Hablando de climas nórdicos invernales, Edvard Grieg compuso su magnífico concierto para piano estando de vacaciones lejos de su Noruega natal. Tenía entonces veinticuatro años.
Grieg, que falleció este día, quedó impresionado cuando alrededor de 1858 oyó a Clara Schumann interpretar el concierto para piano (también en la menor, casualmente) de su esposo Robert. Pasaron diez años antes de que empuñara la pluma para escribir el suyo, pero aun así se nota la influencia del alemán, así como la eterna preocupación de Grieg por evocar los sonidos, tradiciones y aires melódicos de su patria. («Estoy convencido de que mi música sabe a bacalao», dijo bromeando en cierta ocasión.)
El concierto, cuyo primer movimiento contiene una de las músicas más famosas de la historia, se caracteriza de principio a fin por una tremenda vitalidad; este segundo movimiento, agridulce pero emocionalmente brillante, desborda sentimientos. Como muchas obras que son muy apreciadas en la actualidad, el concierto recibió duras críticas cuando se estrenó, pero también contó ya entonces con admiradores entre las principales figuras del momento, como Franz Liszt y Percy Grainger, un gran amigo de Grieg que lo convirtió en base de su repertorio interpretativo.
Una anécdota tonta para tecnofanáticas como yo: fue el primer concierto para piano que se grabó, dos años después de la muerte de Grieg, y la interpretación corrió a cargo del pianista Wilhelm Backhaus. Dados los límites de la tecnología de la época, se redujo a seis minutos.
Clemency Burton-Hill
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