Robert Schumann nació este día. Para celebrarlo tenía intención de sugerir que oyéramos algo del espectro más alegre de su vasta producción. Pero la vida de Schumann estuvo tan caracterizada por la tristeza y el sufrimiento patológico como por el júbilo, el amor y la belleza.
Era un ser muy complejo y lleno de contradicciones. Un hombre dotado de infinitas dotes creativas y una gran generosidad musical y personal. Un artista cuya trayectoria pianística se vio truncada porque se lesionó un dedo a los veintitantos años y cuya vida se vio afectada por una enfermedad mental que hoy probablemente se diagnosticaría como trastorno bipolar.
Fue una persona que poseía una tremenda energía intelectual y curiosidad, que escribió algunas de las páginas musicales más hermosas que se hayan creado, que fundó una excelente revista musical en la que publicó agudas críticas musicales y literarias. También fue un soñador romántico, un poeta lírico cuyas expresiones sentimentales son capaces de derretir el corazón del oyente.
Estimuló y apoyó a muchos artistas de la generación más joven, que contribuyó a que Brahms fuera el gran compositor que fue, que contribuyó a que Clara fuera la gran compositora que fue. Un hombre que al final ya no pudo soportar el peso de las demoníacas melodías que tenía en la cabeza. Un hombre que se lanzó de cabeza al Rin con cuarenta y cuatro años y que murió en un manicomio dos años después.
Demasiada vida —y demasiada muerte— para resumirse en unos minutos de música, lo sé. Y sin embargo… sin embargo, esta canción sin palabras increíblemente conmovedora, esta incandescente «canción de la tarde», concentra en cierto modo parte del espíritu de Schumann.
Dura tres minutos y medio. Ella habla por sí sola.
Clemency Burton-Hill
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