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Caballos de Troya: Arte Activista y Poder (1983)

Tal vez el Caballo de Troya fuera la primera obra de arte activista. Basado por una parte en la subversión y, por otra, en la toma de poder, el arte activista interviene tanto desde dentro como más allá de la fortaleza sitiada de la alta cultura o el “mundo del arte”. No es tanto una nueva forma de arte como una formación de energías, que sugiere nuevas formas de conexión de los artistas con la fuente de energía de su propia experiencia. En la actualidad, existe una renovada sensación sobre la capacidad de la cultura para influir en la forma que tiene la gente de ver el mundo que la envuelve. El arte activista —a veces denominado “movimiento en favor de la democracia cultural”— proporciona, por tanto, “una conciencia en desarrollo, compartida, cuyo impacto no podemos predecir… una especie de consenso en la práctica que actualmente se encuentra en una etapa de concientización y organización”.(1)

Por Lucy R. Lippard

Dada la naturaleza evolutiva y pragmática del arte activista, lo que sigue no es tanto un estudio o una historia, sino más bien simplemente un intento de situar el arte activista en relación con el mundo del arte y con la organización política. Este ensayo se divide en cuatro partes: un argumento en favor del arte activista; reflexiones sobre el poder del arte; algunos de los orígenes del arte activista reciente; y algunos ejemplos de diversas estrategias y prácticas artísticas desde 1980 hasta hoy. Quiero dejar claro que no me parece necesario que todos los artistas hagan arte activista (aunque me gustaría comprobar que cualquier artista — como cualquier otro ciudadano— es un ser políticamente informado y responsable). El arte activista es simplemente el tema de este ensayo, como lo es también la mayoría de mis actividades. Sin embargo, también me encanta sentir el estremecimiento del puro placer estético y la sorpresa. Aunque sigo siendo parcial en favor de una cultura que no nos lleve al valle de la irreflexión, sino a mover montañas, también sería una pésima demócrata cultural si no dedicara mucho tiempo y muchas energías a observar y reflexionar sobre todas las demás formas de arte. Solamente quisiera que el proceso se moviera más a menudo en ambas direcciones. Una parte considerable del arte activista es innovador y expansivo y de él podría aprender la corriente dominante, del mismo modo que los activistas aprenden de ella.

 

I. Argumento

El movimiento por la democracia cultural consiste en una crítica de la homogeneidad de la cultura empresarial dominante, homogeneidad que sirve a muy pocos de nosotros pero que nos afecta a todos. Vemos cómo esta cultura funde (o pasa por el microondas) las diferencias multirraciales y multiculturales, que son la mayor fortaleza de este país y su mayor esperanza para comprenderlo y para comunicarse con el resto del mundo antes de que lo destruyamos. De acuerdo con ello variará el arte que refleja la experiencia vivida en distintos grupos de población. Esto es a la vez una ventaja y un inconveniente, como bien saben las comunidades artísticas negras, latinas y asiáticas.

La democracia cultural es un logro exactamente igual de valioso que la democracia económica y política, contiene el derecho a expresarse y a exponerse a la mayor diversidad posible de expresiones. Se basa en una visión de las artes como intercambio comunicativo. Una verdadera democracia animaría a los artistas a hablar en su propio nombre y en el de sus comunidades, y nos proporcionaría a todos el acceso a públicos a la vez semejantes y diferentes de nosotros. Amílcar Cabral nos ha enseñado que la expresión de uno mismo es un requisito previo para la autocapacitación. Esto no significa que todo el mundo tenga que hacer arte, del mismo modo que formar una población políticamente consciente tampoco significa hacer que todo el mundo se convierta en político. Significa simplemente que, a menos que todo el mundo entienda el arte en su más amplio sentido y lo acepte como una posibilidad, el poder del arte se reduce.

La calle no calla: el arte
alrededor de la revuelta social chilena
El arte activista no se reduce a un estilo particular, y probablemente su mejor definición puede hacerse desde la perspectiva de sus funciones, que abarca también un amplio abanico. En la mayoría de los casos no se limita a los medios de arte tradicionales: por lo general abandona marcos y pedestales. Es un arte que tiende hacia fuera pero también hacia dentro. En diversos grados, tiene lugar a la vez en la corriente dominante y fuera de los contextos de arte aceptados. En la práctica, el arte activista podría incluir a la enseñanza, las ediciones, las emisiones de radiotelevisión, la realización de cine y la organización —tanto dentro como fuera de la comunidad artística—. A menudo incorpora medios muy distintos dentro de un único proyecto a largo plazo. La mayoría de los artistas comprometidos con el activismo intentan hacer de sintetizadores a la vez que de catalizadores; intentan combinar la acción y la teoría sociales con la tradición de las bellas artes, en un espíritu de multiplicidad e integración, más que guiados por un espíritu de opciones restrictivas.

El arte activista no es únicamente “oposicional”, aunque suele ser crítico en cierto sentido. Como arte de contacto, a menudo es híbrido, producto de diferentes culturas que se comunican mutuamente. Los artistas activistas no esperan, por ejemplo, cambiar los valores de Ronald Reagan (suponiendo que tenga alguno), sino que se oponen a sus puntos de vista (dominados por la guerra y el antihumanismo) mediante imágenes, metáforas e información de carácter alternativo elaboradas con humor, ironía, indignación y compasión, con el objeto de lograr que se oigan y esos rostros hasta entonces invisibles e impotentes. Por supuesto que esta actitud es idealista. El arte difícilmente es una vocación pragmática. Desde luego que la motivación de cada artista es diferente, pero la razón por la que la mayoría de nosotros se ha vuelto activista es una profunda frustración con respecto a las funciones y los espacios limitados del arte en la cultura occidental, sumada a una sensación de enajenación con respecto a los espectadores.

Todo comienza con ese otro idealismo —el que se nos administra en las escuelas— que nos dice que el arte es un excelso “don” para la sociedad y los artistas unos genios solitarios y superiores, ensalzados en sus torres de marfil. No obstante, cuando los estudiantes acaban sus estudios, a menudo comprueban que les resulta difícil entregar “dones”: unos lo logran, otros se amargan y otros tantos intentan desmitificar el papel del arte y cambiar su sistema de funcionamiento. Para aquellos que necesitan ver resultados inmediatos (un buen cheque o una fama instantánea), un trayecto tan prolongado resulta insatisfactorio. Pero las compensaciones se producen precisamente en el proceso de ese compromiso. Los artistas activistas tienden a ver el arte como un diálogo estimulante para todos los implicados en él, más que como una lección especializada sobre belleza o ideología. administrada de arriba abajo. Resulta malsano, no obstante, calificar a estos artistas (ya sea condescendientemente o con admiración) como “vigilantes” o como “las conciencias del mundo artístico”, como si su presencia hiciera innecesaria una responsabilidad general o individual.

El arte activista es, ante todo, un arte orientado en función del proceso. Tiene que tomar en consideración no sólo los mecanismos formales dentro del propio arte, sino también de qué modo llegará a su contexto y su público y por qué. Por ejemplo, los eventos feministas de cena / organización / performance / eventos públicos de Suzanne Lacy culminan en “piezas de arte” reconocibles, pero de hecho la obra real incluye la organización a lo largo de todo un año y los talleres que desembocan en ella, así como las filmaciones y la documentación que pueda producirse después. Estas consideraciones han llevado a un planteamiento radicalmente distinto de la creación artística. Las tácticas o las estrategias de comunicación y distribución entran en el proceso creativo, al igual que actividades habitualmente separadas de dicho proceso, como por ejemplo el traba­jo en la comunidad, las reuniones, el diseño gráfico, la colocación de carteles. Las aportaciones más destacadas al arte activista actual son las que proporcionan no sólo nuevas imáge­nes y nuevas formas de comunicación (en la tradición de la vanguardia), sino las que además indagan y penetran en la propia vida social, mediante actividades a largo plazo.

Habría otros ejemplos:

  • La obra en curso de Tim Rollins, realizada junto a sus estudiantes de instituto con dificultades de aprendizaje del South Bronx. Ésta incluye objetos y enormes collages pintados, producidos en clase pero tomados de las experiencias de los estudiantes en el mundo.
  • La implicación durante cinco años de Mierle Laderman Ukeles con el Departamento de limpieza y recogida de basuras del Ayuntamiento de Nueva York, proyecto que incluye exposiciones y actuaciones públicas y privadas.
  • La obra colectiva en curso de Carnival Knowledge sobre feminismo, derechos reproductivo y sexualidad, que adopta la forma de bazares callejeros, exposiciones y otros acontecimientos públicos.
  • El mural en continua expansión de Judy Baca, The Great Wall of los Angeles (La gran muralla de Los Ángeles), donde se pinta la historia de los residentes del Tercer Mundo que habitan en California, pero también se enseña a la juventud local; incluye asimismo el “trabajo social ” con bandas juveniles locales al tiempo que proporciona apoyo económico a comunidades chicanas acosadas.
  • Los carteles y las ingeniosas vallas publicitarias de Loraine Leeson y Peter Dunn, con fotomontajes cambiantes en múltiples paneles, en el este de Londres, que se han convertido no solo en parte del paisaje local sino de la escena política del municipio, pues abarcan recientes cierres de hospitales, problemas de vivienda y laborales, así como remodelación urbana.
  • Grupos de actuaciones públicas (por ejemplo, The Waitresses, Mother Art y Sisters of Survival (SOS) todas ellas nacidas del Woman´s Building de los Ángeles) centradas en temas específicos como las relaciones laborales, el desarme nuclear y el sexismo implícito en la elección “hijos o carrera”.
  • En Australia, Vivienne Binns y Annie Newmarch, con “artistas sociales’” profesionales y subvencionadas por el gobierno­ exponen en museos sus obras de arte propias y colectivas generadas en vecindarios rurales y suburbanos. Una obra a largo plazo de Peter Kennedy sobre la historia australiana se centra en el golpe de Estado del 11 de noviembre de 1975 en forma de sofisticadas pancartas bordadas y películas y vídeos documentales.

Y así sucesivamente. Los temas y los medios son tan variados que resulta muy difícil generalizar sobre el arte activista.

Lo que estas diversas obras comparten es el modo en que el estilo y la estética están profundamente entrelazados en las estructuras sociales en que intervienen. Estos artistas trabajan a menudo en series —no series autónomas para exposición, sino secuencias continuadas de aprendizaje, comunicación, integración y luego reaprendizaje a partir de las respuestas del público escogido—. Cuando Jerry Kearns, por ejemplo, se interesó por los estereotipos raciales y sexuales en los medios de comunicación en 1980, su forma de realizar “estudios” para posibles pinturas consistió en trabajar en el South Bronx con el Committee Against Fort Apache (Comité contra Fort Apache: coalición urbana de protesta contra las representaciones racistas y sexistas de negros, hispanos y mujeres en la película Fort Apache, The Bronx, 1981)(2) y en Brooklyn con el Black United Front, para luego organizar una exposición colectiva itinerante sobre el tema. A veces el proceso se desarrolla en sentido contrario: Greg Sholette pasó de realizar un mordaz libro de artista sobre cómo Citibank “consiguió calmar al vecindario”, a trabajar activamente en la comunidad con el proyecto “Not for Sale” [No se vende] de Political Art Documentation / Distribution, contra la remodelación del Lower East Side de Nueva York, a la vez que seguía realizando arte “exponible” sobre temas relacionados.

Dos críticas frecuentes al arte activista son las siguientes: “El arte no puede cambiar nada, de modo que si te preocupa la política debes hacerte político en vez de artista”. (Que va acompañada de otra que afirma: ”Esto no es arte es sociología”.) La siguiente asegura es: “El arte que busca el cambio social resulta inútil cuando es invitado a participar en exposiciones y ventas dentro del mundo artístico convencional”.

El arte activista del chino Ai Wei Wei
Los artistas activistas no son tan ingenuos como sus críticos. Pocos de ellos trabajan con la ilusión de que su arte vaya a cambiar el mundo de forma directa o inmediata. Rudolf Baranik ha señalado que el arte puede no ser la mejor herramienta didáctica existente, pero puede ser un socio poderoso para el discurso educativo, que expresa su propio idioma (y, dicho sea de paso, penetra subversivamente en intersticios donde la didáctica y la retórica no pueden entrar). Con la profundización y la generalización de la práctica del arte activista en Estados Unidos durante los últimos cinco años, esta asociación está recibiendo mayor consideración de los grupos políticos, así como de las corrientes convencionales. También es crucial recordar que el activismo de base comienza en casa. Tendemos a olvidar que la organización dentro de la comunidad artística también es “efectiva”. Los artistas por sí solos no pueden cambiar el mundo. Pero tampoco puede hacerlo nadie más, solo. Lo que sí podemos hacer es decidir formar parte del mundo que está cambiando. No existe ninguna razón por la que el arte visual no deba ser capaz de reflejar las preocupaciones sociales de nuestro tiempo con la misma naturalidad que las novelas, las obras de teatro y la música.

En cuanto al ingreso en el mismo circuito expositivo, cuanto más sofisticados se vuelven los artistas activistas, mayor es su capacidad de hacer arte que funcione en distintos niveles. Pueden realizar obras de arte específicas para audiencias y situaciones específicas, o pueden intentar cosas distintas a un mismo tiempo, de modo que una obra afecte de una manera a los públicos de arte y de otra manera distinta al público en general. Tratarán de hacerlo sin sacrificar la complejidad y la integridad estética, y sin ser asimilados ni manipulados por la cultura dominante. El arte que no se limita a un contexto único bajo el control del mercado y del gusto de la clase dominante resulta mucho más difícil de neutralizar. Y a menudo es muy eficaz cuando se ve dentro de los propios baluartes del poder que critica. Cuidado con los artistas que ponen al descubierto sus talentos.

Dado que el arte activista es raramente enseñado en las escuelas, existen pocos modelos conocidos y es importante que los existentes se hagan lo más visibles posible. Por ejemplo, las series de fotomontajes en color de Carole Condé y Karl Beveridge, realizados como resultado de procesos de colaboración con trabajadores de los sindicatos canadienses de las industrias del acero y el automóvil, ofrecen al público asiduo del arte oficial un estilo técnicamente brillante y singular acerca de vidas y temas con los que no están familiarizados, mientras que en el lugar de trabajo las mismas obras son herramientas organizativas, que refuerzan la solidaridad a la vez que narran historias mutuamente significativas. Tales obras pueden no estar en venta, o pueden venderse y mantenerse en el sector público, pues siguen existiendo en otros contextos después de ser “compradas”. Y aunque el sistema privado disfrute con la adquisición de espejos poco complacientes o crea que su propiedad desactiva el efecto político de la obra, sirven de apoyo, no obstante, para una posterior oposición. En las condiciones del capitalismo, no es una mala transacción.

 

 

II. Poder

El poder del arte es subversivo más que autoritario y consiste en su conexión de la capacidad de hacer con la capacidad de ver (por tanto en su poder para hacer que otros vean que también ellos pueden hacer algo a partir de lo que ven… y así sucesivamente). El arte potencialmente vigoroso es casi por definición oposicional: presenta esa obra que consigue salir laboriosamente de los canales prescritos y que se ve bajo una nueva luz.

A pesar de la imagen pública del arte, de altiva impotencia y humillante manipulabilidad, un creciente número de activistas dentro y fuera del ámbito cultural comienzan a abordar su potencial poder. No obstante, la cultura potencialmente poderosa no tiene porqué coincidir por necesidad con la cultura que quienes ostentan el poder cultural consideran que va a ser o debe ser poderosa. El poder es generalmente interpretado como control —control de las acciones propias y de las acciones de otros—. El mito de la impotencia cultural proviene de una incomprensión de la base de la autoridad y la autenticidad del arte. El arte es sugerente. Los movimientos que inspira suelen ser emotivos. En el mundo del arte, un artista poderoso es aquel cuyo nombre puede utilizarse: su nombre, no su arte. (“Compre un Starr”, como quien dice: “Compre una obra de Starr”, peligrosamente próximo a “Compre a Starr”).

O tal vez sea más exacto decir que el poder del artista está separado del poder del objeto. Antaño, los objetos de arte tenían un poder literal —poder mágico, poder político— y el artista participaba en esto porque era necesario para la comunidad. (¿Quién necesita hoy a los artistas? ¿Para qué? ¿Quién decidió que el objeto artístico tuviera una función tan limitada?)

Si el primer ingrediente del poder del arte es su capacidad para comunicar lo que se ve —desde la luz sobre una manzana hasta las causas subyacentes del hambre en el mundo— el segundo ingrediente es el control sobre los contextos sociales e intelectuales en los que se distribuye y se interpreta. El poder real de la cultura reside en unir visiones individuales y comunes, proporcionar “ejemplos” y “lecciones objetivas”, así como los placeres del reconocimiento sensual. Irónicamente, aquellos artistas que intentan transmitir sus significados directamente son a menudo acusados de propagandistas, y su accesibilidad se ve así limitada a quienes no tienen miedo de adoptar una postura. La capacidad de producir visiones es impotente a menos que se vincule con un medio de comunicación y distribución.

El realismo político suele ser etiquetado como propaganda. No obstante, el racismo, el sexismo y el clasismo no son invisibles en esta sociedad. La cuestión de por qué habrían de ser por lo general invisibles en el arte visual sigue siendo una patata demasiado caliente para ser aceptada. Por el hecho de estar tan arraigado en el contexto, el arte activista es a menudo algo que escapa a los críticos de arte, que no son el público al que se dirigen, ni tampoco saben tanto como los propios artistas acerca de sus temas y lugares. Las múltiples e interminables formas pueden también resultar confusas debido a que la innovación en el mundo del arte internacional es entendida como nombre de marca, estilístico y efímero, orientado a un breve intervalo de atención por parte del mercado. En general, se supone que los artistas no atraviesan tanto la superficie como para provocar cambios de actitudes; se supone que simplemente embellecen, observan y reflejan los sitios, las vistas y los sistemas del status quo.

Los artistas tienen un tipo de control sin precedentes sobre su propia producción, pero la mayoría lo pierden de inmediato en la fase de posproducción. Pierden el control no sólo sobre el objeto, sino también sobre su objetivo. Cuando una obra de arte sale de las manos del artista, queda fuera de su alcance en diversos sentidos. El contacto o la conexión con una obra (descrita por ciertos artistas —no sólo mujeres— como una comunicación umbilical o parental) puede perderse llegados a este punto. Como un niño, la obra es abandonada a una existencia independiente en un mundo que puede transformarla hasta hacerla irreconocible: enmarcarla mal, colgarla bajo una luz inadecuada, mistificarla, despojarla de su ideología o, por el contrario, utilizarla para demostrar otros argumentos políticos(3). En esta fase, el artista entrega el poder del objeto al comerciante, museo o nuevo propietario, para volver al estudio, a una nueva obra sobre la que todavía tiene la ilusión de control.

Algunos de los que insisten en que el arte carece de poder consideran que su poder radica precisamente en esa carencia de poder —que el arte se libra de las presiones sociales por el hecho mismo de estar por encima o por debajo de todo eso—. Hay algo de verdad en esto, pero tiende a estimular la irresponsabilidad. Otros consideran el poder según es definido por la cultura dominante —desde la perspectiva del dinero, el prestigio, la cobertura mediática y la posibilidad de decirle a la gente qué hacer— definiciones que por definición excluyen las nociones convencionales del arte, pero no necesariamente del arte activista.

Resulta útil observar todas esas luchas de poder en las que las mayorías de los artistas se ven envueltos a su pesar. Hay que preguntarse: ¿Quién es el más poderoso?, ¿el artista famoso y mayoritario cuya obra la ven miles de personas y, ocasionalmente, millones en la revista Time, que disfruta de todos los símbolos del poder otorgados por el establishment del arte oficial (subvenciones, ventas, exposiciones, artículos, premios)?, ¿o más bien el artista-relativamente-desconocido-en-esos-círculos (en general de inclinaciones conservadoras) cuya zona de influencia puede ser más amplia y que puede ser igualmente rico, pero a quien los detonadores del poder cultural niegan el toque de poder de consagración de la varita mágica de la “calidad”? ¿O es el artista mediático que llega a millones de personas a diario pero cuyo nombre es desconocido por aquellos a quienes llega? ¿O es la feminista militante o el artista socialista que ha decidido la invisibilidad en el mundo del arte en favor de una visibilidad limitada pero autodeterminada en el “mundo real” de la comunidad, las escuelas, las manifestaciones y otros públicos específicos? ¿O podría incluso ser el humilde “artista folk” y aficionado cuyos espectadores son sus vecinos y cuyo arte refleja voces inaudibles y vidas invisibles en los pequeños escenarios donde dichas voces son escuchadas y dichas vidas resultan familiares?

 

 

III. Fuentes

El arte activista de hoy es el producto de circunstancias tanto externas como internas. Aunque en la mayoría de los casos la situación social externa no afecta directamente al arte, sí afecta a la mayoría de los artistas como personas. Es obvio que las políticas nacionales e internacionales de los gobiernos y las consiguientes oleadas de financiación y desfinanciación burocrática han afectado a las estructuras comerciales, expositivas y educativas en las que todo arte se mueve. En su estructura, el arte activista de hoy es el producto de tres campos diferencia­dos de artistas que se agruparon hacia 1980, en una época de mayor conservadurismo, crisis económica y temor creciente a una tercera guerra mundial. Estos tres campos tenían intereses similares, pero muy distintos estilos y contextos, y se comunicaban entre sí sólo de forma esporádica. Éstos eran los grupos: 1) algunos artistas experimentales o de vanguardia que trabajaban en el entorno mayoritario o del “arte oficial”; 2) ciertos artistas progresistas o denominados ”artistas políticos“ que trabajaban juntos o en el seno de organizaciones políticas, con frecuencia a la vez dentro y fuera del mundo artístico mayoritario 3) algunos artistas comunitarios que trabajaban sobre todo fuera del mundo del arte con grupos sociales de base.

Aunque esta situación es paralela a la existente en menor grado en otros lugares de Estados Unidos y en otras partes del mundo, este ensayo se centra en mi propia experiencia local en la ciudad de Nueva York. A menudo esta experiencia se alimentó de la interpelación con otras partes del país y del mundo (especialmente Inglaterra y Australia, lugares de origen de algunos de nuestros principales modelos de arte activista). No obstante, la historia completa de este movimiento no se ha escrito todavía, y es probable que por ahora se limite a esas zonas donde se superponen la experiencia urbana, la conciencia política y un escenario artístico absolutamente saludable.

Para bien o para mal todo comienza en las corrientes mayoritarias, donde artistas más o menos experimentales han tendido a identificarse directamente con los pueblos oprimidos y rebeldes, aunque no en el marco de su trabajo artístico sino como personas. Los artistas mayoritarios o potencialmente mayoritarios son quizá reacios a la actividad de grupo, que a menudo se considera algo que debilita la expresión individual y perjudica el desarrollo profesional. Aunque en este medio existe poco entusiasmo o escaso conocimiento con respecto al activismo en el arte, existe un genuino aunque ocasional apoyo a las buenas causas.

Se supone, incorrectamente, que los artistas “políticos” son en exclusiva criaturas de la izquierda, como si la anarquía y la neutralidad en favor del sistema no fueran también “políticas”. (Esta sería una sucinta definición de un artista no político: “Es simplemente otra forma de decir: ‘Mi política es la de los otros’”.)(4) En estos momentos, yo describiría a un artista político como alguien cuyos temas y a veces cuyos contactos reflejan problemas sociales, generalmente en forma de crítica irónica. Aunque los artistas “políticos” y los ”activistas” son a menudo las mismas personas, el arte “político” tiende a estar socialmente interesado, mientras que el arte “activista” tiende a estar socialmente comprometido —no responde tanto a un juicio de valor como a una elección personal—. La obra del primero es un comentario o un análisis, mientras que la del segundo se mueve dentro de su contexto, con su público. Durante los años setenta, los artistas “políticos” y “activistas”, que trabajaban con grupos feministas o con grupos de artistas disidentes organiza­dos (tales como Art Workers’ Coalition, Artists Meeting for Cultural Change, Anti-Imperialist Cultural Union) estaban tradicionalmente apartados de las corrientes mayoritarias, aun­que los grados individuales de beligerancia y aislamiento variaban según el tipo de organización que se desarrollaba en el seno del mundo artístico en cada momento determinado.

Los artistas comunitarios tienen diversos grados de politización y en el pasado casi siempre han rechazado y han sido rechazados por el mundo del gran arte. Trabajan de forma natural en grupos, casi siempre como muralistas, performers, profesores o artistas residentes en centros comunitarios. Cierto arte comunitario refleja su situación local, en algunos casos estimula la participación activa en su situación, mientras que en otros casos critica y se moviliza en favor del cambio de dicha situación. El Cityarts Workshop era el grupo de artes comunitarias más conocido de Nueva York en los años setenta, y trabajaba principalmente en la organización de proyectos murales en barrios de toda la ciudad.

Podría seguir trazando líneas hasta formar un tapiz que proporcionara un panorama más preciso (aunque fuera más confuso) que las excesivas simplificaciones anteriores. He preferido que la categorización no sea divisoria, pero sólo porque parece necesario comprender las tres corrientes interrelacionadas de arte activista actual. Cada vez se superponen más y son más difíciles de distinguir unas de otras. Por ejemplo, los jóvenes artistas de la “nueva ola” que dirigen ABC No Rio —un caótico y vigoroso espacio abierto en el Lower East Side—, ¿son artistas comunitarios, artistas experimentales o políticos? Ninguna de las tres cosas, o las tres, según se considere su estilo, su intención, su contenido, sus efectos.

Tal vez la naturaleza general de estas cuasi definiciones quede más clara si las reforzamos con un poco de historia interna. La mayoría de nosotros fuimos educados para ver la pintura y la escultura como incapaces de comunicar excepto en ámbitos especializados. Estaban separadas no solamente del resto del mundo, sino del resto de la cultura. Desde finales de los años cincuenta, no obstante, el mundo de las artes visuales ha estado cada vez más abierto al matrimonio (o al menos a mantener relaciones) con la música, la danza, el teatro, la filosofía, la ficción y, a veces, la sociología y la política. Durante los últimos veinte años se ha reconocido gradualmente que forzar a los artistas a escoger entre medios y funciones rígidamente definidos, o entre el mundo del arte y el mundo “real” es una forma clásica de mantener a todo el mundo en su sitio. La separación llevada a cabo mediante la división del trabajo —todavía reflejada en los persistentes tabúes contra lo interdisciplinario— es un vestigio del formalismo greenberguiano de principios de los sesenta, en el que un medio era claustrofóbicamente entendido como “el mejor” cuanto más “refinado” —o confinado— estuviera con respecto a sus características definitorias; por ejemplo, la pintura es una superficie plana, decorada, y eso es todo lo que puede ser.

El arte activista de hoy hunde sus raíces en los últimos sesenta, en las rebeliones contra las visiones tan simplistas del arte. Proviene no tanto de los puños levantados y las estrellas rojas de la izquierda “revolucionaria” como de las menos conscientemente subversivas reacciones contra el status quo que se produjeron en el arte convencional y sobre todo en el arte minimalista y conceptual. Estos estilos rotundos y abiertamente no comunicativos albergaban una conciencia política característica de aquellos tiempos, de la que ni siquiera el aislado mundo del arte podía en última instancia escapar. La “fabricación” y la “desmaterialización” fueron dos estrategias que los minimalistas y los conceptuales utilizaron respectivamente para compensar la mitificación y la mercantilización del artista y la obra de arte. Estas estrategias no funcionaron ni “sacaron el arte fuera de las galerías”, pero establecieron el escenario para la preferencia de la generación televisiva por la información y el análisis en detrimento de la escala monumental y la originalidad.

A finales de los años sesenta, Artists’ and Writers’ Protest, Art Workers’ Coalition (AWC), Black Emergency Cultural Coalition y Women Artists in Revolution (WAR) agruparon a artistas con muy diversas estéticas y grados variables de éxito y concienciación política para protestar contra la guerra de Vietnam y contra el racismo y el sexismo en el mundo del arte. Acciones de grupo, planificadas colectivamente por negros y blancos, europeos, latinoamericanos y norteamericanos, pintores y escultores, se diferenciaban de la agit-prop de los años treinta y cuarenta —la última gran oleada de arte político en Estados Unidos— en su fusión de estereotipo y sofisticación. Las anticonstitucionales sátiras callejeras del Guerrilla Art Action Group (GAAC) tenían cierta deuda con Fluxus y el arte proto-performance europeo; la fabricación de una tarjeta de asociado al Museum of Modern Art descaradamente timbrada con un sello de caucho con el logotipo de la AWC se inspiraba en el conceptualismo; las exigencias retóricas planteadas a los museos estaban escritas por artistas que habían expuesto en ellos.(5) Además, la contracultura general produjo en el mundo artístico una nueva oleada de galerías en régimen de cooperativas, pequeñas imprentas, exposiciones y publicaciones gestionadas por artistas, obras callejeras, arte postal, pequeñas empresas videográficas y cine independiente, todo lo cual permitió a los artistas seguir hablando por sí mismos en los apaciguados setenta.

Si bien pocos artistas individuales utilizaron sus experiencias políticas directamente en su obra (aunque algunos utilizaron su obra en sus experiencias), todos los que participaron aprendieron mucho sobre el funcionamiento del mundo del arte, sobre las relaciones entre el poder de los artistas y el poder institucional y sobre las interrelaciones entre las instituciones culturales y quienes controlan el mundo.(6) Hacia 1971-1972, los artistas que habían participado en el movimiento antibelicista como una aventura o como una necesidad temporal habían vuelto a la corriente dominante. El movimiento negro de liberación, que había inspirado revueltas estudiantiles y feministas, se había apaciguado y el movimiento de mujeres había heredado el empuje de la ira y del proceso de reconsideración radical. El arte feminista amplió y profundizó en la noción misma de “arte político” mediante la incorporación del elemento de lo personal, la autobiografía, la concienciación y la transformación social, que con el tiempo desembocó en el concepto más amplio aún de “lo político es personal”, es decir, en una conciencia de cómo los acontecimientos locales, nacionales e internacionales afectan a nuestras vidas individuales.

A mediados de los años setenta, los temas de raza, sexo y clase, aunque apenas populares en el mundo del arte, se habían abierto camino hasta West Broadway. Cuando en 1975 se formó la organización Artists Meeting for Cultural Change (AMCC) para protestar contra la irónica oferta del bicentenario del Whitney Museum (una colección privada de Rockefeller), a los veteranos del movimiento contra la guerra se les unió una nueva generación que había sido educada en los años sesenta por radicales universitarios. A menudo menos inclinada a la acción que la AWC, pero con una base mucho más firme en cuestión de teoría política y análisis de los medios, la AMCC se convirtió principalmente en un grupo de debate, varios de cuyos miembros más elocuentes eran artistas conceptuales que recurrieron a los medios de reproducción masiva para transmitir sus mensajes sobre las funciones sociales de la cultura y sus controladores. Como en el caso de la AWC, la principal contribución del grupo fue su labor de concienciación en la comunidad artística. También fue importante la publicación de The Anti-Catalog [El anticatálogo], que analizaba la colección de Rockefeller desde una perspectiva académica, pero revisionista. Algunos miembros de la AMCC intervinieron también en la publicación de The Fox y de su sucesora, Red Herring —influyentes vehículos para los puntos de vista más o menos marxistas sobre el arte y la producción artística—. Otros miembros contribuyeron a crear Heresies: A Feminist Publication on Art and Politics, en 1976.

En 1977, la AMCC cayó víctima de constantes discusiones internas, a veces sectarias. Varios de sus miembros dieron la espalda por completo al mundo del arte para incorporarse a la Anti-Imperialist Cultural Union (AlCU), dirigida por Amiri Baraka. En la AICU, los artistas de vanguardia trabajaban directamente con (en vez de acerca de) poblaciones negras y comunidades en su propio territorio, en formas distintas de las sancionadas o toleradas por las incursiones del mundo del arte en “terreno extraño”.(7) De hecho, a lo largo de la última década, una proporción mayor del mundo del arte —de lo que en general se cree— ha luchado contra su propio aislamiento. Una teoría práctica de la cultura (a veces colindante con el denominado “posmodernismo”) emerge lentamente desde diversos ángulos. El arte visual es sólo una parte de ello —o, por una vez, es parte de ello. El a menudo cauto pluralismo de los setenta, surgido de las rebeliones subdesarrolladas de los sesenta, estableció un terreno de crecimiento más fértil de lo que cualquiera de nosotros comprendimos en aquel momento. En 1979-1980, un ímpetu alentado en parte desde la política y en parte desde el estilo, comenzó a agruparse en Nueva York. Lo mismo estaba sucediendo en otros lugares de Estados Unidos, aunque por entonces no éramos demasiado conscientes de nuestra mutua existencia.

 

 

IV. A partir de 1980…

En 1980 algunos veteranos de la AMCC, la AICU y el movi­miento feminista, muchos de ellos entonces en la treintena, comenzaron cautelosamente a restablecer contacto con las periferias del mundo del arte a través de Ia organización multigeneracional Political Art Documentation / Distribution (PADD). Al mismo tiempo, una generación en su mayoría más joven había comenzado a crear un nuevo estilo de disidencia basado en la colaboración y la inmersión intercultural en la cultura pop (y punk). La hostilidad predominante hacia un arte con cualquier tipo de enfoque social abierto comenzó a disolverse a medida que se ponía en evidencia no sólo que la nueva estrategia era desesperadamente necesaria, sino que ya estaba resonando en los metros, en el South Bronx, en el Lower East Side y en la creciente comprensión de lo que la reaganeconomía supondría para el país —y para los artistas —. Al mismo tiempo, aquellos activistas culturales comunitarios que habían estado realizando murales y trabajando con los marginados desde los sesenta y que habían sido totalmente invisibles en el mundo artístico, comenzaron a atraer una nueva atención mediante su asociación con los grafiteros y con una cultura lati­na recientemente visible. Pese al declive de la actividad organizada en el Tercer Mundo y en las comunidades feministas, sus modelos activistas no habían sido olvidados. Grupos como el Taller Boricua en el barrio; JAM, en la periferia del centro (más tarde considerada como el propio centro de la ciudad); AIR , en el Soho; y el Basement Workshop, en Chinatown, pusieron el arte hispano, negro, feminista y asiático a disposición de quienes desearan “salirse del camino”.

Un factor esencial en estos procesos, especialmente entre los artistas más jóvenes, fue la cultura punk, importada de la clase obrera británica y americanizada en forma de una rebelión de clase media que mantenía una vaga necesidad de cambio social. Al mismo tiempo, se estaba produciendo una compleja fusión entre cultura popular y cultura oficial, como consecuencia de las conexiones entre el arte procedente de las escuelas, la música rock, el mundo de los clubes, los murales, el teatro de calle, la performance, el cine documental , la fotografía y el vídeo, así como los grupos feministas, los grupos de liberación racial y los movimientos sindicales. Un movimiento cultural izquierdista de base había ido creciendo silenciosamente en el terreno labrado del activismo de los sesenta. Se catalizó mediante el influjo de jóvenes artistas beligerantemente desilusionados o idealistas, bien preparados y ambiciosos, pero insatisfechos con la estrechez y el elitismo del mundo del arte donde se suponía que iban a integrarse a la perfección, como sus publicitados predecesores.

A muchos y diferentes tipos de artistas la cultura popular les parece el camino obvio para comprender cómo ve el mundo la mayoría de la gente. Bajo la infiltración de la publicidad, la música rock y el rap, los cómics y la moda en el arte oficial, al comienzo de los años ochenta, subyace un populismo más o menos documentado. Una visión más amplia de la función del arte llevó a su vez a un rechazo más amplio de la política de neutralidad liberal —la huida de toda responsabilidad social debido a que en el arte “todo vale, y de todos modos los artistas no tienen poder, ¿no?”. Esto a su vez llevó a algunos a rechazar la idea socializada de que es preciso elegir entre arte y acción social, que cualquiera que desee que el arte sea comu­nicativo y eficaz es un idealista bobo, un pésimo artista o un rojo peligroso.(8)

Después de rechazar los impolutos espacios del Soho y las páginas satinadas de las revistas comerciales, un buen número de artistas más jóvenes se agruparon bajo la denominación de Collaborative Projects (Colab); celebraron exposiciones temáticas, desorganizadas y abiertas, en locales comerciales y espacios abandonados, y publicaron zines en papel prensa basto y granuloso, actuando como pioneros de una nueva y caótica estética de exhibición y distribución independiente. También en 1979-1980 se fundó, en el South Bronx, el Fashion Moda, no como centro de arte comunitario ni como espacio alternativo de vanguardia (cosas ambas a las que se parecía), sino como una “concepción cultural” de intercambio (que, entre otras aportaciones, contribuyó a introducir los graffiti en el mundo del arte por segunda vez en una década). Group Material, un joven colectivo con una política socialista más estructurada, abrió también un antiguo local comercial —en East 13th Street— y desarrolló una activa técnica de exposición en la que combinaba didacticismo y cultura de masas.

El día de Año Nuevo de 1980, un grupo de Colab ocupó al margen de la ley un edificio municipal abandonado en Delancey Street y celebró el “The Real Estate Show” [La muestra inmobiliaria], una exposición colectiva sobre vivienda, propiedad y desarrollo inmobiliario. Esto dio lugar a la apertura de otra galería pública —ABC No Rio, en Rivington Street —. PADD (grupo con el que yo trabajo) se formó en 1979 “para dar a los artistas una relación organizada con la sociedad “, para apoyar la cultura de izquierdas (cosa que sigue haciendo mediante exposiciones) y para desarrollar un “Archivo de arte socialmente comprometido” (Archive of Socially Concerned Art), además de eventos públicos, un foro mensual y dos publicaciones: Upfront y Red Letter Days. Gallery 345 se inauguró en este periodo para exponer arte específicamente “político”, y la San Francisco Poster Brigade llevó por todo el país su desorde­nada y heterogénea muestra “Anti-WW 3” (Contra la lll Guerra Mundial), con obras de unos cincuenta países.

Estas muestras temáticas, donde las obras individuales se integraban en la instalación general, se hicieron populares y llevaron consigo una oleada de contenido abiertamente político (a menudo bastante anarquista y desinformado). Colab comenzó esta tendencia en 1979 con The Manifesto Show, a la que rápidamente siguieron The Sex and Death Show, The Dog Show y The Income and Wealth Show, para culminar con la extravagante Times Square Show en el verano de 1980. Group Material realizó las exposiciones Alienation, lt ‘s a Gender, Facere/Fascis (sobre la moda) y Arroz con Mango, una muestra de las “posesiones artísticas favoritas” de los residentes del bloque donde se encontraba la galería. Contemporary Urbicultural Documentation (CUD) se especializó en arqueología del día (es decir, reciente), desenterrando y reconstruyendo un tribunal del Bronx, un refugio antinuclear y un hospital psiquiátrico.­ La muestra Death and Taxes de PADD se celebró por toda la ciudad: en baños, cabinas telefónicas y escaparates, en muros y en el edificio de Hacienda. PADD se concentra también en arte para manifestaciones y en la concepción de las manifestaciones políticas como arte.

A través de estas actividades colectivas, muchos jóvenes artistas, denominados de “Nueva ola” [New Wave], llegaron hasta sus contemporáneos en los guetos no tanto motivados por la conciencia política como por necesidades emocionales comunes. De este modo, llevaron el arte del centro de la ciu­dad al South Bronx y viceversa; y aún más insólito, a veces lograron llevar a los públicos artísticos del centro hasta el South Bronx (aunque, en este caso, no a muchos en dirección contraria). Comenzaron a formarse frágiles alianzas interclasis­tas e interculturales, que a veces dieron lugar a un nuevo tipo de estrella artística: el antiguo (o todavía activo) escritor de graffiti aceptado en —y en parte transformador de— el mundo barriobajero chic (y más adelante en el mundo chic de los áticos de lujo).

A principios de los años 1980, también empezaron los intentos de coaliciones entre los artistas izquierdistas reagrupados y las jóvenes generaciones, gracias a los esfuerzos del PADD o del Group Material. Inicialmente, la izquierda cultural más organizada era reticente a la “Nueva ola'” como una posible tendencia explotadora, manipuladora, chic u oportunista, mientras que la mayoría de los artistas más jóvenes veían a la propia izquierda anticuada, moralista y retórica. Gradualmente, estos prejuicios desaparecieron por ambas partes. Una renovada apertura en la izquierda hacia la cultura popular y hacia elementos de la vanguardia ha coincidido con una renovada (y sin duda temporal) apertura de las corrientes convencionales hacia un cierto grado de contenido político explícito. Con la ayuda de las bufonadas nacionales y militares de la Administración Reagan, la violencia, el miedo, la alienación y la supervivencia se han convertido en temas universales, que salen a la superficie en innumerables estilos y con medios diferentes en el interior de los muros del establishment artístico troyano.

A medida que más artistas comenzaron a trabajar directamente en el espacio público, a medida que las muestras en calles y metros, o las obras dentro de edificios abandonados se hicieron relativamente habituales (tras lo pasos de grafiteros y activistas comunitarios), se formó un nuevo arte híbrido, subcultural. Por influencia de la música, la política y la cultura negra e hispana, se establecieron inesperadas alianzas. El East Village y el Lower East Side (Alphaville y Loisaida) eran y siguen siendo los principales centros de actividad. Estas comunidades rápidamente cambiantes de economías y etnias mezcladas, donde los artistas se han sentido en su casa durante más de un siglo, corren ahora el peligro de la remodelación urbana o de la “sohoización“, suceso irónicamente provocado por los mismos fenómenos antes comentados. Asimismo, el “arte político” está siendo remodelado por el mundo del “arte oficial”. No obstante, a medida que se vuelve más respetable, no necesariamente se conviene en algo menos eficaz, en parte porque los artistas activistas siguen nadando entre dos aguas, ofreciendo modelos de futura integración de arte y cambio social.

Muchas obras activistas son de carácter colectivo y participa­tivo, y su significado se desprende directamente de su valor de uso para una comunidad concreta. Las necesidades de una comunidad proporcionan tanto salidas como límites a los artistas. Aunque mantener una posición ambigua entre lo convencional y lo no convencional es una forma de evitar ser absorbido, no es una posición cómoda. La accesibilidad a “un público más amplio” es un elemento consciente, aunque a menudo no entendido, del arte activista. Hacen falta años para desarrollar formalmente modos efectivos de intercambio de poderes con el propio público escogido. Como muchos han descubierto es imposible dejarse caer por las buenas en una “comunidad” y hacer buen arte activista. La tarea es especializada (aunque no en la misma forma en que lo es el “arte oficial”) y exige disci­plina y dedicación (como las exige el “arte oficial”). No estar al corriente, ser poco analítico o estar desinformado es desastroso (tal vez esto, en un terreno diferente, sea válido también para el “arte oficial”).

La cualidad intrincadamente estructural que caracteriza al arte activista es resultado de la complejidad de la posición en la que estos artistas se encuentran, plagada de contradicciones económicas, estéticas y políticas. El trabajo comunitario o político puede restringir, y a menudo lo hace, la propia necesidad del artista de alejarse o adentrarse más, de experimentar más allá de los límites de la necesidad inmediata. El índice de agotamiento entre lo artistas plásticos que trabajan con grupos es elevado, debido a que las compensaciones por tales actividades son consideradas algo totalmente aparte del desarrollo del arte y es menos probable que sean apreciadas por sus colegas del mundo del arte.

Por otra parte, todavía está por ver el caso de un artista que se haya aventurado fuera del mundo del arte para trabajar en contexto desconocido y haya vuelto con las manos vacías. Este tipo de experiencia enriquece cualquier arte. Cuando se abandona la seguridad de la propia base de operaciones —el contexto en el que uno fue preparado para actuar—, se aprende mucho no sólo sobre el mundo, sino sobre uno mismo, su propio arte y sus propias imágenes y efectos comunicativos. De estas nuevas experiencias pueden surgir nuevos símbolos. Un arte que acepta el activismo como fuerza motriz debe subrayar la claridad de significado y de comunicación. Pero esto no significa que tenga que ser simplista, lo cual implica un planteamiento condescendiente con el público. Además, lo que a un público puede parecerle simple o estereotipado, puede ser rico y significativo para otro público más implicado en temas específicos.(9)

Desde 1980 se ha establecido un creciente número de conexiones, en los ámbitos nacional e internacional (Inglaterra, Canadá, Australia, Cuba y Nicaragua han jugado distintos papeles), entre artistas visuales organizados y trabajadores culturales socialmente interesados o implicados. El síntoma más reciente y visible ha sido Artists Call Against US Intervention in Central America (Llamamiento de artistas contra la intervención de Estados Unidos en América Central ), una campaña extraordinariamente amplia y diversa iniciada en enero de 1984, cuando Artists Call movilizó a trabajadores de todas las artes, con 31 exposiciones y 1100 artistas participantes solamente en la ciudad de Nueva York. Miles más siguen participando en unas treinta ciudades de Estados Unidos y Canadá. Artists Call cues­tionó la idea de que los artistas eran apolíticos e ineficaces. Además de recaudar dinero y promover la concienciación sobre la creciente militarización de América Central por parte de la Administración de Reagan, fomentó la solidaridad internacional entre los artistas, creó una red nacional permanente de artistas conscientes de lo social, y proporcionó un modelo para otro grupos culturales y profesionales . También es importante señalar que Artits Call amplió el espectro de artistas que conocieron la situación centroamericana y se dieron cuenta de que tales temas podían formar parte de su arte.(10)

La organización y la creación de redes son elementos cruciales en el arte activista, pese a que no suelen considerarse parte del proceso creativo. El arte crece a partir del propio arte tanto como a partir de las experiencias vitales de los artistas, de tal modo que proporcionar una atmósfera de acceso al arte y a las ideas de unos y otros es uno de los objetivos principales del activismo cultural hoy en día en Estados Unidos. El arte con contenido político sigue siendo objeto de una atención únicamente superficial, si acaso recibe alguna, de los grandes museos o exposiciones itinerantes, en los medios de comunicación de masas y en las publicaciones comerciales de gran tirada —donde, si se le presta atención, suele ir insertado en secciones especiales o neutralizado por escritores que ignoran su contenido o son ignorantes en la materia—. Al mismo tiempo, el arte visual ha sido igualmente ignorado por los medios de izquierda, aunque eso también parece estar cambiando en cierta medida. Debido a este doble prejuicio, se ha multiplicado el número de boletines informativos y publicaciones que se dedican o hacen referencia a la cultura de izquierdas.(11)

La experiencia en los medios alternativos ha afectado estilísticamente al propio arte, además de ofrecer la posibilidad de reconstruir las comunicaciones como intervención política. Las imágenes extraídas de las (en general malas) noticias del día, así como de las técnicas o estilos que son derivaciones o comentarios de los medios comerciales, son omnipresentes en todo el segmento del abanico estético / político. Esta dependencia de las técnicas de reproducción masiva (por motivos tanto estéticos como económicos), junto con la necesidad de volver a conectar con la “vida real”, ha dado como resultado lo que yo denomino la “mediatización del arte”. En las artes gráficas y en pintura, esto incluye el espíritu y la idiosincrasia de la tradición del “artista como informador”, que no por casualidad recuerda a muchas obras de arte de los años 1930, cuando la situación política tenía ominosos paralelismos con el desempleo masivo y los acechantes nubarrones de guerra de la situación actual. La fotografía y el cine documenta­les, los cómics y los libros ilustrados han sido revitalizados como herramientas esenciales para el activismo, aunque sus propias convenciones y estereotipos están sometidos a un escrutinio más minucioso. La misma autoconciencia moderna que fomenta nuevos usos de antiguos radicalismos se pone de manifiesto en otra variante de la mediatización del arte —aquella que cuestiona o acepta la hipocresía y los mensajes subliminales de las revistas ilustradas de gran tirada, el cine de Hollywood y los anuncios de televisión—. Una visión general de este fenómeno nos permite ver a ciertos artistas totalmente interesados en el estilo de los medios, divorciados de todo contenido que no sea hermético o ambiguo. Otros, que constituyen la variante del posmodernismo de inclinación más izquierdista, formalista e ideológicamente consciente, se centran más en las teorías de la representación y en el “canibalis­mo” de las imágenes encontradas. (Curiosamente, esto recuerda el programa del arte conceptual desde mediados hasta finales de los años sesenta, que menospreciaba la “mano del artista” y la introducción de “algún objeto más en el mundo”.) Otros son populistas o activistas para quienes las técnicas de la cultura de masas son medios para llegar a más gente, con gancho narrativo y seductora familiaridad al mismo tiempo: man­tener la imagen , cambiar el mensaje.

La mayor sofisticación política del arte activista y “político” de los años ochenta, en comparación con los años sesenta, se debe al gradual desarrollo de una teoría de la cultura de izquierdas elaborada a partir de los diversos hilos aquí mencionados, una teoría que refleja la atención prestada en 1984 a las políticas tanto electorales como confrontacionales. Alimentado por el ambiente generalizado de ira y ansiedad, se produjo un creciente reconocimiento por parte de la izquierda de los componentes míticos y psicológicos de la ideología y el arte. Los artistas activistas siguen intentando comunicar los temores internos, comunales y mundiales acerca del futuro (por no mencionar el presente) sin atiborrar a la gente con imágenes del “malvado gran Ronnie”. La comunicación de estos temores nos hace comprender, a nosotros y a los demás, que no estamos solos en nuestra búsqueda de unas imágenes que combinen los ingredientes de análisis, resistencia y esperanza. Entre la candidez y la experiencia, el compromiso firme y el despertar de la conciencia, tiene que haber margen para que sucedan muchas cosas diferentes.

El grado de integración de un arte activista en las convicciones del artista es fundamental para su eficacia. Numerosos ejemplos de arte progresista y activista bienintencionado no reflejan realmente la experiencia vivida por el artista, y a menudo la experiencia vivida por el artista se parece poco a la vivida por la mayoría de la gente. El trabajo con organizaciones de arrendatarios, con grupos feministas, radicales o solidarios, con sindicatos, con los grupos de trabajo cultural de los numerosos pequeños partidos de izquierda, o con grupos ecologistas, pacifistas o antinucleares, ofrece formas de conectar con los interesados. Otra opción consiste en ver el cambio de identidad como un símbolo de cambio social, y utilizar historias personales (no necesariamente propias) para arrojar luz sobre sucesos mundiales y visiones más amplias. En este proceso, las identificaciones locales, étnicas, sexuales y de clase pueden aumentar las obsesiones individuales. La extraordinaria película afrobrasileña Jom muestra al griot (narrador, historiador, chamán, artista) como la columna vertebral de la conciencia política cotidiana en la comunidad, la fuente de continuidad a través de la cual se mantiene o se pierde el poder.

Me gusta recordar que la raíz de la palabra “radical” es la palabra ‘raíz’. Por lo tanto, grassroots significa no solamente ‘propagación’ —difundir la palabra— sino que cada brizna de hierba tiene sus propias raíces. Poder significa ‘ser capaz’ —la capacidad de actuar vigorosamente con “fuerza, autoridad, poderío, control, espíritu, divinidad”—. Y la palabra craft [arte, habilidad, oficio] proviene del inglés medieval y significa ‘fuerza’ y ‘poder’, que posteriormente se convirtieron en ‘destreza’. Ni la palabra art (arte) ni la palabra culture (cultura, cultivo) conllevan estas beligerantes connotaciones. Art significaba en un principio to join or fit together (unir o encajar), mientras que culture proviene de ‘cultivo’ y ‘crecimiento’. Un artista puede comportarse como un jardinero perezoso que corta las malas hierbas en una acción de contención temporal. O puede atravesar la superficie para llegar a las causas. El cambio social puede producirse cuando arrancas las cosas de raíz, o por seguir con las metáforas, cuando penetras hasta las raíces para distinguir las malas hierbas de las flores y las plantas comestibles… para distinguir los caballos de Troya de los caballos de los cuatro jinetes del Apocalipsis.

Fragmentos de este artículo se publicaron con anterioridad en mis columnas en The Village Voice, en particular “Power / Control” (18 de octubre de 1983). También ha sido posible gracias al diálogo con miembros de Political Art Documentation / Distribution (PADD), Heresies y The Alliance for Cultural Democracy, en especial con mi socio Jerry Kearns.


Lucy R. Lippard

El título original de este artículo es "Trojan Horses: Activist Art and Power", y ha sido extraído de Brian Wallis (ed.), Art after Modernism: Rethinking Representation, The New Museum of Contemporary Art, Nueva York, 1984, pp. 341-358.

 

Notas:

1. Arlene Goldbar y Don Adams, “From the Ground Up: Cultural Democracy as a National Movement”, Upfront, núm. 8 (invierno de 1983-1984). p. 6. Goldbar y Adams fueron durante varios arios los principales instigadores del NAPNOC (Neighbourhood Arts Programas National Organizing Committee), que posteriormente cambió o su nombre por el de Alliance for Cultural Democracy: constituye un enlace entre grupos sociales progresistas en todas Ias artes. La teoría que Goldbar y Adams desarrollan sobre la política cultural es inestimable; pueden verse otros artículos suyos en Art in America 70, núm. 4 (abril de 1982), pp. 21-25; Fuse 6, núms 1-2 (mayo-junio de 1982), pp. 11-16; y en todos los números anteriores de Cultural Democracy.

2. Puede verse un informe sobre esta campaña mediática y su rela­ción con el arte activista en Lucy R. Lippard y Jerry Kearns, “Cashing a Wolf Ticket (Activist An and Fort Apache: The Bronx) “, Artforum 20, núm. 2 (octubre de 1981), pp. 64-73.

3. El caso clásico es el uso del expresionismo abstracto (la Escuela de Nueva York) como un arma de la guerra fría por parte del Gobierno estadounidense, documentado por primera vez por Max Kozloff, “American Painting During the Cold War”. Artforum 11, núm. 9 (mayo de 1973), pp. 43-54; William Hauptman, “The Suppression of Art in the McCarthy Decade”, Artforum 12, núm. 2 (octubre de 1973), pp. 48-52; y Eva Cockcroft, “Abstract Expressionism, Weapon of the Cold War”, Artforum 12, núm. 10 (junio de 1974), pp. 39-41.

4. Hélène Cixous, “Castration or Decapitation”, Signs 7. núm. 1 (otoño de 1981), pp. 51, citado por Nancy Spero en una entrevis­ta con Kate Horsfield, “On Art and Artists: Nancy Spero”, Profile 3, núm.1 (enero 1983), pp.17.

5. Véase mi “The Art Workers´ Coalition: Not a History”, Studio International 180, núm. 927 (noviembre de 1970), pp. 171-174. Este texto y otro abundante material relacionado se han reeditado en mi libro Get the Message? A Decade of Art for Social Change, E.P. Dutton, Nueva York , 1984.

6. Hans Haacke fue uno de los artistas que utilizaron este material en su obra, y su arte y sus artículos siguen explorando, de forma exhaustiva y eficaz, las mortíferas manipulaciones de la “industria de la conciencia”. Véase su Framing and Being Framed. The Press of the Nova Scotia College of Art and Design, Halifax, 1975, y “Working Conditions”, Artforum 19, núm. 10 (junio de 1981), pp.56-61.

7. Su publicación, Main Trend, fue una vívida documentación de los conflictos que conlleva ser “políticamente correctos” y estética­mente ambiciosos.

8. Véanse las fulminaciones de Hilton Kramer en The New Criterion, en especial “A Note on the New Criterion”, The New Criterion 1, núm. 1 (septiembre de 1982), pp. l-5, y “Turning back the clock: Art and politics in 1984”, The New Criterion 2, núm. 8 (abril de 1984), pp. 68-73.

9. Incluso Harold Rosenberg escribió lo siguiente en una ocasión: “Responder a las luchas políticas puede ser muy positivo para el arte” (citado por Jamey Gambrell, en “Art against lntervention“, Art in America 72, núm.5 [mayo de 1984], p. 15).

10. Para más información sobre Artists Call , véase Arts & Artists 13, núm. 4 (enero de 1984), número especial; Art in America 72, núm. 5 (mayo de 1984). pp. 9-19); High Performance, núm. 25 (1984), pp. 8-14; todos ellos con artículos importantes sobre el tema.

11. Por mencionar sólo alguno ejemplos: Cultural Carrespondence, Art & Artists, Upfront, Cultural Democracy y Heresies (Nueva York); Community Murals y Left Curve (San Francisco); Fuse and Incite (Toronto); Afterimage (Rochester); 911 Reports (Seattle); Red Bass (Tallahassee); Cultural Workers News (Minneapolis); Block and Artery (Londres); Art Network (Sydney) … por no citar revistas cinematográficas y literarias y todas las publicaciones de artistas con cierto contenido político, como por ejemplo Real Life, High Performance, Wedge, Bomb, Cover, Red Tape y Just Another Asshole… Entre todas ellas informan sobre una multiplicidad de eventos, desde música hasta artes escénicas, conferencias, acciones de calle, trabajo sindical, manifestaciones, exposiciones, arte postal, libros de artistas y otro largo etcétera.






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