Música y literatura son compañeros de aventuras armoniosas desde hace miles de años. Mientras que la literatura se ha descrito a menudo —aunque no siempre con mucha precisión— en términos musicales, los compositores a su vez se han dedicado a imitar formas y géneros literarios. Glazunov, por ejemplo, compuso unas curiosidades que llamó «novelitas», Britten se sintió atraído por siete sonetos de Miguel Ángel, etc.
Sin embargo, pocos compositores actuales han sentido la tentación de cultivar la égloga, género literario de larga tradición —pensemos en Teócrito, Virgilio o Garcilaso— en que unos pastores hablan entre sí. Pero el compositor inglés Gerald Finzi, que nació este día, tenía gustos muy especiales; también era experto en manzanas inglesas y salvó algunas variedades en peligro de extinción. (No es broma.)
Esta égloga musical, en que el piano y las cuerdas interpretan el papel de los pastores que conversan, posee una belleza introspectiva, una intensidad lírica que se despliega con gran dulzura, incluso en los momentos en que Finzi introduce tensiones y disonancias. Dura once minutos, un poco más que un abrir y cerrar de ojos, pero en cierto modo tiene la virtud de suspender el tiempo.
Para mí es un ejemplo de música que oímos quizá superficialmente mientras seguimos con nuestra vida, pero que obra milagros en nuestro interior sin darnos cuenta. Puede que a otros les parezca poco natural, pero cada vez que escucho esta pieza me siento limpia, por decirlo de algún modo.
A finales de la década de 1920 ya estaba medio escrita, y al principio era un movimiento lento de un concierto para piano, pero Finzi la revisó en sus últimos años. Se publicó a título póstumo, un año después de su muerte, Por desgracia, nunca la vio interpretada.
Clemency Burton-Hill
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