Nacido en año bisiesto, Rossini publicó su primera ópera a los dieciocho años y a los veintiuno ya era considerado un genio del género. Llegó a escribir treinta y nueve y desempeñó cargos importantes en teatros de toda Italia.
A diferencia de la mayoría de músicos clásicos, Rossini era un negociante astuto: como director de un teatro de ópera de Nápoles recibió un salario mensual de 200 ducados, más una participación en los beneficios del casino del teatro, que llegaba a mil ducados al año. En comparación con los ingresos actuales, era una situación económica con la que pocos compositores podrían soñar.
Pero se lo merecía. Rápido y prolífico, dicen que dijo en cierta ocasión:
«Dadme la lista de la ropa sucia y le pondré música». Y es cierto, da la sensación de que a Rossini le salen las melodías de los bolsillos; de aquí el apodo que le pusieron, «el Mozart italiano». Beethoven le escribió para decirle: «Ah, Rossini. Así que es usted el autor de El barbero de Sevilla. Lo felicito. Se representará mientras exista la ópera italiana». (Ninguna objeción.)
Como muchos grandes compositores, Rossini asimiló tendencias musicales existentes y las hizo suyas (también se saqueó a sí mismo, repitiendo temas ya publicados: es el precio que hay que pagar cuando los plazos apremian). Escribió esta pequeña misa solemne hacia el final de su vida. La llamó «pequeña» con un poquito de ironía, como se ve en lo que escribió en la última página del manuscrito:
Estimado Señor, he aquí terminada esta pequeña y deforme misa […] Yo nací para la ópera bufa, como bien sabéis. No tiene mucha técnica, solo un poquito de corazón y basta. Muchas gracias por todo y concededme el Paraíso.
Clemency Burton-Hill
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