«El objetivo de mi vida —declaró en cierta ocasión Alfred Schnittke— es unificar la música seria y la música ligera, aunque me rompa el cuello en el empeño». No se rompió el cuello y no consiguió lo que se proponía. Yo diría que de un modo u otro todavía seguimos librando esa batalla. Pero al menos él lo intentó de veras.
Judío por tradición familiar y soviético por nacimiento, al principio de su trayectoria como compositor estuvo muy influido por Dmitri Shostakóvich y luego por dodecafónicos como Arnold Schönberg. Más tarde se sintió defraudado por lo que calificaba de «ritos de pubertad de la negación serial de uno mismo». Por repetir sus propias palabras, «cuando llegué a la estación término, decidí apearme de un tren ya abarrotado. Desde entonces he procurado viajar a pie».
Espíritu inquieto e individualista, Schnittke adoptó un modo llamado «poliestilismo», que, como su nombre indica, mezcla y adapta muchos estilos del pasado y el presente, según el humor —unas veces excéntrico, otras meditabundo— de su vasta imaginación creativa. Su biógrafo dice que nuestro compositor, nacido este día, «se enamoró de una música que es un poco vida, otro poco historia, otro poco cultura y otro poco pasado que sigue vivo»: una forma genial de expresarlo.
El mismo Schnittke habló de la importancia, como seres humanos, de «ser fieles a la idea de que el misterio no tiene límites». Su apego a este principio se percibe en las sobrias y misteriosas texturas vocales de esta noble musicalización del avemaría.
Clemency Burton-Hill
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