Adoro esta sonata porque sin avisar ni pedir permiso nos introduce en mitad de un diálogo entre el violín y el piano. Fauré estudió con Camille Saint- Saëns (véase el 25 de febrero y el 2 de diciembre) y, en general, se le considera uno de los genios de la música de finales del XIX/principios del XX, pues estableció un puente entre el Romanticismo y el Vanguardismo.
Aquí hace alarde de una vehemente pasión que hasta cierto punto consigue, de un modo característico, mantenerse en los elegantes márgenes de la contención. A los pocos minutos, el humor (y la tonalidad) se modula dramáticamente y Fauré nos lleva de manera inesperada a lo que se llama sección de «desarrollo», sección que, por mucho que la oiga, siempre quiero volver a oír.
En el estreno, celebrado en enero de 1877, Fauré estuvo al piano y la parte del violín quedó a cargo de la joven e innovadora violinista Marie Tayou, directora de un cuarteto de cuerda femenino. «La sonata ha tenido más éxito de lo esperado», confesó Fauré a un amigo. «La señorita Tayou ha estado impecable». Su maestro Saint-Saëns estuvo entre el público aquella noche y escribió una crítica entusiasta en la que elogió en particular el atrevimiento del compositor:
«En esta sonata se puede encontrar todo lo que tentaría a un gourmet», escribió en una destacada publicación musical francesa. «Formas nuevas, modulaciones excelentes, cromatismo inusual y ritmos inesperados. Y una magia que flota por encima de todo, abarcando la obra entera, incitando al público a aceptar audacias inconcebibles como algo del todo normal».
Clemency Burton-Hill
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