Después de haber visto hace unos días a un Pablo Casals de trece años descubrir casualmente las suites para violonchelo de Bach en una chamarilería, aquí tenemos a otro adolescente que hace otro descubrimiento accidental.
Estamos en 1944. En las montañas del oeste de Tokio vemos a un soldado de catorce años llamado Tōru Takemitsu, apostado en un refugio subterráneo construido para prevenir invasiones.
Un día hubo un inesperado descanso en la agotadora rutina laboral a que estaban sometidos y un oficial invitó a Tōru y a los demás soldados a pasar a una habitación del fondo del refugio. Allí les enseñó un gramófono de manubrio con una improvisada aguja de bambú. Y puso unos discos. Fue un regalo, el más sencillo que existe: compartir música; los humanos vienen haciéndolo desde que estamos aquí; pero qué regalo.
Tōru escuchó los discos «totalmente pasmado», según contó después. Durante el resto de su vida recordó aquella experiencia como el inicio de su conciencia musical. Tiempo después, cuando ya enseñaba técnica instrumental y composición básica, cuando ya tenía la admiración de gigantes como Stravinsky, cuando ya había escrito cientos de obras aclamadas, había musicalizado noventa películas y publicado veinte libros, cuando ya era reconocido como uno de los compositores y una de las figuras culturales más reconocidos de Japón, seguía volviendo a aquel momento, a aquella ofrenda musical, a aquel gesto de humanidad corriente, a aquel regalo.
Clemency Burton-Hill.
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