Hoy es San Andrés y buscamos la música de una destacada personalidad de la vida cultural británica: sir James MacMillan, natural de Ayrshire (Escocia). Católico devoto e inteligente personaje con importante proyección en los medios sociales, MacMillan aborda la espiritualidad y la política de frente cuando muchos otros prefieren nadar y guardar la ropa.
(Imagínense: ¡sirve a Dios y a la política!) «Jimmy», como dice llamarse cuando se presenta, es una prueba viviente de que se puede ser compositor clásico de orden trascendente sin estar encerrado en la proverbial torre de marfil. Como compositor está en constante diálogo con Dios, aunque utiliza su cerebro de gigante, entrega su corazón, se mancha las manos con la materia de la vida humana; es uno de los nuestros.
Y además, la música. La música. La primera vez que tropecé con ella estaba en la universidad y paseaba por una calle, cerca de una de las capillas, y oí que de ella salía este sonido sublime. Seguí la pista, fascinada, y de pronto me vi ante un coro que ensayaba un concierto que iba a darse aquella tarde. Petrificada a causa de su belleza, sentí que la música me inundaba, me penetraba, me transportaba a otro plano de la existencia. Espiritualmente elevada, cuando terminó el ensayo pregunté qué era aquello. «James MacMillan», me respondieron. «Las siete palabras de la Cruz». Cancelé los planes que tenía, fui al concierto, compré el CD y desde entonces fui adicta.
Este Miserere que nos abre en canal es un homenaje al canto llano y a las armonías de Allegri (7 de febrero), aunque el resultado es muy diferente. MacMillan da rienda suelta a estos brotes expresivos, alternándolos con momentos de silencio y luego lo resuelve todo en una catarsis de puro y exquisito mi mayor. Es una musicalización profundamente personal, pero a mí me parece universal por su franqueza.
Clemency Burton-Hill
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