Compositor, director de orquesta, director escénico, visionario musical… los logros artísticos de Wagner no tienen parangón. Pero si su genio cambió el curso de la música para siempre, su reputación se ve eclipsada a menudo por los aspectos más turbios de su personalidad (era soberbio, megalómano y antisemita furioso, fue el compositor favorito de Adolf Hitler, el partido nazi lo hizo su adalid musical extraoficial…)
¿Cómo podría el melómano honrado conciliar su repelente filosofía con su magnífica música? Yo sigo el ejemplo de Daniel Barenboim, un destacado intérprete de Wagner (y judío) que dice que hay que enfocar la música como música. (No hay por qué disculpar a Wagner, pero vale la pena señalar que ya había muerto cuando nació Hitler y que llevaba enterrado medio siglo cuando los nazis llegaron al poder.)
Los maestros cantores es una obra atípica de Wagner en el sentido de que su acción transcurre en un lugar y un momento concretos: en Núremberg y a mediados del siglo XVI. A diferencia de su famosa tetralogía El anillo del Nibelungo y de otras óperas suyas, aquí no intervienen elementos sobrenaturales, no hay leyendas mitológicas ni fuerzas mágicas. Aquí se plasma el mundo del gremio de maestros cantores en una comedia que celebra el consuelo de escribir canciones en un mundo de engaños y locura.
Clemency Burton-Hill
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