Bailar la tarantela ha sido durante siglos una costumbre de la Italia meridional, al parecer porque los habitantes del puerto italiano de Tarento descubrieron que ponerse a bailar como locos contrarrestaba los peligrosos efectos de la picadura de las tarántulas locales.
Es posible que esto fuera en realidad una coartada para unas gentes que, en el fondo, solo querían perder la cabeza bailando con un frenesí dionisíaco anterior a la invención de las fiestas con música acid, cosa que de todos modos habría hecho fruncir el entrecejo a más de uno; fuera como fuese, la leyenda de las virtudes de la tarantela se extendió por todas partes. Incluso el famoso diarista inglés Samuel Pepys habla de ella en su volumen de 1662: tiempo de cosecha en Europa meridional, le dicen, y puntualmente informa que «los violinistas recorren los campos por toda la región, esperando que los picados los contraten».
Propiedades mágicas aparte, la tarantela anima y enciende la sangre cuando se escucha, y asoma sin parar en la música clásica (y en productos de mayor circulación, como El padrino de Francis Ford Coppola, en cuya primera parte, estrenada este día del año 1972, se toca una tarantela en unas bodas). Algunos compositores románticos se sintieron particularmente atraídos por sus ritmos seductores: entre los que intentaron tarantelas en el siglo XIX hay que citar a Chopin, a Rajmáninov, a Mendelssohn, a Tchaikovski, a Verdi, a Rossini y a Debussy.
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