Duruflé, que nació este día, es un misterio. Su vida transcurrió en el siglo XX: llegó a la mayoría de edad en un París cuyo paisaje artístico y musical estaba cambiando radicalmente. Presenció en primera fila la aparición del cubismo y demás vanguardismos, el dodecafonismo y el jazz. Y, sin embargo, no sintió el menor interés por los nuevos rumbos de la modernidad ni por ningún cambio.
Al parecer, no le gustaba provocar ni escandalizar al público, a diferencia de muchos contemporáneos suyos (véase, por ejemplo, el 29 de mayo); la verdad es que cuando quería inspirarse, miraba al pasado.
Duruflé escribió una música muy particular y característica. Su obra posee una claridad cristalina, sin duda porque compuso muy poca, ya que tardaba años en tallar y pulir cada pieza. De pequeño estuvo en una coral infantil y parece que le gustaba cantar la música de Bach, Haydn, Mozart y su compatriota Gabriel Fauré, pero lo que lo fascinaba en concreto era la pureza y la gracia del canto llano o gregoriano, ese canto sin acompañamiento musical que surgió en la Europa católica en el siglo IX.
Con el tiempo incorporó a su repertorio detalles propios de este género, sobre todo en el magnífico y conmovedor Réquiem que compuso a raíz de la muerte de su padre. Sus melodías, confesó, estaban «basadas exclusivamente en temas de la misa de difuntos gregoriana. A veces transcribía la música con exactitud, dejando a la orquesta un papel de apoyo o comentario, aunque en otros pasajes era simplemente un estímulo».
El canto llano o gregoriano está en la base del luminoso escenario del motete latino «Ubi caritas»:
Ubi caritas et amor, Deus ibi est. Donde están la caridad y el amor, allí está Dios.
Clemency Burton-Hill
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