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La Mesa Beatle: La Llave Del Mandala

Muy buenos días desde La Barra Beatles, hoy vamos con una anécdota de corte spinetteano. En 1974, mi amigo, el turco Ismael, organizó varios recitales con Invisible, la banda de Spinetta, Pomo y Machi de esos años. Algunos amigos le dimos una mano repartiendo volantes, pegando afiches o cargando cosas en el teatro, nuestro fanatismo por el trío todo lo podía. Yo, además, me encargaba de cortar entradas en la puerta de las salas. Llegaba temprano, presenciaba la prueba de sonido, incluso veía algunos ensayos. Un privilegio total que incluía ir a tomarse un cortado a la pizzería de Dorrego y Corrientes con el propio Luis Alberto.

Por Jorge Garacotche

En abril de ese año Invisible graba su primer álbum, que en el interior traía un disco simple. El famoso disco en cuya portada está la obra del holandés Escher: “El charco”. Para mí, uno de los mejores discos de Spinetta, en particular, y del rock argentino en general. Con los años me fui dando cuenta que lo que más me gustó de todo lo que escuché de Argentina es Invisible. Representaba una síntesis de todo lo que me gusta: melodías exquisitas, originales, raras, instrumentación poderosa, sensible, con mucho vuelo, letras con un pie y medio en la poesía, líneas de guitarra que para mí eran una clínica. Considero que hay allí una manera de escribir a la cual es difícil no rendirle culto. Tengo un amigo que dice que en el año 1973 se escuchó lo mejor del rock y se estiró hasta el 74, puede ser.

Este primer disco muestra la clara influencia en Spinetta de Led Zeppelin, que por aquellos tiempos nos volaba la cabeza de modo inusual. La música que sonaba en las radios por esos años, la llamada “complaciente”, repartía distintas formas de desencanto, para ello utilizaba frases hechas, lugares comunes, armonías ya gastadas y una colección incesante de trivialidades. Pero contaba con una legión de guardianes en los medios de difusión que nos hablaban de diversión, alegría, amor, fe, sanidad, todo eso que dejaban en las puertas de los bancos en donde depositaban el producto recaudado de tanta hipocresía.

Cuando íbamos a bailar las horas eran una sucesión interminable de música plástica, solo planificada para moverse sin pensar, para establecer relaciones tan efímeras como superficiales rodeado de gente que alardeaba de sus vacíos. Me tocó vivir una época en donde uno tenía muy pocos espacios para conocer una mujer, o una mujer a un pibe, los boliches bailables eran uno de ellos. Seguramente había gente que pensaba como yo, que padecía la dictadura de la vulgaridad y trataba de resistir, pero tenía que disfrazarse e ir. En mi caso jamás conocí a alguien interesante en un baile, solo romances temporarios que nunca inquietaron. Besos curiosos, caricias aventureras, miradas suplicantes, se esforzaban por confesarse, pero los puertos estaban cerrados y los pasajes tenían fecha de vencimiento demasiado cercana. Pero no abandonaba la búsqueda de las pasiones, la música, los libros, el cine, que todo el tiempo me regalaban brújulas.

La canción que quiero compartir de ese álbum de Invisible es “La llave del mandala”. Tuve que recurrir a un diccionario para enterarme qué era un mandala, en Villa Crespo no había mandalas, incluso hoy todavía no debe haber ninguno, allí se dibujaban otras cosas, por fortuna nunca se me dio por preguntar. La letra de la canción tiene que ver con un mandala de Escher, “Límite del Círculo IV”, de 1960.

El viernes 5 de abril fue uno de esos recitales en el teatro Regio, ubicado en una zona apagada del barrio de Chacarita, por donde la avenida Córdoba se va muriendo y nadie se entera. Llegamos pasadas las 6 de la tarde porque a esa hora llegaban el sonidista junto con los equipos de la banda. Dos amplificadores Citizen, como la marca de relojes, uno de guitarra, otro de bajo, más la batería completísima de Pomo. Además de probar sonido estaba previsto ensayar para ajustar algunas cosas, también íbamos a preparar la presentación de Elmo Lesto, que no era otra cosa que el propio Ismael disfrazado, con una cabeza inmensa que casi no entraba por la puerta que conducía al escenario. Otro asunto consistía en colgar una soga para la hamaca de “La azafata del tren fantasma”, personificada por la compañera de Pomo que se exhibía durante la canción. Qué original esto de matizar la música con cierta escenografía más personajes que anden por ahí trayendo un dejo de locura.

Claro, con Invisible ocurrían otras cosas, se los escuchaba en los ensayos tirar varias ideas, plantear situaciones que al toque se veía que eran irrealizables, pero la intención siempre giraba en torno a lo teatral. Se lo notaba a Spinetta en los ensayos preocupado por lo que pasara alrededor del recital. En esas pruebas yo tenía una tarea: ir a sentarme en cuatro puntos distintos de la sala para darle a Luis un reporte del sonido en cada lugar, sobre todo el de la voz. Pasó un par de veces que en las primeras filas la voz estaba clara, pero no así en el fondo donde no entendí la letra, le conté eso a Luis y entonces quedó sellada mi tarea.

En un parate para descansar le pregunté a Spinetta sobre ese mandala de la canción, me dijo que tenía alusiones a lo diabólico, que parecían murciélagos emulando a ángeles y demonios, dijo que él mismo dibujaba mandalas, que con eso flasheaba porque eran esferas curativas. Mi cabeza iba de la ignorancia a la incomprensión rápido y sin soplar, pero volvía a preguntar, entonces algo quedaba rebotando, lo cual explicaba muy poco. Luego era cuestión de seguir investigando por las librerías del Centro.

Yendo a la parte estrictamente musical, el tema tiene un riff tan poderoso como pegadizo, me encantaba, sonaba muy energético, muy zeppeliano. Sobre el final hay un extraordinario solo de guitarra, empieza con una viola, luego se suma otra armando un cuadro alocado, pero siempre rockero. Qué tarea compleja es armar un solo con dos instrumentos a la vez, no es nada sencillo dar con la exquisitez antes de que aparezca el desorden. Por ese entonces Luis Alberto solía usar una Gibson 335 roja, tan cálida como elegante. Otras veces lo veíamos con una Fender Stratocaster blanca, con ese sonido tan versátil de esas prodigiosas curvas. Tiempos en los cuales Gibson y Fender, para mí, competían con Brigitte Bardot e Isabel Sarli.

Por esos días solía asegurar que Spinetta era el mejor guitarrista argentino, claro que muchos me puteaban para el campeonato, pero yo insistía apoyándome en esa musicalidad de compositor que descubría en su modo de frasear, en sus pausas expresivas, las ligaduras dulzonas, esas notas estiradas que suben pidiendo permiso a la cuerda, en ciertos ataques que me hacían acordar a un gemido de bandoneón.

Hay una parte del tema en donde sobre una dulcísima melodía la letra cuenta: “tanta fe tengo puesta aquí, con tu sonrisa, que creo ver el aire del tiempo…”. En dos renglones una definición del amor que conmueve por lo novedosa. “Y el agua del sol, quizás, mientras te guíes, dará aquellos sonidos que faltan...”. Para mí sonaba demasiado lejano pero valía el intento por ingresar a la poesía, de entrarle a un lenguaje distinto que conduzca a pensar diferente. Escuchaba esas frases al tiempo que por mi cuerpo corrían señales indicando que había que huir del llano. El mundo de los groseros sacaba pasaje de ida mientras yo corría a cerrar la boletería para que no pueda regresar.

Entre tema y tema Luis hablaba bastante, hacía referencia tanto a las letras, como al estado actual de la cultura, la educación o lo que hacía cierta gente descerebrada. Para mí era una clínica de pensamiento, nadie me decía esas cosas, mientras pasaba muchas horas del día sacudiendo de mis ropas el polvo de la estupidez, rasgando las manchas grasosas de la falsedad.

“Salgamos todos, todos por adentro, salgamos todos, puertas que se abren…”. Hacia allá iba, todavía sin mandalas pero aconsejado por la intuición.

Me hace bien recordar estas cosas, lleva a pensar que estuve conectado con buenas energías, con gente quimérica que ayuda a formarnos. Uno pertenece a un ámbito barrial en donde las artes llegan en cuentagotas, la necesidad ocupa casi todos los espacios, los sueños apenas logran rodear a una imaginería que se cierra en lo laboral. Recuerdo a mi amiga Silvana contando que para sus 15 años recibió como regalo una máquina de escribir, como para asegurar que la mecanografía estaba anunciando un futuro cercano. Había muchos cursos de mecanografía en todos los barrios pero ningún lugar donde estudiar guitarra rockera o poesía. Caminábamos rumbo al trabajo o al colegio secundario tratando de elaborar un plan que nos saque del inquilinato de la mediocridad.

Cuando se mira hacia atrás se ve pobreza, dificultades eternas que le clausuran el paso al pensamiento, a la reflexión. Se tienen antepasados que atravesaban una vida áspera más cerca de la guerra que de la tranquilidad, sobre todo se notaba en sus estropeadas manos, en la piel de un rostro lleno de secretos innombrables. Historias de un pasado embrollado que es mejor silenciar como para no infundir miedo a vivir. Allí uno va creciendo con plena conciencia que hay que ascender socialmente, tener un oficio, estudiar para recibir un sueldo más digno, allí se empieza a sospechar que la falsa seguridad es la meta. Cuando aparecemos con ideas por afuera de todo eso se siente la mirada acusadora de los conservadores, las voces de la cobardía, las postales engañosas que muestran que una vida chata se merece ser vivida. Una montaña rusa que jamás detendrá su marcha. Pero uno tiene otra idea del horizonte, empieza a observar en el radar una palabra que inquieta, que produce temblores, la desconocida utopía, esa maldita consejera de los soñadores. Entonces siente que es el momento de escapar de varios lugares, de combatir ciertos temores, para convertirse en un sordo atravesando el pasillo de lo siniestro. Empieza a treparse a subtes, trenes, colectivos, con la esperanza de bajarse en la estación de los despiertos.

Soy un chabón que le debe mucho a los músicos, me han presentado discos, libros, películas, obras de teatro, ideas, disciplinas y corrientes. Se encargaron de mostrarme a cada rato el mundo que no aparecía en las escuelas, en el barrio pobre, en la tele, ni en la radio. En esto Los Beatles hicieron punta, al menos para mí. En especial los maestros Lennon y Harrison comunicaban sobre sensaciones novedosas, viajes por rutas internas, culturas lejanas, desconocidas, alimentando el árbol de la sabiduría, regando las flores de la curiosidad.

Yo era un pibe común deambulando entre obviedades, condenado seguramente a una vida rutinaria, a ideas ordinarias, todo lo que nos suele regalar la superficialidad que tiene una gran cadena de distribución en Argentina. Desde Liverpool llegó el gran sacudón que acá tuvo en Spinetta a un gran divulgador de todo eso. Muchas de sus palabras me llevaban al diccionario, nombraba artistas o autores que no estaban en la librería frente a la escuela, había que preguntar, investigar o comprarse las obras sin pensar, tanto como para conocer.

Hubo que enojarse leyendo cosas que no se entendían, salir del cine luego de ver una película recomendada por los referentes con la certeza de que uno es un mediocre que no entiende un carajo, ni siquiera sabe cómo se pone cara de crítico, de indiferente desilusionado o de pseudointelectual desencantado.

Ir despacio pero a paso firme rumbo a esa suerte de encanto que rige para los curiosos, intentar con el infinito, el más allá, dándose vuelta de a ratos para putear a la realidad acusándola de cornuda.

Qué gran tarea la de algunos/as artistas, nada menos que tratar de formar personas mejores, diseñar mundos más justos con cielos cercanos. Paraísos a los cuales uno puede ascender, aunque sea por un rato, por más que esté parado en la puerta de la verdulería del barrio.

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Gandhi, Tous les hommes sont frères, Gallimard, 1969, p. 235.