He aquí una anécdota sobre el poder de la música.
Estamos en enero de 1942. En el campo de concentración alemán de Theresienstadt (hoy Terezin, en la República Checa) alguien consiguió introducir clandestinamente una partitura del Réquiem de Verdi. Contra todo pronóstico, un grupo de osados prisioneros judíos, dirigidos por el antiguo director de orquesta y compositor Rafael Schächter, decidió ejecutar este obra intemporal en una velada que los supervivientes describieron años después como un acto de resistencia espiritual.
La partitura estaba hecha trizas, pero 150 prisioneros se las apañaron para cantarla. El prisionero Edgar Krasa, que vivió para contarlo, recordaría tiempo después que la interpretación de la inmortal misa de difuntos permitió a los ejecutantes «sumergirse en un mundo de arte y felicidad, olvidar la realidad de la vida del gueto y las deportaciones, y reunir fuerzas para sobrellevar la falta de libertad».
La obra de Verdi se interpretó en el campo no menos de dieciséis veces. Pero cuando los prisioneros empezaron a ser deportados a Auschwitz y sus cámaras de gas, el coro de Theresienstadt empezó a reducirse, hasta que al final no quedó más que un puñado de prisioneros que se cantaban los pasajes entre sí.
Pero siguieron cantando.
«Cantaremos a los nazis lo que no podemos decir», dijo Schächter, que murió en Auschwitz en 1945.
Clemency Burton-Hill
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