La mañana de este día del año 1989, el famoso violonchelista Mstislav Rostropóvich estaba en su casa de París con su familia cuando oyó por la radio que habían derribado el Muro de Berlín.
Nacido en el Azerbaiyán soviético, educado en Bakú y en Moscú, Rostropóvich había sido alumno del acosado Shostakóvich. Al igual que su mujer, había sufrido represalias por parte de las autoridades soviéticas por haber apoyado al escritor disidente Aleksandr Solyenitsin; expulsado en 1974, fue privado de la ciudadanía y se instaló en Occidente. Conocía demasiado bien las penurias espirituales del comunismo y los efectos devastadores de un régimen represivo.
Y de pronto, aquello. «El Muro de Berlín era para él un símbolo de la división de la humanidad —recordaba su hija Olga—. Fue como si sucediera en otro planeta, algo surrealista, no podíamos creerlo. Mi padre temblaba de emoción. Al cabo del rato dijo: “Tengo que ir allí”; y desapareció».
Dado que todos los vuelos comerciales a Berlín estaban ya reservados, Rostropóvich llamó a un amigo que tenía un avión privado. Al día siguiente llegaron al puesto de control Charlie. Un pequeño problema: no había sillas. Los violonchelistas no pueden tocar de pie. Le consiguieron una silla y se sentó; sacó el instrumento y se puso a tocar mientras los berlineses del este y el oeste se iban acercando.
Puede verse en Internet una grabación de aquel recital improvisado (algo notable, dado que aún no existían los teléfonos móviles). Lo vemos en él con chaqueta y corbata, sentado en una silla desvencijada, buscando a todo el mundo como un abuelo bondadoso, delante del vergonzoso muro, la cara embargada de emoción, tocando a Bach, poniendo el alma en aquellas notas eternas y universales.
Fue una de las imágenes representativas de aquel momento histórico.
Clemency Burton-Hill
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