Junto con Max Richter y Ólafur Arnalds, el pianista y compositor Nils Frahm es uno de los músicos que más me emocionan cuando pienso que la música clásica es un fenómeno vivo que palpita dentro y alrededor de nosotros y no una anquilosada forma artística del pasado.
Este hijo del fin del milenio que vive en Berlín y ha sido cartero, camarero de cafetería y limpiador de casas e incluso de lavabos, enfoca de manera poco convencional todo lo que hace.
Crea una música escrupulosamente pensada de varios géneros, incorporando a ella equipos electrónicos y antiguos aparatos de grabación. Operador de sonido, pinchadiscos e ingeniero, Frahm parece sentir curiosidad por todo, incluso por la psicología; le fascina, por ejemplo, hasta qué punto puede afectar a la gente vivir emocionalmente la música. «Podemos cambiar la actitud de las personas con sonidos —ha dicho —. Cuando toco un buen concierto, la gente sale contenta de la sala. Es algo que podemos devolver al mundo. Es mi religión».
Hace unos años creó el «Día del Piano», una celebración mundial con teclados de todas clases que tiene lugar el día 88 del año (el 28 o el 29 de marzo, según sea el año bisiesto o no), en honor del teclado de los pianos de concierto, que tienen ochenta y ocho teclas. La idea es que puede participar cualquiera, sea cual fuere su experiencia.
Esta concepción de la música, como propiedad colectiva global, refleja la actitud de Frahm, para quien crear música es un proceso mucho más colaborativo de lo que ha sido tradicionalmente para los compositores clásicos. El público es fundamental para él. «Sin los oyentes, todo queda en nada», apunta.
Clemency Burton-Hill.
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