Mi camarín, lleno de canas. Me ponen de malhumor los-ca-nas.
Pero igual para ustedes, no tienen nada que ver...
one more, two more, three more… ¡Que esperen, loco!"
Charly García a su público, Montevideo, 1987..
Así se despedía Charly García de su público montevideano en 1987. Argentina ya estaba en democracia, Uruguay también, pero las malas mañas persistían, allá y acá. La policía, o la cana, como le decimos en Argentina, tenía bien frescos los días de impunidad, de recorrer las calles en Fords Falcon sin patente y levantar o golpear gente por “portación de juventud”, de tener carta blanca y pases VIP para secuestrar, torturar y violar sin rendir cuentas. En 1987, Argentina estaba aún en su fiesta democrática, para comprender la difícil y viboreante relación del rock argentino con la dictadura, hay que retroceder varios años. Bastantes más años. Empecemos de nuevo.
"El estremecimiento de la fe terrorista, derivación previsible de una escalada sensorial de nítido itinerario (…) continúa con el amor promiscuo, se prolonga en las drogas alucinógenas y en la ruptura de los últimos lazos con la realidad objetiva, común y desemboca al fin en la muerte, la ajena o en la propia, poco importa ya que la destrucción estará justificada por la redención social"
Almirante Emilio Massera a los alumnos de la Facultad de Sociología, Universidad del Salvador, 1976.
Es 1974, Argentina está sumida en la consternación: el Hombre, el único que podía desactivar la bomba de tiempo en la que se había convertido el país –y uno de los que más había contribuido a su explosividad-, Perón mismo, estaba en un féretro, velado aparatosamente durante días en medio de las beaterías peronistas del caso. Detrás de él, siniestra con su maquillaje blanco y su peinado de extraterrestre de los cincuenta, está Estela Martínez, la mujer a la que dejó viuda y presidente, y detrás de ella López Rega, “el Brujo”, Coronel y mentor de la Alianza Anticomunista Argentina. Terminado el show y enterrado Perón, el país tuvo que enfrentarse con la realidad: la economía era un desastre, el país estaba al borde de la guerra civil por las guerillas de izquierda y la AAA, y los gobernantes eran un espectáculo grotesco. Después de casi dos años de improvisación, desgobierno y atentados, en abril de 1976, para alivio de muchos, la Junta Militar relevó de su cargo a la viudita e inició la fase más tenebrosa de la historia argentina. Como a todo lo demás, le pondrían un eufemismo torpe y pomposo: Proceso de Reorganización Nacional.
En medio de toda esta debacle estaba el rock: esa mezcla heterogénea pero compacta de juventud, ideas vagamente contraculturales, rebeldía, droga, sexo y libertad individual. Al igual que en los países anglosajones, el rock era mucho más que música: era una forma de vida, una filosofía individualista, pacifista y contestataria, que no comulgaba bien con el poder, con ningún poder, y mucho menos con el de las gorras y los fusiles.
Sin embargo, los militares lo dejaron estar. Tenían las manos llenas con lo que ellos consideraban el verdadero peligro: la guerrilla. Dos facciones generales luchaban contra el gobierno,[2] y una guerra silenciosa y fantasmal se llevaba a cabo en las calles. Un ejército de hombres sin identificación secuestraba, acallaba, intimidaba, torturaba, interrogaba y liquidaba a los guerrilleros, o los sospechosos de “actividades subversivas”. Mientras el ejército se deshacía en proclamas a favor de “la Sociedad Occidental, la Familia y los Valores Cristianos”, los cuerpos de los vuelos de la muerte[3] encallaban en las orillas del Río de la Plata. Esos pelilargos afeminados con guitarritas no eran la mayor preocupación, pensaban los represores. Ya habría tiempo para ocuparse de ellos después.
Otros militares, sin embargo, no estaban tan cómodos. Especialmente aquellos a quienes les había sido encomendada la pesada tarea de velar por la moralidad de contenidos televisivos, radiales, medios gráficos y musicales. La juventud estaba peligrosamente expuesta a esas ideas foráneas del rock, y fue llamada a ser parte de la nueva Argentina. Mientras tanto, las universidades de todo el país eran intervenidas por los militares, quienes se aseguraron de que los docentes a cargo cumplieran con el Proceso, y vigilaban atentamente la pureza ideológica del alumnado. O, en las siniestras palabras de Massera: “El alma del hombre se ha transformado en campo de batalla”. La encarnación táctica de este iluminado concepto fue la Operación Claridad, que consistió en la creación o cooptación de órganos de control y censura cultural, que operarían incansablemente, si bien no muy sagazmente, en este nuevo campo de batalla. Argentina ya no importaba discos de The Who, importaba oficiales franceses de inteligencia que inculcaban a nuestro ejército las “tácticas de contrainsurgencia” aprendidas en la sucia guerra de Argelia. Sus alumnos no eran muy brillantes, pero tenían voluntad de aprender. “¿Qué hace usted para que su hijo no se convierta en guerrillero?”, preguntaba, mientras tanto, la tapa de la revista Gente. “Estamos obligados a afinar el silencio”, decía un personaje de La compañía mágica de circo, obra de teatro under de Alberto Muñoz.
En 1977, Luis Alberto Spinetta era detenido “por averiguación de antecedentes”. En su celda oscura había un graffitti: la letra de “Cementerio Club”, una de sus propias canciones, garabateada por algún joven fan cuyo destino sería desconocido. El mismo año, León Gieco recibía las letras de su último álbum de manos del Comfer, el órgano encargado de la censura: era una maraña de bolígrafo rojo, con sólo dos canciones aprobadas para la difusión. Las listas negras proliferaban: de películas, de libros, de discos, y de las personas que los hacían, los imprimían y los difundían. “Nadie” las elaboraba, pero todos las obedecían, y el precio de no hacerlo era brutal e inmediato: locutores intimidados, editoriales cerradas, periodistas detenidos. O peor.
Más hábil y travieso que Gieco, Charly García no se dejaba amordazar, y con su nueva formación rockera, La Máquina de Hacer Pájaros, se dedicó a muchas cosas, una de ellas describir el estado de cosas y tirarle del bigote a los militares tanto como se pudiera. “Qué se puede hacer salvo ver películas”, decía Charly en el tema homónimo, una melodía pegajosa y burlona a medio camino entre el Disco y la Tropicalia brasilera. Efectivamente: ¿qué se podía hacer? Y las películas, para colmo, venían tijereteadas… Al decir de Sergio Pujol, en su libro Rock y dictadura, “Charly García respondía sin relatos épicos, con un realismo sarcástico que no le daba chance a las ilusiones, pero a la vez pintando el cuadro desolador, de vaciamiento ideológico, perpetrado por el gobierno militar. Se decía que el rock era idealista, porque era joven y soñaba con lo imposible […] ahora sucedía exactamente lo contrario: nada era más realista que una canción de rock”[4].
Muchos optaron por irse. Los Jaivas, grupo folclórico celebérrimo con elementos de protesta social, había venido de su Chile natal huyendo de Pinochet, y no tardaron en darse cuenta que la Argentina acogedora del ‘73 no era la del ‘77. Crucis, columna del rock progresivo, probaba los Estados Unidos. Claudio Gabis, guitar hero local, se perfeccionaba en Berklee, Boston. Pappo huyó a Londres, Gustavo Santaolalla probaba suerte en Los Angeles, y la encontraba. Otros no tenían tanta suerte. A Rodolfo Walsh, el más comprometido y uno de los más brillantes escritores de Argentina, lo ametrallaba el personal de Prefectura en una esquina cualquiera una mañana cualquiera, durante un “enfrentamiento”. Tuvo el lujo de una fosa con su nombre. Sus libros, especialmente Operación Masacre, hacía tiempo que se quemaban públicamente; las copias que sobrevivían, circulaban destartaladas de mano en mano como reliquias de santo. Ser detenido con ese libro en la mano era pasaporte directo al horror.
Una mañana, la casa de la familia Moura en La Plata se llenaba de empleados de la compañía eléctrica… empleados con ametralladoras. Silenciaron a todos a punta de fusil, esperaban al mayor de los hijos, militante del ERP, quien llegó y se encontró con el espectáculo y una culata de rifle en la nuca. Nunca volvería a saberse de él. Años después, semi-escondida entre muchos hits bailables, quedaría una canción de Virus: “Ellos nos han separado”.
Era 1978. Gieco recibía un llamado anónimo a su casa: una voz de mujer, suave, cómplice, le decía que “ellos” sabían a qué jardín de infantes iba su hija. Que tuviera cuidado. Más del que ya tenía. No aguantó más. Se iría a Colombia, Costa Rica, México, para recalar en Los Ángeles. Charly, harto de todo y enamorado de una brasileña de 17 años, huyó a Brasil, y desde allí convocó a músicos de talento para su próximo grupo: Serú Girán. En ese ambiente de libertad se podía crear, soñar y grabar música exquisita a la luz del sol. Pero había que volver para enfrentar a los monstruos, y en esto él probó tener un talento que nadie más tuvo: el de saber siempre exactamente hasta dónde se podía llegar.
La mítica revista de cultura rock El Expreso Imaginario decía en una nota: “Parece que hubiera dos países luchando entre sí. Uno de viejos contra uno de jóvenes, y el último en este momento pareciera estar perdiendo la batalla”. Tapada por diarios y revistas frívolos y reaccionarios, en un rincón del quiosco, con un tono más cercano a los delirios de Ginsberg que a las arengas de Fidel, gambeteaba la censura y proveía de oxígeno al que supiera encontrarla. Más neutra e informativa pero igual de valiosa, Pelo seguía siendo la cara visible “oficial” del rock. La insólita Mutantia no dudaba en poner alguna nota de rock o poesía Beat entre la macrobiótica y los OVNIS.
En los sótanos de La Plata, la ciudad universitaria de la Provincia de Buenos Aires que vio su estudiantado arrasado entre 1976 y 1979, una criatura improbable empezaba sus primeros pasos raros e inseguros. Era Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota,[5] liderado por Carlos “el Indio” Solari. Grupo mutante, mezcla de teatro, rock y music hall, inherentemente underground y combativo, mantenía sus reuniones para unos pocos y sus performances para grupos muy pequeños. Sus letras oscuras y corrosivas eran un enigma para casi todo el mundo, no digamos los militares. Como las cucarachas, soportaban bien el invierno nuclear siempre que hubiera alguna grieta. Entre los integrantes de la troupe estaba el artista plástico Rocambole, beneficiado con tres horas de picana eléctrica por su arte degenerado y sus demasiados amigos en el ERP. Mientras lo picaneaban, le preguntaban quién era Patricio Rey, si era terrorista y de cuál célula. ¿Con quiénes estaba conectado?
Litto Nebbia, fundador del rock argentino con Los Gatos, ya había vivido todo esto con Onganía, en el 68. Había firmado, en el 73, una carta de repudio al golpe pinochetista, había sido peronista toda su vida: era un hombre marcado, y lo sabía. Estuvo detenido tres días, con diez tipos alrededor que hacían muchas preguntas. Se fue a México. Llevaba 60 dólares en el bolsillo, una novia y una guitarra. “Porque en tierra ya nadie queda / la verdad es que se está yendo todo el mundo […] saludan nuevos vagabundos” cantaba a toda velocidad Charly en el tema pegajoso de Serú: “Autos, jets, aviones y barcos”.
En 1979 lo único cada vez más libre era la economía: allí los militares no tuvieron tapujos en imponer la receta neoliberal, entonces tan nueva que no se había probado ni en conejos, sólo en argentinos. Fue la época de “la plata dulce”, y la buena paridad con el cambio hizo que los argentinos inundaran las playas y comercios extranjeros; volvían con televisores a color mientras una parafernalia de baratijas importadas destruía la industria nacional. Pero eso ¿a quién le importaba? Nuestras fábricas estaban obsoletas y eran un hervidero de sindicalistas recalcitrantes. La clase media argentina se estaba portando bien, levantando los piecitos mientras los militares pasaban la aspiradora, así que merecía su premio. A Charly esto no le pasaba desapercibido, nada escapaba a sus antenas. Si no podía atacar a los militares y su aplanadora económica, sí podía reírse de la frivolidad y el mal gusto de la nueva Argentina. La grasa de las capitales fue el segundo disco de Serú Girán, y desde su misma tapa parodiaba a la revista Gente, vidriera grasienta[6] de la farándula de militares y vedettes. Todo era un asco:
¿Que importan tus ideales,
que importa tu canción?
La grasa de las capitales
cubre tu corazón.
[…] Con la cantina, con la cantora,
con la T.V. gastadora,
con esas chicas bien decoradas,
con esas viejas todas quemadas,
gente re-vista, gente careta,
¡la grasa inunda cual fugazzetta![7]
¡No se banca más!
La grasa de las capitales
no se banca más.
Spinetta no se lo bancó más, y viajó a los Estados Unidos. Ayudado por amigos ya exiliados, trabó relación con los grandes estudios, que financiaron la grabación de un disco. En apariencia, era el sueño de todo músico argentino: grabar en Nueva York, entre celebridades, con ingenieros y tecnología de punta, pero tenía que grabar en inglés. Las horas pautadas, los ritmos, el estilo comercial, la falta de control sobre el material, todo contribuyó a que el sueño se pareciera más a una pesadilla. De esta aventura resultaría un disco, Only love can sustain, flaco de ideas y de ventas, el único de toda su producción del cual Spinetta abjuraría y prohibiría que se reeditara bajo cualquier concepto. Durante años su existencia fue casi una leyenda urbana; con el advenimiento de internet de pronto estaba al alcance de todos y se pudo comprobar que efectivamente su único valor es ser testimonio de lo mucho que debió haber sufrido Spinetta en ese 1979 para hacer un disco tan malo. El insomnio lo perseguía. Al volver, volvió del todo, a las raíces: reunió su primera banda, Almendra, hito fundacional del rock argentino, y grabó un nuevo disco con sus viejos amigos. Su tema “Jaguar herido” era una metáfora de la violencia militar, en la figura del cazador “cuya arma es el silencio”. “Acaso el dolor es un limbo / del que jamás podré regresar”, le decía a las 30.000 personas que se agolparon a verlos. Muchos durmieron en una comisaría, pero ver a Almendra lo valía.
Guillermo Alén - Nacido en Buenos Aires en 1983. Profesor en Letras por la Universidad Católica Argentina. Su área de especialización es la semiótica de masas y la cultura popular, y se encuentra a la fecha realizando un trabajo de licenciatura sobre las expresiones del exterminio indígena argentino en la narrativa gráfica. Es además librero anticuario, con nueve años de experiencia, y corrector de estilo. Ocasionalmente escribe ficción, para estricto consumo personal.
[1] Epíteto despectivo utilizado en Argentina para los policías. Se origina por las mangas blancas que se ponía el policía en su uniforme para marcar que estaba de servicio.
[2] La guerrilla estaba dividida en dos facciones, incomunicadas entre sí. De un lado las Fuerzas Armadas Peronistas, luego Montoneros, desprendimiento radical del peronismo de izquierda con inspiración marxista (oxímoron ideológico patente para todo el mundo excepto ellos), formado principalmente por jóvenes y sindicalistas, desheredado por el mismo Perón y llevado a la clandestinidad a su muerte. Por el otro, el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), de inspiración maoísta, marxistas ortodoxos, de corte más intelectual pero métodos igual de violentos. Ambos grupos tenían poca o nula comunicación entre sí, y estaban divididos en células pequeñas y clandestinas, muy pobremente comunicadas, lo cual aumentaba aún más el caos general. Otros partidos de izquierda pequeños no pasaban de la protesta y el debate (PST, MAS) o apoyaban abiertamente a los militares en contra del peronismo (Partido Comunista).
[3] Práctica común de los militares: para deshacerse de los cuerpos los prisioneros eran drogados y arrojados desde aviones Hércules al Río de la Plata.
[4] De: “Rock y dictadura, crónica de una generación”; Booket, Buenos Aires, 2013. P. 66
[5] Patricio Rey es un ser ficcional creado por los integrantes de la banda, un ser espectral y trans-histórico que aparece en determinados momentos a advertir y profetizar.
[6] El adjetivo “grasa” en Argentina es usado por la clase alta y media-alta, en referencia a todo aquello pretencioso y de mal gusto, típicamente relacionado con el nuevo rico o cierta clase media con aires de más. Etimológicamente el término proviene del fijador para pelo utilizado por las clases bajas –la clase alta no lo usaba-, que daba un brillo aceitoso. En su disco, Charly García lo transforma en sustantivo y lo extiende a todo un clima de época: la Argentina de los militares, que intenta proyectar una imagen de austeridad y orden marcial, es inequívocamente chillona, chabacana, “grasa”.
[7] La fugazzetta es una pizza argentina muy popular, con abundante queso mozzarella y cebolla, y al paladar porteño no es buena si no chorrea suero grasiento y queso fundido.
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