para ser cumplidas.
En estos tiempos conocí a mujeres y hombres que vivieron situaciones similares a la mía, solo les pude decir “qué grandes esos padres y madres que nos transmitieron su música, que nos llevaron al cine a ver las películas de Gardel”. Pero sin ninguna duda, lo que más debemos agradecer es que nos hayan invitado a ver cómo se conmovían. Uno vio muchas cosas en su vida, buenas, malas, innombrables, pero jamás se va a olvidar de aquellas miradas de nuestros viejos frente a una pantalla de cine, quizá recordando cuando soñaban con conseguir un buen trabajo y que al tiempo aparezcamos nosotros, para ser los receptores de sus emociones, sus pasiones escondidas, el tímido deseo de ser felices, y todo eso, quizá, sin saber cómo carajo expresarlo.
Jorge Garacotche - Músico, compositor, integrante del grupo Canturbe y Presidente de AMIBA (Asociación Músicas/os Independientes Buenos Aires). Vive en Villa Crespo, Comuna 15. Bs As.
Bellisimo Jorge, gracias!
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