Tristán e Isolda, estrenada este día del año 1865, se ha calificado a veces de «ópera suprema». La primera vez que la ve uno, entra en el teatro con miedo. ¡Cinco horas!
Al principio esta uno seguro de que no aguantara despierto uno. Hasta entonces no había visto ninguna ópera de Wagner e imaginaba que todas consistían en desfiles interminables de valquirias escandalosas, argumentos enrevesados con vikingos, enanos y dragones e intervalos larguísimos entre los fragmentos famosos.
También he de confesar que me asustaba el público. Los incondicionales de Wagner son una raza aparte. Lo sepan o no, muchos emiten unas vibraciones que dan a entender que no puedes formar parte del «club» si no has visto, digamos, todos los festivales de Bayreuth (el teatro fundado por el propio Wagner).
Que no tienes derecho a disfrutar de esta música por tu cuenta, sino que tienes que saber identificar cada uno de los leitmotive («motivos conductores» que caracterizan ambientes y personajes) antes de que aparezcan, remitiéndolos al número del compás como quien no quiere la cosa. Yo no soporto estas actitudes elitistas en relación con ninguna música, por eso siempre había procurado evitar a estas personas y las obras en cuestión.
Lo que realmente sucedió aquella noche fue que me quedé temblando en la butaca, cautivada por la música extraordinaria y el drama que describe.
Cuando se lee el texto, Tristán e Isolda es una historia de amor normal y corriente (entre un caballero de Cornualles y una princesa irlandesa). En las manos de Wagner se convierte en un gigantesco tratado metafísico y filosófico sobre… bueno, sobre todo. «La vida y la muerte», escribió el compositor, «todo lo que importa y existe en el mundo exterior aquí no significan nada, solo los movimientos interiores del alma».
Además, dicho sea de paso, la ópera contiene el llamado «acorde de Tristán», una ambigüedad armónica de cuatro notas con que se dice que Wagner cambió el curso de la música occidental. (Figúrense.)
Clemency Burton-Hill
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