Por mucho que lo oiga —y lo he oído muchas veces—, nunca deja de electrizarme la capacidad de Beethoven para meternos de cabeza y sin avisar en una fastuosa conversación a tres voces. Desde el comienzo mismo nos vemos en un tumultuoso viaje musical y nos tiene en vilo con una fantástica variedad de texturas, de sorpresas dinámicas e incluso de notas que suenan «mal», si se puede decir así, aunque se reciben divinamente.
No es una exageración decir que Beethoven destaca sin discusión en toda esta época; un gigante musical torturado, complejo y problemático que tiende un puente entre la elegancia estructural de la época clásica y el desenfreno emocional del Romanticismo (superando tremendas dificultades personales, como la sordera que lo afectó desde los veintiocho años), transformando radicalmente la música. Sus innovaciones son infinitas. En épocas anteriores, por ejemplo, habría sido de rigor que los dos instrumentos de cuerda de un trío tuviesen un papel inferior al del piano; ahora los tres instrumentos se comunican en igualdad de condiciones, acentuando el interés y elevando el trío para piano a alturas que solo los grandes de la siguiente generación se atreverían a escalar.
Si les parece que este trío no suena de un modo particularmente «fantasmal», sepan que el nombre se debe a que Beethoven, por entonces, estaba barajando ideas para la música ambiental de una puesta en escena del Macbeth de Shakespeare. (Aunque hay notas que suenan en este sentido al final del segundo movimiento, que tiene un clima algo inquietante.) Algunos historiadores creen que el pasaje en cuestión estuvo pensado inicialmente para una escena de la obra en que aparecen las brujas; sea como fuere, a las obras clásicas les gustan los nombres y este se quedó.
Clemency Burton-Hill
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