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La Mesa Beatle: Mañana campestre

Hoy desde La Barra Beatles nos vamos a ir a  dar una vuelta por la historia de lo que llamamos fusión en el rock argentino. A principios de noviembre de 1972, cuánto tiempo que pasó, con unos amigos de nuestro barrio de Villa Crespo nos enteramos que en el Campo Malvinas Argentinas, perteneciente al club Argentinos Juniors, se realizaba el Festival BARock. Por esos tiempos éramos unos pibes que intentaban ingresar al mundo del rock argentino, a esa mística que tanto nos seducía. Soñábamos con ser distintos, viviendo en un mundo diferente, y para todo ese diseño la música de fondo era el rock. Ese día se iban a presentar varias bandas que nos gustaban, que escuchábamos, pero también  una que sufría nuestro rechazo y el de varios y varias, me refiero a Arco Iris. El desinterés hacia este grupo no venía desde lo artístico, donde todo parecía irreprochable, el asunto era la suma de prejuicios que ocultábamos, que no queríamos reconocer, pero formaban parte de nuestras tontas costumbres.

Por Jorge Garacotche

No recuerdo ahora los grupos que fueron pasando pero sí cuando en un momento alguien desde el escenario anunció a la banda en cuestión. Nosotros nos miramos, hicimos un gesto y empezamos a caminar hacia atrás, nos fuimos alejando, no salimos del predio, pero nos dedicamos a recorrer el lugar, a buscar gente conocida, a boludear. Lo triste es que hicimos eso con una importante carga de soberbia, conectados con la indiferencia del prejuicioso pero que se cree un tipo superado. Situación triste.

Mi caso personal se debía a una mala relación con el folclore, lo asociaba al chauvinismo, aunque dudo que en ese tiempo conociera esa palabra. Por esos años el folclore estaba en auge, con los resabios de una década del sesenta gloriosa para el género. Desde chico veía a varios de esos conjuntos vestidos de gauchos, con un discurso hiper nacionalista al borde de lo desubicado, las letras no me gustaban, salvo algunas, y en mi casa reinaba el tango con su lenguaje tan cercano. Yo vivía en un barrio pobre, lleno de inmigrantes, tanto del exterior como de las provincias, de manera que los ritmos folclóricos estaban en varias casas, incluso en algunos clubes se los bailaba y me parecían bastante complejos. Por otro lado observaba que, si bien vivía en una casa de rosistas, de federales, a más de un defensor de lo folclórico lo veía más cerca de los unitarios que de La Santa Federación.

No era todo negación de mi parte, algunos músicos, músicas y grupos me gustaban: Suma Paz, Los Cantores de Quilla Huasi, Ramona Galarza, Jorge Cafrune y Horacio Guaraní eran una excepción en mis oídos. Claro que el sector progresista en las letras, o los grandes exploradores en materia musical no sonaban en los medios, lo cual significaba que hacían lo suyo fuera de mi radar colonizado.

Cuando empecé a leer que los músicos de Arco Iris fusionaban el folk yankee con el folclore salí corriendo espantado, yo quería rock and roll o lo progresivo, la cerrazón ignorante era una aliada. Me enteré que eran de El Palomar, una ciudad en el Conurba cercano que conocía, aunque sentía rechazo porque era una zona de militares, cuarteles, escuelas del ejército y distintas aberraciones por el estilo.

Alguien trajo al barrio dos datos que rechazamos de plano: tenían una guía espiritual, una mujer de la lejana Ucrania llamada Dana; por otro lado eran vegetarianos, vivían en comunidad y rechazaban el sexo y las drogas. Nosotros conocíamos el sexo a través de relatos de los más grandes y las drogas por reportajes en alguna revista. Pero eso sí: nuestro prejuicio era un motor que no tenía descanso, laburaba las 24 horas, se alimentaba de todo tipo de comentarios y tonterías que corrieran por ahí y, sobre todo, nos llegaban en la voz de personas que, con el tiempo, nos dio vergüenza haberlos escuchado, ocultamos prolijamente sus nombres y nuestras historias en común, son las voces vergonzantes en nuestra biografía no autorizada.

Por supuesto que para ese momento yo tenía identificado el tema “Mañana campestre”, lo escuchaba en la radio y una amiga tenía el disco simple. Ya lo había sacado en la guitarra y lo cantaba en algunos fogones, en algún picnic para el Día de la Primavera o cumpleaños. Empezaba a ser un clásico para esas reuniones y llamaba la atención como todos y todas sabían la letra, ya formaba parte del cancionero popular, un lugar para consagrados.

 Un compañero de colegio me contó en un recreo que estaba estudiando batería con Horacio Gianello, el batero de Arco Iris, lo definió como un enorme docente, pero calificándolo como “un tipo raro”. Decía que en la casa tenía adornos extraños, elementos indígenas, libros con temáticas poco comunes, muebles de origen atípico y una forma muy respetuosa de hablar sobre ritmos latinoamericanos.

No me acuerdo en qué revista leí un reportaje, en el que Gustavo Santaolalla, Ara Tokatlian y Guillermo Bordarampé hacían mucho hincapié en la importancia de la fusión, palabra que no me quedaba clara, la escuchaba pero no la comprendía en su totalidad, tardé mucho tiempo en comprender que era demasiado abarcativa para mi ceguera.

Cuando estaba terminando la presentación de Arco Iris volvimos a pararnos frente  al escenario, seguíamos conversando como si nada, pero en un momento los miré, me concentré en una parte instrumental comprobando que tocaban mejor que muchos que conocía y admiraba. Los noté muy seguros haciendo algo que para mí era indescifrable. Por primera vez encendí la alarma y me dije: creo que me estoy equivocando.

Terminaron su show y muy poca gente los vivaba, reinaba una indiferencia que, por primera vez, me pareció exagerada.

Días después, en casa de una compañera de secundario que me explicaba sobre matemáticas, cuando paramos para comer algo puso el álbum “Sudamérica”. Me llamó la atención su elección y pregunté, a lo que Silvia respondió que era un disco del hermano y que le parecía novedoso. Quedó rebotando en mis oídos la palabra novedoso, mientras sonaba la canción “Sudamérica”, con unas frases: “algo se está gestando, lo siento al respirar, es como una voz nueva, que en mí comienza a hablar”, ¿el mensaje era para mí?.

Recuerdo que para el día de la primavera de 1973 nos fuimos de picnic a un lugar en las afueras de Moreno llamado Cascallares, hay unos recreos en la costa del Río Reconquista en donde iba mucha gente de los colegios de la zona oeste. Recalamos en uno de ellos provistos de varios sánguches y gaseosas y el elemento fundamental para estas ocasiones: la guitarra. Conocimos unas chicas de un colegio de Morón y nos juntamos, nosotros éramos varios. Una de ellas, llamada Ana María, me dijo que le gustaba Sui Generis, Vox Dei y Arco Iris, esta declaración y que me parecía muy linda hizo todo lo demás. En un momento nos fuimos los dos solos a sentar junto al río, me preguntó si sabía la canción “Mañana campestre”, le dije que sí y de inmediato lanzó una sonrisa que se me quedó pegada por mucho tiempo. Un rumor relataba que Arco Iris le aportaba al rock una cuota nueva de misticismo, ciertas conexiones con lo ancestral, todos ingredientes que le daban mayor profundidad a esa bella morocha moronense.

La canción relata sobre una pareja en pleno culto por el campo y la naturaleza, con la idea hippie a flor de piel. En comunión con la naturaleza huelen el azahar con sus propiedades sedantes, casi se diría hipnóticas que recorren sus cuerpos, reflejadas en ese río del Conurba. Un gorrión que se escapaba de la voz de la bella moronense, mientras un manchado Reconquista mostraba la cara de los dos. El viento de las afueras de Moreno también tiene muchas cosas para contar, y más aún cuando anda de contrabando por Cascallares contando historias. No estaban los nogales ni llovían rosas de cristal, pero no era momento para extrañar porque las mejores cosas de la vida estaban ahí bajo el cielo de un Moreno campestre. Le canté una frase hermosa de los suburbios de Liverpool: “Penny Lane está en mis ojos y en mis oídos”.

A los días llegó a mis manos el disco “Tiempo de resurrección”, que incluía la canción “Mañana campestre”. Lo escuché en mi casa en varias ocasiones y empecé a lamentarme por aquella sensación de sentirme sapo de otro pozo frente al territorio desconocido de la fusión folclórica. Por ese entonces escuchaba muchísimo el Álbum Blanco de Los Beatles, que, a decir verdad, es el máximo homenaje a la fusión, ahí parece condensarse toda la música que conocemos. Lo más extraordinario es que todo fue atravesado por el estilo beatle lo cual fue toda una lección para mí, allí empecé a entender el significado de la visita a otros ritmos y la salida provista de un estilo más amplio y mejor expresado.    

Ya en el año 1979 entablé relación más directa con un gran personaje de nuestro rock: Pipo Lernoud, una leyenda. Hablando del folclore, en especial del chamamé y su alegría genuina, Pipo hizo un recorrido por esas cosas que yo tenía en una lista negra y logró enderezar el barco. Por ese tiempo yo había dado con algunas experiencias dentro del folclore que distaban mucho de mi pobre imaginario, desde Alfredo Zitarroza hasta El Dúo Salteño, Los Huanca Huá, El Cuchi Leguizamón, Ramón Ayala, Yupanqui, Larralde, Markama y tantos otros y otras que, a espaldas de mis prejuicios y desinformaciones, le daban a los ritmos nativos giros sorprendentes y tan experimentales como el progresivo más avanzado. Es entendible mi opinión dura hacia el folclore porque en los medios de aquellos años soñaban con tener una vara que dividía lo nacional de lo extranjero creando una frontera falsa. Se acusaba a mucha música de ser “foránea”, un mote bastante desafortunado a la hora de hablar de arte. Eran tiempos de la Dictadura Cívico Militar y realmente daba vergüenza ajena escuchar a gente cuestionar la música extranjera, pero solo al rock y al jazz, mientras nombraban a la música clásica como “culta”, o hablar de nacionalismo bajo un régimen que todos los días hacía una movida certera para ir en contra de los intereses nacionales. Hablaban de defender lo nuestro pero se hacían los giles cuando se denunciaba que miles de compatriotas eran secuestrados y asesinados, se ve que “cierta gente” para ellos no eran nuestros.

Si tengo que buscar un punto de encuentro con el descubrimiento de ciertas costumbres mías, que más tarde me avergonzaron, creo que ese instante  tendrá música de fondo y será de Arco Iris. Qué bien me hizo tomar conciencia de que yo también era un prejuicioso disfrazado de progre o de moderno. La verdad que es hacer el papel de gil andar por ahí pensando que uno es inteligente porque se compró un disco de Miles Davies y rechazó uno del Cuchi Leguizamón, o relata en un bar que se sentó con sus amigos y amigas más excéntricos a escuchar a Pink Floyd mientras renegaba del lenguaje de peón de campo de José Larralde.

Una de las grandes habilidades de los tilingos consiste en hacernos dudar de lo que somos, en indicarnos que debemos mirar el barrio y su gente con cara de apenados porque en esas calles nunca veremos a los superhéroes yankees masticando chicles para imbéciles. El ejército yankee perderá todas las guerras que sean necesarias frente a valientes que se les planten, pero luego filmarán películas y series para hacernos creer que sus enemigos tiran balas de goma.

Muchos años después vi por televisión al enorme Gustavo Santaolalla ganar un Oscar y después otro por crear maravillosos climas en películas con aires a música de El Palomar, y pensé en mí, en mis viejas estupideces, en los miedos que atravesaba de puro ejecutor de boludeces ajenas.

El viento ahora me cuenta muchas historias y de muchos lugares, por suerte la música de Arco Iris también puso su granito de arena para que esté bien despierto a la hora de escuchar.

Jorge Garacotche - Músico, compositor, integrante del grupo Canturbe y Presidente de AMIBA (Asociación Músicas/os Independientes Buenos Aires).




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Gandhi, Tous les hommes sont frères, Gallimard, 1969, p. 235.