Mi obsesión por las obras mozartianas para varios solistas, creo que se debe a que una de las cosas más afortunadas y vitalmente exaltadoras que podemos hacer los músicos es tocar con otras personas.
Me encanta el hecho de que estas obras parecen explotar el colorido y las texturas de las relaciones y amistades humanas con todo su ludismo, sus descuidadas contradicciones, su turbulencia, su tranquilidad, su fragilidad, su grandeza, su vulgaridad pura y simple.
Y así, después de las magníficas obras con dos y tres pianos que ya hemos oído, le toca el turno ahora a esta obra maestra para violín, viola y orquesta. La sinfonía concertante fue un género que se puso muy de moda en el período clásico como una especie de cruce o híbrido de sinfonía y concierto; un paso lógico que había que dar después de la popularidad de que había gozado el concerto grosso en la época barroca. El género fue particularmente popular en Francia, así que es muy posible que a Mozart, que recogía más disparidades y rarezas que una casa de empeños, se le ocurriera escribir esta sinfonía en 1778, cuando estuvo en París.
Fuera cual fuese el origen de su inspiración, posee un aire típicamente suyo. Mozart pudo haber dejado que la viola tocara a la sombra del violín, pero en vez de arrinconar su recia y sombría voz para que fuera eclipsada por la brillantez del instrumento superior, configura el conjunto para que los dos suenen a la misma altura. (Parece que la viola fue su instrumento favorito.) En el fondo de su corazón, ese corazón suyo, grande, capaz y sin pretensiones, Mozart es el demócrata musical excelso. Lo demuestra en todos los compases.
Clemency Burton-Hill
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